Había dejado Tres Vistas a las seis y treinta de la mañana. Al filo de las ocho divisó la construcción sobre pilotes del puesto postal y se internó en la pampa. Fue una penosa travesía la que hizo hasta alcanzar la quebrada. Las ruedas resbalaban sobre el pasto aceitoso y varias veces estuvo a punto de perder el control. Abandonó el Land Rover al comienzo de la quebrada, era imposible seguir con él por el suelo de pasto resbaladizo, de tal manera que se echó el macuto a la espalda y caminó manteniendo un ritmo ágil hasta las nueve y treinta de la mañana. La quebrada terminaba en la loma desde donde vigilaba la casa del bajo. Los separaban unos quinientos metros de pampa.
Al parecer el anciano de Tres Vistas había recuperado la coherencia en un buen momento. Desde la loma, Galinsky observó la casa con unos prismáticos. Junto a la casa contó nueve caballos. Dos de ellos sobresalían entre los demás por estatura y garbo. Eran caballos finos; en cambio los otros seis eran más bajos y peludos. Al examinar las sillas de montar ordenadas en el porche de la casa, descubrió que dos de ellas mostraban el emblema de las carabinas cruzadas de la policía chilena. Más tarde vio a los uniformados, cuando en compañía de un individuo de cabellera cana salieron de la casa para hacer un corto paseo. Ocho personas diferentes habían salido y vuelto a entrar luego de visitar una pequeña construcción alejada de la casa y a la que se llegaba por un sendero de tablones bordeado de manzanos. Dos eran mujeres. Galinsky dispuso ocho fósforos sobre la hierba, y les fue adjudicando las características que observaba en los habitantes conforme aparecían y desaparecían bajo
el techo de calaminas.
El sol empezó a bajar por el Pacífico. Galinsky recurrió una vez más a la tableta de chocolate.
"Es extraña la vida", se dijo, "llegué aquí con la determinación de eliminar a un hombre y me encuentro con que ya está muerto. ¿Qué le habrá ocurrido? ¿Un achaque propio de la edad? ¿Un accidente? ¿Recibió un aviso de su leal amigo Ulrich Helm y le falló el corazón?
Desde que la vio, Galinsky no tuvo dudas acerca del propietario de la casa. Con los prismáticos recorrió la construcción de madera y se detuvo en los batientes de las ventanas. En todos ellos vio grabada la puerta de las tres torres coronadas por dos estrellas de David y una cruz cristiana. El peso de la nostalgia o la fuerza de la costumbre delataban a Hans Hillermann; aquélla podía ser una casa de Bergedorf, Curslack o de cualquier villorrio junto al Elba. Sólo la brillante techumbre de calaminas traicionaba la fidelidad arquitectónica.
Frank Galinsky vio el sol brillando como una enorme bola de fuego en el oeste. Calculó que aún quedaban unas dos horas de luz diurna y sin dejar de preguntarse qué diablos hacían con el muerto sacó del macuto una delgada bolsa de dormir. Se metió en ella cubriéndose hasta la cabeza y se llevó los prismáticos a los ojos. Parecía un gusano gigante mirando la puesta de sol, pero Galinsky tenía la vista fija en los dos hombres que en ese momento salían de la casa, se alejaban unos cien metros y empezaban a cavar un agujero rectangular.
4 Tierra del Fuego: larga noche austral
Las dos edificaciones que componían Tres Vistas se veían como el ojo de una aguja abierto en medio del camino. Llegué allí cuando las sombras se adueñaban del paisaje. Las dos casas eran de madera, y las techumbres de coirón les daban un aspecto de animales en descanso. Una estaba decorada por un descomunal anuncio de Anís del Mono, y justo bajo las asentaderas del simio gemelo de Charles Darwin se leía un rótulo escrito con pintura oscura: PULPERIA DE UN CUANTO HAY. La otra casa mostraba un discreto anuncio pintado en un tablón: PENSION MANSUR. No se veía luz en ninguna de ellas. Antes de apagar el motor hice sonar el claxon. De la pulpería se asomó un vejete portando una lámpara de carburo.
– No están. No hay nadie -dijo escudriñándome.
– Usted es alguien, abuelo.
– Pase. Si quiere algo lo toma y anota el precio. Me dijeron que no haga cabronadas y que no me meta en el negocio.
Lo seguí dudando. No se veía fácil hablar con ese viejo. Abrió la puerta de la pulpería y me indicó una silla. Adentro olía a especias, a café, a yerba mate, a tabaco, a los mil artículos ordenados en aparadores y cajones, entre utensilios de labranza, ollas, baldes y aperos de montar. Me tendió una gran calabaza de mate.
– ¿Tiene hambre? Si quiere puedo matar una gallina, de las mías. ¿O prefiere un pedazo de cordero?
– Con el mate basta. Gracias. Abuelo, ando buscando a un alemán…
– Todos buscamos algo en la vida. Yo también busqué, pero no sé qué. Lo olvidé. Se me olvida todo. Aguirre dice que no debo comer carne.
– ¿Quién es Aguirre?
– ¿Aguirre? El doctor. Cura la sarna de las ovejas y la aftosa de las vacas. También cura a la gente, a veces. ¿Por qué busca al alemán?
– ¿Lo conoce? Tengo un encargo para él. Es un asunto urgente.
– Quien sabe. Tal vez lo conozco. Ahora no me acuerdo. Espere a mi yerno. El conoce a todo el mundo.
– ¿Dónde está su yerno? ¿Puede llamarlo?
– Se fue. Todos se fueron. Pero volverán. Tenga paciencia.
– ¿Sabe adónde fueron?
– Me dijeron, pero lo olvidé. Ya le dije: lo olvido todo. Hay huevos cocidos. ¿Le traigo un par?
Vi moverse al viejo hasta un cuarto cercano. Al poco rato regresó con una bandeja de huevos cocidos y una barra de pan de aspecto marmóreo; la dura galleta de los gauchos. Me invitó hasta una mesa. En el mostrador había varias botellas de vino argentino. Tomé una y fui hasta el viejo.
– Coma. No escuché a su caballo. cDónde lo dejó?
– Vengo en moto. ¿Sabe lo que es una moto?
– Boludeces. Mariconerías. Los hombres viajan a caballo.
– Abuelo, ayúdeme. El alemán que busco se llama Franz Stahl y vive cerca de aquí. ¿Lo conoce?
– No me acuerdo. He conocido a muchos alemanes, buenos y malandras. Así es la vida. Si todos fueran buenos sería muy aburrida. También he conocido a gringos y croatas. Al norte del estrecho estálleno de croatas. No me gustan.
– Tómese un vino, abuelo. Franz Stahl. Franz, tal vez le dicen Francisco.
– Francisco fue un cacique. Francisco Calfucurá. De eso me acuerdo. De cuando se veían indios por aquí. Ya no quedan. Los gringos los mataron. Malandras. Los croatas también mataron indios. Ya le dije que no me gustan. Se comen los conejos. Boludos. Habiendo tanto cordero hacen daño a esos pobres bichos. ¿Juega truco? Cuando vuelva mi yerno y el doctor podemos echar unas manos.
Aquel viejo tenía los recuerdos diseminados como las piezas de un caleidoscopio y ordenárselos se veía como una larga tarea. Escuchándolo soltar frases que para él estaban llenas de sentido pensé en Verónica, en ti, Verónica, mi amor. ¿Ocurría lo mismo contigo? ¿Era tu silencio ausente un mundo de cristalitos que nadie, ni tú misma, conseguía disponer en su geometría exacta? Pero aquel viejo por lo menos hablaba, en cambio tú, mi amor, habías perdido hasta la arquitectura de las palabras.
Bebía de aquel vino áspero y fuerte cuando escuché ladridos de perros y ruido de cascos acercándose. El viejo encendió varias lámparas.
Primero entró un hombre de gruesa contextura, lo siguió una mujer pequeña y de ojos brillantes, enseguida otro individuo de cabellera cana y gruesos lentes con marco de carey. Me observaron extrañados.
– Debe unos huevos y dos botellas -dijo el viejo.
– Está bien, suegro. Anda a la cama -respondió el hombre grueso.
– ¿Es usted Mansur, el de la pensión?
– Sí. La pensión y la pulpería me pertenecen. ¿Me buscaba?
– Me manda Carlos Cano. Dijo que usted podría ayudarme.
– ¿Y usted, tiene también un nombre?
– Belmonte. Juan Belmonte.
– Como el torero. Yo soy Romualdo Aguirre. Matasanos -se presentó el de los lentes de carey.
– Ana, mi mujer. Es muda, pero escucha bien. Todo es cuestión de alzar un poco la voz -dijo Mansur estrechándome la mano.
– Busco a un alemán. Se llama Franz Stahl. ¿Lo conocen?
Los recién llegados se miraron entre sí. Mansur tocó un brazo de su mujer y ella fue hasta el cuarto contiguo.
– Llega tarde, paisano. Doctor, hable usted con el amigo. Voy a desensillar los caballos.
Romualdo Aguirre tomó tres vasos y se sentó frente a la mesa. Me ofreció un cigarrillo. Sirvió vino y antes de hablar movió la cabeza.
– Supongo que viene de Alemania.
– Hablemos claro, doctor. ¿Cómo lo sabe?
– No lo sé. Lo supongo. El hombre que busca, Franz Stahl, está muerto. Hace unas horas lo enterramos. Se voló los sesos con una escopeta.
El nombre de Galinsky me rasguñó la lengua. Llegaba tarde. Es muy simple simular un suicidio con una escopeta.
– ¿Cuándo ocurrió?
– Ayer por la noche. Se comportó de manera muy extraña los últimos días. ¿Es usted el que preguntó por un tal Hallmann, o Hillman en el correo de Punta Arenas?
– No. Pero creo que sé de quién habla. Se notaba extraño…, ¿qué más?
– Así, no. El que tiene mucho tema de conversación es usted -dijo Mansur desde la puerta.
Ana también se unió al grupo. Con manos enérgicas cortó trozos de queso de oveja, pan y pedazos de charqui, esa fuerte carne seca de caballo que mi paladar había olvidado. Mansur descorchó otra botella de vino. Me sentía expuesto al veredicto de un jurado y, mientras buscaba las palabras precisas para hablarles del hombre que acababan de dejar bajo tierra, algo, ese algo inexplicable que rodea las muertes de quienes vivieron intensamente, me indicó que en la muerte del alemán había mucho de carta bien jugada, de carta de triunfo de mueca sarcástica dirigida a Kramer, al Mayor, a Galinsky, a Galo y a todos los hijos de puta que se lanzaron a cazarlo. Y fue ese mismo algo, inefable, el que me hizo ver en esa muerte un guiño de amigo, de compañero, dedicado a Ulrich Helm, el otro protagonista de la historia, el que la pasó peor.