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– Tienes una bala en la panza y otra en un hombro -le dijo.

– Corresponde. Yo también disparé unas cuantas -respondió.

Cano consiguió salir a la Argentina en noviembre del 73, y el camino de su desencanto político se fue nutriendo con los fracasos de los Montoneros argentinos, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias colombianas, y finalmente sufrió el fin de la Brigada Simón Bolívar en Nicaragua. La última vez que lo vi fue en 1985 en Malmö. Timoneaba un pequeño transbordador que unía ese puerto sueco con Copenhague.

– En un año me largo. He ahorrado dinero para comprar un barco. Un tremendo barco -dijo mientras bebíamos unas cervezas.

– ¿En Chile?

– Sí, pero muy al sur. Nunca saldré más al norte que el Estrecho de Magallanes.

– ¿Y las viejas causas?

– Que se vayan a la mierda. Pero sin mí. Yo soy un descolgado.

Cinco años más tarde volví a verlo, pero en la televisión alemana. Timoneaba el barco de unos alemanes buscadores de tesoros en las aguas preantárticas.

El hombre del casco plateado entró primero al bar y me señaló con un dedo. Detrás entró Cano. Me vio y se tapó los ojos. Enseguida, con un gesto me invitó a la barra.

– No. Sea lo que sea mi respuesta es no -dijo.

– Alégrate o tendré que pagarles el almuerzo a esos tres.

– Y a mí un trago. ¿En qué andas, Belmonte?

– En nada ilegal. Es un simple y puro asunto de trabajo.

– ¿Cómo me encontraste?

– No olvidé tu confidencia en Malmö, luego te vi en la televisión alemana, y hace media hora les solté tu nombre a los amigos. Muy fácil.

– Y querías verme porque soy adorable. Suelta la pepa.

– Es largo. ¿Nos sentamos?

– Bueno. Pero no olvides que estás hablando con un descolgado.

Mientras los tres potenciales jugadores de truco devoraban una bandeja de cordero estofado a la que insistí en invitarles, Cano y yo nos sentamos frente a una mesa alejada. Allí hicimos lo que suelen hacer todos los veteranos que han sido cómplices en batallas perdidas: no hablar de ellas y asombrarse de seguir vivos.

Le expliqué los motivos que mellevaban a sus confines, el trato con Kramer, la historia de las monedas de oro, la muerte de Galo unida a la posibilidad de un segundo interesado en el botín, y finalmente le hablé de Verónica.

– No es el único caso. Lo siento, Belmonte. Lo siento de veras.

– Te creo. Necesito que me eches una mano.

– Si puedo, lo hago, aunque no deja de simpatizarme el alemán. También soñé con encontrar a Galo y pasarle la factura por lo de Nicaragua.

– Tú conoces la región. Puedes hacerme ganar tiempo.

– Algo. La Tierra del Fuego es muy grande, Belmonte. Y además estállena de secretos. Tu historia lo confirma.

– Nuestro amigo Franz Stahl, que debe de tener unos setenta y pico de años recibe su correspondencia en el Puesto Postal número cinco. ¿Te dice algo?

– No mucho. Ese punto está entre Puerto Nuevo y Tres Vistas.

– Chino para mí. Explícate.

– Puerto Nuevo es una pequeña caleta de pescadores. Antes eran balleneros, pero desde que los cetáceos desaparecieron exterminados por los japoneses la gente de allí se dedica a la pesca artesanal y a los mariscos, deben de sumar unas veinte familias. Tres Vistas está a unos cincuenta kilómetros de Puerto Nuevo. Es un paradero del camino, con apenas dos casas. Una sirve de pulpería y la otra de pensión. Al dueño de la pensión lo conozco. Es un tipo del norte y se llama Mansur. De lo que me dices deduzco que el alemán debe de vivir más cerca de Tres Vistas que de Puerto Nuevo, porque en la caleta hay una oficina de Correos. Tengo una idea, Belmonte. Sirve más vino que me estoy iluminando.

Salimos del Cinco Hombres y un Cajón de Muerto con rumbo a la Intendencia de Magallanes. Durante el camino, Cano me habló con orgullo del Perla del sur, un velero de tres palos que compró con los ahorros hechos en Escandinavia. Vivía del y en el barco. Durante los inviernos atracaba en el puerto deportivo de Punta Arenas y por los veranos organizaba viajes turísticos bordeando el Cabo de Hornos.

– Y busco tesoros. He encontrado una buena colección de cañones españoles y toda clase de chatarra bien pagada por los museos. Un día de éstos doy con el tesoro de Francis Drake.

– Todo suena bien, pero huele a misoginia.

– No creas. Los veranos los paso acompañados. Mi mujer es submarinista. Ella pasa los inviernos en el norte, en Arica, enseñando a bucear a los turistas de aguas cálidas. Es mejor así. Nada como los inviernos en compañía de un barrilito de coñac y las obras completas de Simenon. Dos días antes la habrías conocido. Se llama Nilda y se va del Fin del Mundo junto a las primeras avutardas. Mira. Allá vuela una bandada. Llega el invierno, macho.

En el edificio de la Intendencia, Cano pidió hablar con alguien que evidentemente tenía la sartén por el mango, de otra manera no se explicaba la cortesía del oficial de carabineros que nos atendió. Esperamos unos cinco minutos y enseguida el oficial nos abrió una puerta enchapada en importancia. Tras el escritorio de caoba había un hombre que se incorporó apenas vio a Cano.

– Carlitos. Qué agradable sorpresa -saludó.

– Este es mi amigo Juan Belmonte. Belmonte, el señor Marchenko, encargado del petróleo magallánico.

Juan Belmonte. ¿Sabe que tiene nombre de torero? -dijo estirando la derecha.

– ¿Verdad? Es la primera vez que me lo dicen.

Luego de la presentación Cano indicó que yo era un agente de seguros interesado en solucionar un asunto de herencia. Agregó que venía de Alemania buscando a un tal Franz Stahl, del que por desgracia sólo tenía su dirección postal. Marchenko opinó que dar con un domicilio en la Tierra del Fuego era simple, siempre y cuando el buscado fuera propietario. Nos dejó solos un par de minutos al cabo de los cuales regresó con un mapa que extendió sobre el escritorio.

– Esta es la costa suroeste de la Tierra del Fuego. Franz Stahl es propietario de una parcela ubicadá a quince kilómetros de Tres Vistas. Para llegar allá necesita un vehículo todo terreno o un caballo. ¿Puedo hacer algo más por usted, señor Belmonte?

– No. Ya hizo demasiado. Gracias.

Juan Belmonte. Debe de ser reconfortante llamarse igual que el famoso torero. No son muchos los Belmonte en Chile, y nosotros los Marchenko somos menos todavía -dijo al despedirse.

– Puede que en el caso de los Belmonte sea una suerte para el país.

Salimos de la Intendencia con la información que me faltaba. Cano sonreía. Empezamos a caminar rumbo al puerto.

– No estuvo mal la observación sobre los Belmonte.

– Fui sincero. ¿Qué clase de sujeto es ése?

– Marchenko no es un mal tipo. Es un idiota ceremonioso y me manda turistas en el verano.

– ¿Pariente del otro Marchenko?

– Hermano. Sabe que fui del GAP, aquí se sabe todo y, como vive con el culo a dos manos, trata de ser amistoso. Su hermano sigue en el ejército, ahora es coronel. Varias víctimas de las torturas lo han reconocido, pero es de los intocables.

– El precio de la democracia. Me cuesta creer que estoy en Chile. Nunca pensé en regresar frenado por el miedo a toparme con tipos de su calaña, de los que siempre supieron lo que pasaba, no movieron un dedo por impedirlo y se dedicaron a profitar a la sombra de los que hacían el trabajo sucio. Supongo que ahora es un paladín de la democracia, de los capaces de reconocer que hubo excesos. Nauseabundo el precio de la democracia.

– Así es. Pero es un precio relativo. No pasa un mes sin que algún oficial involucrado en torturas o desapariciones no sea acribillado a tiros en la calle. Algo sano queda todavía en el pais.

– Este país me interesa un carajo, Cano. Un carajo. No me has dicho adónde vamos.

– Al barco. Te voy a dejar al otro lado del estrecho. Considérate huésped del Perla del sur.

Cruzamos el estrecho con mar calma. El velero de Cano se deslizaba abriendo un delicado surco de espuma con el filo de la quilla. Además de Cano había otros dos tripulantes a bordo. Desde el castillo de mandos los vi manejar seguros el velamen. Eran hombres de pocas palabras, y de pronto envidié la vida de Carlos Cano. Lo sentí confiar en esos dos hombres y podía oler que ellos confiaban en su destreza de timonel. Juntos llegaban a donde querían ir. Alcanzaban los objetivos fijados, y son muy pocos los que pueden darse tal lujo.

La travesía duró cerca de tres horas. Atardecía cuando atracamos en el muelle de Puerto Nuevo, en Bahía Inútil. Cano dio la orden de que desembarcaran una motocicleta.

– Bueno, aquí estás, Belmonte. La moto tiene el estanquelleno. Ya sabes lo que tienes que hacer. Harás una hora de aquí a Tres Vistas. Allí saludas a Mansur de mi parte. El te indicará cómo llegar hasta la casa del alemán.

– Gracias, Cano. Cuando termine con esto volveré a Punta Arenas en el transbordador y te devolveré la moto. Hasta pronto.

– Buena suerte.

Eché a andar la motocicleta, una todo terreno de rugir poderoso. Estaba acomodándome el casco cuando oí a Cano gritar desde el velero.

– Belmonte, echa un vistazo en la caja de herramientas. Bajo el asiento.