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Abrí. Un petisito con un pasamontañas azul metido hasta las cejas y que se empeñaba en expresarse en una mezcla de alemán, inglés e idioma de sordomudo, me enseñó un atado de herramientas.

– Lo siento. No compro nada -le dije.

– No. La calefacción. ¿Comprende?

Le dejé pasar. Llegó hasta el radiador, se hincó, soltó un perno, del agujero empezaron a caer gotas de agua aceitosa, volvió a ajustar el perno, palpó por todas partes, movió la cabeza, echó mano de un walkie-talkie y habló en chileno clásico:

– La cagamos, huevón. Te lo dije, over. ¿Cómo? O sea que yo tengo que ir por todos los pisos dando explicaciones. A mí no me entienden, huevon, over

El petisito permaneció algunos segundos con el artefacto pegado a la oreja, mas al parecer su colega había decidido cortar la comunicación.

– ¿ Chileno? -pregunté.

El petisito hizo una señal de afirmación con la cabeza. Seguía esperando a por la voz de su compañero.

– ¿Y qué va a pasar con la calefacción? Estamos en invierno.

– Parece que atascamos la tubería central. El problema es saber dónde está el atasco. Vamos a tener que desmontar los radiadores de todos los pisos. Flor de cagada, jefe.

– Entonces empieza por éste, yo debo salir dentro de poco.

– No es tan simple. Hay que esperar al ingeniero. Esto va para largo.

– ¿Y qué hacemos? No me pueden dejar sin calefacción.

– No se preocupe. Usted nos deja la llave, pero antes debe firmarnos una autorización para entrar en su piso. Aquí tengo un formulario.

El petisito me entregó una hoja que rellené cumpliendo con la obsesión alemana por las biografías, firmé, y la devolví junto con una copia de la llave del piso.

– Bueno, ahora voy a avisar a los demás inquilinos. Y no se preocupe que cuando regrese tendrá el calefactor funcionando -dijo antes de salir.

– Eso espero. No tengo vocación de pingüino.

En el cuarto de baño descubrí que tampoco había agua caliente, y cuando me resignaba a una afeitada en seco escuché que de nuevo llamaban a la puerta. Abrí, y ahí estaba otra vez el petisito, con el papel que le firmara en una mano y una sonrisa de oreja a oreja.

– ¡Feliz cumpleaños!

– ¿Cómo? No te entiendo.

– Está de cumpleaños. Mire, aquí anotó su fecha de nacimiento. ¿Se da cuenta? ¡Feliz cumpleaños!

Cuarenta y cuatro. Petiso de mierda. Capicúa. Sentado en el inodoro resolví que no valía la pena darle vueltas al asunto. Cuarenta y cuatro. En un sujeto como yo, el único mérito de haber llegado a esa edad es justamente eso: haber llegado a ella. Feliz cumpleaños. Encendí el primer pitillo del día y vi los libros amontonados en el alféizar de la ventana. Ahí estaban las historias de Paco Taibo, de Jürgen Aberts, de Daniel Chavarna, que solía leer entre cagada y cagada con el innegable placer de los pequeños desquites, porque en ellas los individuos que sentía de mi bando perdían indefectiblemente, pero sabían muy bien por qué perdían como si estuvieran empeñados en formular la estética de la más contemporánea de las artes: la de saber perder.

El frío me expulsó del piso. Al cerrar la puerta con doble llave sentí una punzada en los riñones y me pregunté si no sería la súbita certeza de cumplir los cuarenta y cuatro. Empecé a bajar las escaleras. Al llegar al descanso del segundo piso me topé con una pareja de vecinos que subían cargando bolsas de compras. Eran unos vecinos bastante peculiares y dados al deporte de otomanizarlo todo. El tipo practicaba una costumbre epistolar con el mayordomo, y en sus cartas denunciaba como molestas costumbres turcas cualquier cosa que yo hiciera. Si escuchaba tangos a bajo volumen, escribía quejándose de mis liturgias musulmanas y, si ponía algún disco de salsa, entonces sus reclamos apuntaban a la dudosa moralidad de un turco que vivía sin mujer conocida. Les deseé buenas tardes sin el menor interés por que se cumplieran. El tipo respondió con un gruñido, lo que demostraba que no era sordo, pero de la mujer no recibí la menor respuesta, pues se desgañitaba gritándoles a los

chicos que subieran de una maldita vez. Seguí bajando y me enfrenté a las miradas desconfiadas de dos niños.

– ¿Qué tal, enanos?

– No somos enanos y tú eres un tío muy vago -respondió uno.

– ¿Y cómo lo sabes?

– Porque nuestros padres nos dicen que debemos estudiar para no ser como tú, el turco vago que se levanta a las cinco de la tarde -precisó el otro.

– Cántenme algo. Hoy es mi cumpleaños.

– Los extranjeros no tienen cumpleaños -indicó el primero, pero no alcanzó a decir más porque la amorosa voz materna amenazó desde las alturas con una tunda.

Noche. En la calle, el frío de febrero arqueaba los lomos de los caminantes obligándoles a buscar algo inencontrable en el suelo. Alcé el cuello del abrigo y eché a andar con las manos en los bolsillos. Noche. Hasta finales de marzo seguiría sin ver la luz del día, pero aquélla no era una razón para quejarse. Cuando llegaran los interminables días del verano desearía con vehemencia la oscuridad nocturna que hermana a todos los gatos.

Como todas las tardes, un respetable río de orines bajaba por las escaleras del metro. Esquivando las pozas me acerqué a los automáticos de billetes. Como siempre, de los cinco sólo funcionaba uno y, como siempre, junto a las máquinas un puñado de eufóricos borrachos trataba de despachar una bandeja de latas de cerveza en el menor tiempo posible. Metí las monedas del importe.

– ¿Eh? cDesde cuándo aceptan cerdos en el metro? -escupió uno.

– Lárgate a Anatolia, Mustafá -gruñó otro.

Aunque eran casi las seis de la tarde me pareció que el día comenzaba bastante bien. Sin calefacción, insultado por dos enanos, y luego esos muchachos que apestaban a meados. Una de las ventajas de vivir en Hamburgo consiste en que a menudo se encuentran posibilidades de mover el cuerpo. Un nazi es algo así como un putchingball parlante que implora por un par de sopapos, aunque muchos intelectuales decididamente cobardes bajo su disfraz de pacifistas intenten convencerme de que, por ejemplo, en esa banda de borrachos no debo ver a nazis, sino a desencantados del sistema, víctimas alejadas del consumo, como si el nazismo no fuera la quintaesencia de la mierda.

– ¿Te largas o no, cerdo Kanáka? -consultó otro.

Sí. Aunque eran casi las seis de la tarde el día empezaba bien. "Feliz cumpleaños", me dije, haciendo volar el pie izquierdo hasta la bandeja de latas de cerveza.

Los muchachos retrocedieron hasta una distancia prudencial para desde allí, insultarme mientras yo reventaba latas de cerveza a pisotones. "Feliz cumpleaños", me repetí dando los últimos pasos de aquella danza demoledora y luego me alejé hacia el andén con los zapatos llenos de espuma.

El vagón del metro iba repleto de individuos silenciosos. Algunos me observaron con la evidente desaprobación de todos los días, para volver al curso de alfabetización que les ofrece el Big. Compañeros de un breve viaje de cinco estaciones. Tal vez nunca he coincidido con los mismos, pero siempre los veo iguales. Cansados luego de ocho horas de trabajo en fábricas u oficinas, sin la energía ni el deseo de entrar a un café cálido y sentarse a decidir en qué emplear las dulces horas del ocio bien ganado. Herméticos, dando sorbos a la infaltable lata de cerveza tibia, camino de un hogar silencioso, de un pan silencioso, de unos pepinillos silenciosos, de unas lonjas de salchichón tristísimo de unas pantuflas incómodas pero que preservan la moqueta, de una cerveza y otra y otra más, frente al televisor a muy bajo volumen para comprobar si el vecino de arriba respeta las leyes del silencio.

Uno de los pasajeros se acercó hasta un afiche de la Oficina del Trabajo. Leyó, de un bolsillo sacó un lápiz y anotó algo en el borde del periódico. También me acerqué al afiche. Informaba de la conveniencia de la capacitación laboral. Nunca es tarde para aprender.

¿Y qué podría aprender un tipo como yo a los cuarenta y cuatro años?

Tenía un empleo y debía conservarlo pues las posibilidades de encontrar otro, a no ser cargando bananas congeladas en el puerto, no eran como para saltar de júbilo. ¿Para qué diablos sirve un tipo como yo? ¿Para qué diablos sirve un ex guerrillero a los cuarenta y cuatro años? En la Oficina del Trabajo de Hamburgo no verían con buenos ojos mi solicitud de capacitación laboral si en el apartado Qué sabe hacer ponía: Experto en técnicas de chequeo y contra chequeo, sabotajes y ramos similares, falsificación de documentos, producción artesanal de explosivos, doctorado en derrotas.

Tenía un empleo que me permitía dormir por las mañanas y, luego de despertar, empleaba unas horas leyendo historias criminales sentado en el inodoro o en la tina de baño. Por las tardes oficiaba de discreto encargado del orden en el Regina, uno de los últimos cabarets de la Grosse Freiheit. La Calle de la Gran Libertad.

El trabajo no era en ningún caso agobiante ni requería de complicaciones analíticas. Se trataba de llamar a la mesura a los vejetes que, encandilados por un par de tetas, intentaban subir al escenario para comprobar si tales portentos eran truco de siliconas o genuina carne de hembra. También debía explicar a los discutidores de los reservados que las chicas de gargantas profundas no hacían temporada de rebajas y de vez en cuando me correspondía atizar un soplamocos a los avaros que trataban de llevarse sin pagar las braguitas de las estriptiseras. No estaba mal eso de ser un matón de burdel así que opté por ignorar las sugerencias de la Oficina del Trabajo.