– Asiento. Y con las manos tocándose los hombros.
Obedecí. Despegó el cañón de mi oreja y sin dejar de apuntarme se sentó en el borde de una mesa.
– ¿Quién eres? -preguntó.
– Eso no importa, Frank Galinsky.
El hombre que me apuntaba con una Colt nueve milímetros medía su buen metro noventa. Tenía el cabello rubio, bien cortado, y sus ojos azules no pudieron evitar la expresión de sorpresa.
– ¿De dónde sabes mi nombre?
– Dejaste muchas pistas. Demasiadas. El Mayor no volverá a confiar en ti.
– Veo que sabes mucho. ¿Qnién diablos eres?
– Me llamo Juan Belmonte. Nunca antes nos vimos, hasta ahora.
– Como el famoso torero. Háblame de mis errores.
– Uno: debiste limpiar la casa de Moreira luego de matarlo. Estuve allí y di con la llave de la casilla. Dos: le escribiste usando las iniciales de tu chapa, Deckname: Werner Schroeders. Eso dice en tu acta de la policía alemana. Tres: dejaste vivo al viejo de la pulpería. Son muchas fallas para un ex oficial de inteligencia. Demasiadas para un hombre de Cottbus.
– Nos volvemos viejos. Pero te aseguro que contigo no cometeré faltas. Supongo que sabes lo que busco.
– Desde luego. No fue necesario matar a la mujer. También vengo de Alemania tras la Colección de la Media Luna Errante. Pero hay una gran diferencia entre nosotros: yo sé dónde están las monedas.
– Formidable. Así podemos negociar. Te ves como un tipo bastante apegado al pellejo. Lo que hice con la mujer será un juego de niños comparado a lo que haré contigo.
– Te creo. Uno que toda su vida no fue más que un repugnante fascista rojo no conoce escrúpulos. Pero no te será fácil. Ella también conocía el escondite de las monedas. ¿Te das cuenta, Genosse? No eres sino un puñado de basura incapaz de actuar sin que te dirijan. Pura basura. Eso es lo que eres. Un Ossi.
Lo vi apretar la empuñadura de la Colt. El brillo de sus ojos delataba que los deseos de meterme un tiro le agarrotaban las manos. Quería matarme pero no sin comprobar la veracidad de mis palabras. Tenía que ganar tiempo. Mansur, Aguirre y Ana debían de estar en camino.
– Voy a contar hasta tres. ¿Dónde están las monedas? Uno.
– ¿Me crees un idiota? Estás lleno de dudas. No vas a tocarme un pelo antes de hacerme hablar. ¿Eran todos tan idiotas en Cottbus? ¿O es un problema de alimentación?
– … dos…
– Conforme. Si vas a eliminarme, es bueno que sepas que te debo algo. Siempre quise meterle un par de tiros a Moreira. Eramos viejos conocidos. Debió de contarte lo que hizo en Nicaragua. Yo estuve allí. Tienes a un guerrillero frente a ti, Galinsky. A uno que pudo probar su valor. Además de apretar el culo en los desfiles, ¿estuviste alguna vez en acción?
– … tres…
La bala me entró por el empeine izquierdo.
Sentí el golpe que me aplastó el pie contra el suelo
luego la quemazón y enseguida el dolor que fue subiendo por la pierna.
– Estuve en Angola y Mozambique. Los chicos de Zamora Machel me enseñaron bastante esta clase de juegos. Si como dices fuiste un guerrillero, debes conocerlo. Se empieza por un pie, se sigue por el otro, y así vas ganando porciones de plomo. Vamos a jugar otra ronda. Uno…
El dolor trepaba por la pierna. Unos hilos de sangre empezaron a deslizarse por el zapato. Recordé los dos perros muertos. Una Colt como la que Galinsky esgrimía suele tener un cargador de nueve tiros. Todavía le quedaban seis.
– ¿Dónde aprendiste español? Lo hablas con acento centroamericano. ¿Conoces la expresión "te jodiste, cabrón"? Eso mismo es lo que acabas de hacer. Te jodiste. Hillermann escondió las monedas muy lejos de aquí. Tendrás que cargarme. Te jodiste, cabrón.
– .. dos…
– El idioma español tiene una larga lista de insultos y todos te vienen como regalados. Cabrón pendejo, huevón, hijo de puta, mal parido, capullo, gilipollas, saco de huevas, pero el mejor insulto para ti viene de tu propia lengua: Ossi.
– No has entendido las reglas del juego. ¿Por qué los insultos? Después de todo tú y yo somos compañeros. Tú luchabas para construir el socialismo y yo lo defendía. Tres…
Alzó lá pistola y me dejé caer de la silla al tiempo que el estampido de la escopeta estremecía la estancia. Galinsky saltó de la mesa impulsado por el impacto de la doble perdigonada y cayó cerca de mis pies con el pecho convertido en un manantial de sangre y tripas.
Carlos Cano. Permaneció,parado en el umbral de la puerta.
– ¿Por qué esperaste tanto antes de tirar? -me quejé desde el suelo.
– Me gustó la lista de putadas. Mierda. Te agujereó una pata.
Aguirre, Mansur y la mudita entraron después de Cano. Trémulos ante la carnicería no sabían qué hacer. Ana se aferró al pecho de Mansur conteniendo las arcadas.
– Aguante, que le voy a quitar el zapato -dijo Aguirre.
– Yo lo sujeto. Este tiene el pellejo duro -apuntó Cano.
La bala había entrado y salido limpiamente. Aguirre opinó que los huesos se veían bien. Desinfectó la herida, y luego de vendarla se ocupó de los cuerpos de Griselda y de Galinsky.
– Cano, ¿cómo llegaste aquí?
– No sé. Supongo que me interesó la historia del tesoro. Cuando ayer vi que te alejabas, pensé que tal vez podía echarte una mano y regresé a Puerto Nuevo. Pasé la noche allí. Al amanecer aparecí por Tres Vistas justo cuando los amigos venían para acá. Vimos los perros muertos, le pedí a Mansur la escopeta, y ya conoces el resto.
– No está mal para un descolgado.
– ¿Y las monedas? ¿Verdad que sabes dónde están?
– ¡Hijo de la grandísima puta! ¡Estuviste ahí afuera todo el tiempo!
Cano se encogió de hombros. Encendió un par de cigarrillos, me puso uno en la boca, y nos largamos a reír a carcajadas. Aguirre esperó pacientemente a que nos calmáramos.
– Yo sé dónde están. Llévese esa mierda -dijo, y con un gesto nos pidió qne le siguiéramos.
Afuera, varios pajarracos negros planeaban en círculos sobre nuestras cabezas.
6 Santiago de Chile: último café
Me temblaban las piernas al cruzar la puerta del pequeño bar. Ocupé el taburete más próximo a la salida para observar desde allí la calle y la cercana casa. Pedí un café, y el mozo respondió con una larga disculpa que finalizó con alabanzas para el Nescafé. Respondí que no tenía importancia y mientras esperaba descubrí que, pese al calor, al sol matinal, a los árboles frondosos, Santiago se mostraba sumido en una atmósfera opaca, definitivamente de tristeza. La ciudad está triste. Así tituló Díaz Eterovic la única novela negra que se ocupa de Santiago y que alguna vez leí en Hamburgo. La ciudad está triste. Mierda, Belmonte, tienes que juntar fuerzas para cumplir con la mayor de las empresas. Juntar fuerzas para salir de ahí y cruzar la calle.
Cruzar la calle. Nada más, Verónica, mi amor. Cruzar la calle, tocar el negro pezón de baquelita del timbre y ya estaré contigo, enfrentando por fin tu realidad de ausencia y silencio. Tengo miedo. Déjame entonces que termine de beber el último café de todos estos años de distancia.
Desde el bar miré largamente la casa de la señora Ana. La herida del pie dolía todavía, pero no me importaba. Revolviendo la taza repasé por última vez lo ocurrido en la lejana Tierra del Fuego.
Apenas tres días atrás, Aguirre había trepado al reluciente techo de calaminas de la casa de Hillermann. Cano lo siguió. Con un martillo fueron soltando los clavos que fijaban las planchas de zinc y de entre las junturas sacaron las malditas monedas de oro. Astuto alemán. Incluso se dio el trabajo de impregnarlas de brea para ocultar su brillo.
Una tras otra cayeron allí donde me encontraba. Con una navaja raspé la capa de brea y apareció el brillo conservado por la ambición a través de los siglos en las sesenta y tres monedas frías, tan frías como la media luna que las adornaba.
– Llévese esa mierda -dijo Aguirre. Y toda aquella riqueza quedó dispersa sobre la hierba unida al estiércol de los agotados caballos, mientras él, Cano, Mansur y la mudita se ocupaban respetuosamente de los muertos.
– Supongo que hay que dar cuenta de todo esto a la policía -dije mientras guardaba las monedas.
– Váyase. Si avisamos a los carabineros, se correrá la voz, otros supondrán la existencia de más oro y esto se llenará de indeseables. Lárguese y preocúpese de que esa mierda se aleje de la Tierra del Fuego. Nosotros sabemos qué hacer con los muertos -indicó Mansur.
– Tienen razón. Los tesoros son valiosos nada más que como tema para charlar durante los inviernos -agregó Cano.
Desde el aeropuerto de Punta Arenas llamé a Kramer.
– Tengo su basura. Toda.
– Bravo, Belmonte. Sabía que no me fallarías. ¿Fue difícil?
– Qué importa. Ahora le corresponde cumplir con su parte del trato.
– Apenas tenga esos objetos sobre mi escritorio.
Dejé unas monedas sobre la mesa y cojeando salí del bar. La ciudad seguía triste, aunque fuera verano, aunque ni una sola nube se interpusiera entre los hombres y el cielo, aunque ningún pájaro negro planeaba sobre mi cabeza, y así empecé a cruzar la calle, pensando, Verónica, mi amor, pensando por qué tememos tanto mirar de frente a la vida los que hemos visto los áureos destellos de la muerte.
Hamburgo 1993 – París 1994