Al salir de la estación del metro el frío mordía las carnes, y las primeras putas vestidas de astronauta ocupaban sus metros cuadrados de calle frente al cuartel policial de la Davidstrasse. Sobándome las manos caminé hasta el Imbiss de Zelma.
Apenas abrí la puerta del chiringuito, el calorcillo reinante y el aroma del Kebab asándose vertical y chorreante me dispuso a celebrar mi cumpleaños. Zelma, gorda como un tonel, le envolvía a una chica dos porciones de pimientos rellenos.
– ¿Qué tal, coterráneo? -saludó.
– Con hambre, coterránea. Con mucho hambre.
– Y con frío, coterráneo. Estás tiritando. Anda sírvete un vaso de té.
La chica recibió el paquete. Mientras pagaba preguntó:
– ¿Por qué hablan alemán entre ustedes? ¿No son coterráneos?
– Este es turco a la fuerza -indicó Zelma.
– No. Por ósmosis -aclaré.
– No entiendo -dijo la chica.
– tSabes lo que es la ósmosis? Es el paso, forzado o voluntario, de dos líquidos de diferente densidad a través de un tubo. A los turcos los hacen pasar por el tubo del odio a fuerza de putadas. Yo no soy turco, por lo tanto merecería pasar por otro tubo, pero me meten en el mismo.
– Bien explicado, coterráneo. Tú deberías estar en el magisterio -opinó Zelma.
– Demasiado complicado para una estudiante.
Pero tienes aspecto de turco -agregó la chica y salió con sus pimientos rellenos.
El té caliente, dulce y aromático, me hizo olvidar el frío. Entraron dos muchachos y ordenaron Donner Kebab. Con el vaso de té en las manos vi a Zelma cortar trocitos de la dorada carne de cordero y meterlos en los livianos panes turcos. Era gorda como un barril, pero se movía con la gracia de una bailarina. Tal vez alguna vez bailó la danza del vientre electrizando a tipos bigotudos. Un pañuelo blanco le envolvía la negra cabellera y el brillo infantil de sus ojos oscuros dejaba suponer que tomaba la actividad comercial como un juego. Generaciones de putas se habian alimentado en el Imbiss de Zelma, las fiaba en las épocas de vacas flacas, algunas pagaban con dinero y otras con insultos, pero Zelma jamás perdía ni el humor ni el brillo de la mirada.
– Ahora sí, coterráneo. ¿Qué vas a comer?
– Algo muy bueno. Estoy de cumpleaños.
– ¡Alí! -llamó Zelma, y del fondo del chiringuito apareció Alí, el esposo, con los ojos enrojecidos de picar cebollas.
A los pocos minutos estaba sentado frente a una bandeja con berenjenas fritas, pimientos rellenos, queso de cabra, peperones, cordero asado y delicados dulces de hojaldre con miel.
– No sé cómo me voy a comer todo esto -dije.
– Con vino -indicó Zelma-. Alí, ¿qué estás esperando?
Alí descorchó una botella de vino portugués y me preguntó cuántos años cumplía. Se lo dije comiendo a cuatro carrillos.
– Cuarenta y cuatro -empezó a decir mientras pasaba cuentas de su rosario-, cuarenta y cuatro. Cuando yo cumplí tu edad decidi que era tiempo de pensar en el regreso a la patria. Con nuestros ahorros podíamos montar un restaurante en Turquía, pero Zelma, ya sabes cómo es, se negó a salir del barrio. Tú deberías pensar en el regreso, muchacho. El tiempo pasa muy rápido y uno se va quedando.
– Joder, Alí. ¿También tú me quieres echar de Alemania?
La risa de Zelma llenó el local, y no paró de reír hasta que juntos me cantaron el Happy Birthday to you.
Cuando salí a la calle había empezado a llover. Los anuncios de los sex shops se reflejaban en el asfalto y los chulos pasaban en sus Mercedes deportivos controlando la carne expuesta bajo los paraguas. Acababa de festejar mi cumpleaños, y en forma, o por lo menos así lo atestiguaba el sabor de las especias pegado al paladar. Pero también llevaba algo en las orejas y eran las palabras de Alí.
Regresar, volver. Volver con la frente marchita, las nieves del tiempo etcétera. ¿Volver adónde? Lo único que me esperaba en Chile era la convicción de una venganza imposible. No. No era lo único. Había alguien, una persona, una mujer, que tal vez me esperaba, o que tal vez ni siquiera se había percatado de mi ausencia porque toda ella era ausencia y lejanía. Muchas veces me abofeteé la cara para ponerme de frente a la realidad. "Vamos", me dije, "estás en Europa, en Occidente, en Alemania, en Hamburgo, latitud tanto", pero fue como pegarle a la indefensa imagen que ofrece un espejo, porque las rebeldes neuronas se encargaron de recordarme que vivía en el país de nadie que algunos eufemísticamente llaman exilio.
Se exilia el que no conoció más que un lado de la medalla y fomenta sus errores más allá de donde los aprendió, pero el¨ que atravesó todo el túnel descubriendo que los dos extremos son oscuros se queda preso, pegado como una mosca a la cinta impregnada de miel. La luz no existía. No fue más que una invención afiebrada, y la claridad ortopédica del lugar que habitas te dice que vives en un territorio sin salida y que cada año que pasa, en vez de entregarte serenidad, sabiduría, astucia, para intentar la huida, se transforma en un eslabón más de la cadena que te ata. Y te puedes mover, o creer que lo haces, avanzar en cualquier dirección, pero las fronteras irán también alejándose en progresión geométrica a la longitud de tus pasos. No, Alí. De aquí no salgo, a menos que ocurra un milagro, y los viejos guerrilleros no tenemos ni tiempo ni ánimos como para aferrarnos a nuevos mitos. Bastante difícil es cuidar de las sepulturas de los que tuvimos. En el fondo, Alí, lo que tengo
es miedo de morir en cueros. Durante años busqué como tantos, la bala que llevaba mi nombre entre las huellas de las estrías. Era la llave de una muerte digna, vestida con el traje elemental de creer en algo. Pero todo acabó, se esfumó la creencia, el dogma no fue más que una anécdota pueril y me quedé desnudo, despojado de la más grande perspectiva que marcó a los sujetos como yo: morir por algo llamado revolución, y que era semejante al paraíso que aguarda a los pashdarán islámicos pero con música de salsa.
Entré al Regina cuando el shower había comenzado. En el escenario una chica simulaba masturbarse con un boa de plumas. Ocupé mi lugar en la barra, mientras a mi lado Big Jim revolvía el sorbete preparado con medio litro de leche, seis huevos, un puñado de pimienta y un vaso de ron. Lo despachó sin pausas y, al acabar, como siempre masculló eclass="underline" "Mierda", que se complementaba con un gesto de repugnancia. Antes de subir al escenario me palmoteó la espalda.
– Lleno total. He contado cuatro gatos.
– Mala noche, negro. Tal vez mejore para la segunda vuelta.
Big Jim era un paquete de músculos cubiertos por una tensa pátina negra. Envuelto en la capa de poliéster que imitaba la piel de un leopardo esperó a un costado del escenario a que el showman lo presentara.
– Respetable público del Regina…, bueno, es una manera de decir, nadie debe sentirse ofendido. ¡No tan respetable público del Regina! ¿Ahora sí? Directamente llegado de Nueva Orleans el coloso del peep show americano. ¡Big Jim Splash, el follador telepático!
Los cuatro gatos de la sala abuchearon mientras Big Jirn avanzaba hasta el centro del escenario arrastrando un taburete. Allí esperó a que el pinchadiscos arremetiera con el primer movimiento de Also sprach Zarathustra para quitarse la capa y quedar en bolas.
Los cuatro gatos de la sala eran fonéticamente identificables como bávaros. Con seguridad no entendieron qué quería decir eso de follador telepático y con espasmos guturales quisieron dar a entender que venían a ver a hembras en cueros, en ningún caso a machos, y mucho menos a un negro pero cuando Big Jim se sentó en el taburete y, moviendo las caderas, hizo oscilar como un péndulo el buen palmo lacio de su virilidad, entonces se produjo el silencio respetuoso que todos los artistas agradecen.
– Mierda de noche. Y tengo que ganar para el arriendo -dijo Tatiana la polaca.
El frío inhibe. Cuatro gatos -le respondí.
– Cinco. En un reservado hay un tipo en silla de ruedas. Quise hacerle compañía pero tiene un perro asqueroso que no me dejó.
Miré hacia los reservados. Divisé al hombre sentado en una silla de ruedas. Había un balde champañero sobre su mesa. El perro debía de estar debajo.
En el escenario, Big Jim apretaba las manos y las nalgas con los ojos cerrados. La verga había ganado espacio y apuntaba hacia el público su cabezota morada. Big Jim empezó a rechinar los dientes en tanto sus caderas se agitaban en un movimiento ondulatorio.
– ¿Me pagas una grapa? Estoy sin una perra -se quejó Tatiana.
– Una sola. Tienes que hacer tu número. Mira. El negro está a punto de soltar las cabras.
– Negro puto. No sé cómo lo hace. Me lo he llevado tres veces a la cama y no funciona. ¿Has visto lo feliz que se pone cuando hay mujeres entre el público y se pelean por sobarle la pija?
– A mí nunca me has invitado a la cama.
– Cierto. Será porque eres como un hermano y no se folla entre hermanos. ¿Sabes que tienes algo de fraile? No te enojes. Gracias por la grapa.
Los movimientos ondulatorios de Big Jim se transformaron en un baile frenético. El sudor corría por el rostro del follador telepático. De pronto se puso de pie, alzó los brazos, los cruzó sobre la nuca, se empinó para que su verga alcanzara la máxima longitud y, entonces, al tiempo que soltaba una queja nacida del fondo de los huesos, la hendidura del glande se dilató para escupir chorros de semen que alcanzaron las mesas vacías de la primera fila.