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Levanté el asiento. Entre varias llaves había una Browning calibre 765. Saludé a Cano alzando una mano.

– No es saludable ir desnudo por la vida -gritó desde la cubierta.

A los pocos minutos dejé atrás Puerto Nuevo. El camino aparecía tendido en la pampa como una flecha, y avancé al encuentro de la punta.

3 Tierra del Fuego: puesta de sol

Galinsky había hecho un largo camino hasta alcanzar la cumbre de la loma. Allí descansaba tirado boca abajo sobre la hierba, observando la casa del bajo.

De Berlín a Frankfurt, de ahí a Santiago, luego a Punta Arenas, para cruzar finalmente el estrecho. Y ahora estaba allí, a unos quinientos metros del objetivo. Abrió el macuto, sacó una tableta de chocolate y empezó a mascar lentamente. Luego tomó una botella de agua mineral, bebió unos sorbos y encendió un cigarrillo. Fumando pensó que todo se estaba dando más difícil de lo que creyera. Empezaban a intervenir los imponderables, los inevitables sucesos no previstos. Y como la única manera de enfrentarlos es conociéndolos, decidió hacer un recuento de la situación.

Pobre Moreira. Su idea inicial era reclutarlo, hacerlo actuar mientras él decidía desde la sombra. Un chileno tenía mejores chances de pasar inadvertido, pero lo encontró convertido en un histérico y en esa clase de sujetos en los que no se debe confiar. Al meterle el tiro entre los ojos supuso las dificultades que se le vendrían encima al tener que operar solo, sobre todo considerando que para dar con la identidad postiza de Hillermann se vería en la necesidad de interrogar a más de uno. No sabía a quién, pero tampoco era un secréto que la colonia alemana es numerosa en la Tierra del Fuego, y a veces los compatriotas se tornan comunicativos. Sin embargo los temores se disiparon al telefonear al Mayor desde Punta Arenas.

– Primera gestión O.K Pero de Hillermann nadie sabe nada. Nadie recibe correspondencia bajo ese nombre -dijo Galinsky.

– Es lógico. Nuestro coleccionista se llama Franz Stahl. Un nombre bastante original. ¿Te alegra saberlo?

– Me emociona. Gracias por el dato.

El Mayor seguía siendo un modelo de efectividad. Tendido sobre la hierba, Galinsky se dijo que no valía la pena preguntarse cómo había conseguido la información, pero luego pensó en cómo lo hubiera hecho él.

"Veamos los hechos: Ulrich Helm, pese a ser un inválido nos la jugó en todo sentido. Podría decirse que, sin que nos diéramos cuenta, dirigió su propio interrogatorio. Supo desviar las preguntas evitando quellegásemos a la más importante: la nueva identidad de Hillermann, pero en ningún momento ignoró que su formulación era una cuestión de tiempo. ¿Y qué hizo entonces? Se nos fugó dos veces. La primera vez simulando un infarto en plena calle y la segunda cortándose las venas en un hospital. Un hombre tan leal no abandona a un amigo en peligro sin ponerlo sobre aviso… Eso es: le escribió. De alguna manera sacó la carta del hospital. Todo lo demás fue cuestión de charlar con los médicos o las enfermeras."

Galinsky se frotó los brazos. Sentía deseos de levantarse, trotar un poco para que la sangre le devolviera el calor que empezaba a faltarle. Bostezó y enseguida se abofeteó la cara. Se dijo que tal vez no fue una buena idea hacer el viaje de Porvenir a Tres Vistas durante la noche.

En Porvenir, en la agencia donde alquiló el Land Rover todo terreno, le dijeron que no resultaría difícil llegar a Tres Vistas y que allí le informarían de cómo llegar a la parcela de su amigo Franz Stahl.

– Son unas cinco o seis horas. Con un bidón de gasolina de repuesto le alcanza para ir y volver -le indicó el agente.

Galinsky salió poco después de la medianoche. La luna llena le iluminó el solitario camino haciendo casi innecesarios los focos. Iba tenso y al mismo tiempo alegre. Sentía que su cuerpo se preparaba a recibir la serenidad indispensable que augura el éxito de las misiones.

El camino era difícil, sembrado de baches, y el panorama que la luminosidad lunar le ofrecía a los costados resultaba tan monótono como desolador: una extensión de manchas grises apenas interrumpida por los arbustos de calafate. Pero Galinsky no había viajado veinte mil kilómetros para disfrutar del paisaje fueguino. La conocida obsesión por entrar en acción le fue ganando todos los músculos y así, de pronto, se palpó la entrepierna comprobando la erección atormentante. Recordó haber leído alguna vez sobre las erecciones y hasta eyaculaciones involuntarias que sorprenden a los cazadores en el instante más tenso de la faena cuando toda la atención se centra en la presa y el ritmo respiratorio está determinado por su lejanía o acercamiento. "Y no sólo a los cazadores", murmuró. También a los soldados. Alejandro Magno pedía a sus oficiales que observaran las entrepiernas de los guerreros antes de entrar en combate.

El Land Rover avanzaba lentamente, esquivando los baches demasiado grandes y las pozas de profundidad sospechosas. Así lo sorprendieron los primeros albores del amanecer. La luna seguía brillando, como si dudara de la costumbre del sol que empezaba a emerger de las aguas del Atlántico. El conductor iba atento a los accidentes del camino. Apagó los focos. Su concentración le impidió ver la mirada de odio que le prodigaban los entumecidos teros desde lo alto de los postes del telégrafo, ni las nutridas bandadas de garzas que empezaron a surcar el cielo hacia el noroeste en cuanto el sol impuso su magnificencia. Aquellas aves venían de lejos, de tanto o más lejos que Galinsky, desde Las Malvinas o de Las Georgias del sur, buscando el abrigo de los fiordos al norte de la península de Brunswick.

A las seis y pico de la mañana detuvo el vehículo. Estaba en Tres Vistas. El lugar era tal como se lo describieran en la agencia de alquiler de vehículos: dos casas levantadas frente a frente, separadas por el camino, empeñadas en crear la ilusión de una calle.

Primero llamó a la puerta de la pensión sin obtener respuesta. Luego lo hizo en la pulpería y fue atendido por un anciano que lo miró entre amistoso y desconfiado.

– Sólo puedo ofrecerle mate y galletas -saludó el anciano.

– No tengo hambre. Busco a un amigo que vive cerca de aquí.

– Es que se fueron todos. No sé adónde. Tal vez me lo dijeron, pero lo olvidé. Se me olvida todo. Aguirre dice que son los años. ¿Le parece si mato una gallina?

– Mi amigo se llama Franz Stahl, ¿entiende? Es un alemán.

– Tal vez lo conozco. Quién sabe. Ahora no me acuerdo. Si no le gusta la gallina podemos matar un cordero, pero entonces tendrá que ayudarme. No tengo tantas fuerzas.

– ¿Puedo hablar con alguien más?

– No. Ya le dije que se fueron todos.

– ¿Quiénes son todos?

– Mi yerno Mansur, mi hija la mudita, el doctor Aguirre y el capador.

– ¿Adónde fueron?

– ¿ Quiénes?

– Mansur, el capador, su hija.

– No me acuerdo. Se fueron y me dijeron: nos vamos, no hagas cabronadas. Sabía para dónde iban, pero lo olvidé. ¿Matamos un cordero?

Galinsky estiró un brazo y agarró al viejo por el cuello. Lo remeció con violencia hasta sentir que sus quejas se confundían con el lastimero cloquear de los huesos. Vio pánico en los ojos del anciano.

– Escucha, viejo de mierda. Franz Stahl, el alemán. ¿Cómo llego hasta su casa? Franz Stahl. Franz Stahl. Repite conmigo.

– Franz…, suélteme badulaque: Ahora me acuerdo.

– Habla. ¿Cómo llego hasta la casa de Franz Stahl?

– ¿Tiene un caballo? Necesita un caballo.

– Tengo. ¿Cómo llego a la casa de Franz Stahl?

– Siga el camino hasta el puesto postal. Allí se mete a la pampa, hasta la quebrada. Al fin se ve la casa. ¿Dónde está su caballo?

– Escucha, imbéciclass="underline" para llegar a la casa del alemán sigo el camino hasta el puesto postal, entro a la pampa hasta la quebrada, ¿es así?

– Si lo sabe para qué pregunta, carajo. ¿Qáé hacemos con el cordero?

Galinsky soltó al anciano. Lo dejó mascullando maldiciones por no ayudarlo a matar un cordero. Fue hasta el Land Rover; sacó un mapa de la región y lo extendió sobre el asiento. Tal vez el anciano le había informado bien. Vio el punto que indicaba el puesto postal junto al camino. Al sur había un corto trecho de pampa y luego el mar. Hacia el norte vio marcados los signos de un accidente que podía ser un arroyo o una quebrada. Mucho más arriba corría el serpenteante China Creek, un río nacido en las faldas del Boquerón. Había también varios cuadraditos que representaban estancias ganaderas diseminadas junto al río. Un minúsculo círculo impreso al fin de la quebrada debía de ser la casa que buscaba. El anciano le tocó un brazo.

– Ahora me acuerdo -dijo.

– ¿De cómo se llega a lo del alemán?

– Se fueron al velorio. Todos se fueron al velorio.

– ¿Al velorio de quién?

– De su amigo el alemán. Mi sentido pésame.

El anciano permaneció con la mano estirada en medio del camino. Tosió y se restregó los ojos para seguir al vehículo alejándose entre una nube de polvo.

En la cumbre de la loma, Galinsky empezó a hacer unos ejercicios de relajamiento. Apretó primero los dedos de los pies, se llenó los pulmones de aire y lo fue soltando lentamente al mismo tiempo que estiraba los dedos. Luego repitió el ejercicio tensando los músculos de las pantorrillas de los muslos, del culo, del abdomen, hasta llegar a las cejas. Al final se sintió recorrido por una ola de bienestar que permitió olvidar temporalmente las siete horas que llevaba tendido sobre la hierba.