Выбрать главу

Yevgueni Zamiatin

Nosotros

Anotación número 1.

SÍNTESIS: Una reseña periodística. El escrito más inteligente. Un poema.

Dentro de ciento veinte días quedará totalmente terminado nuestro primer avión-cohete Integral. Pronto llegará la magna hora histórica en que el Integral se remontará al espacio sideral. Un milenio atrás, vuestros heroicos antepasados supieron conquistar este planeta para someterlo al dominio del Estado único. Vuestro Integral, vítreo, eléctrico y vomitador de fuego, integrará la infinita ecuación del Universo. Y vuestra misión es la de someter al bendito yugo de la razón todos aquellos seres desconocidos que pueblen los demás planetas y que tal vez se encuentren en el incivil estado de la libertad. Y si estos seres no comprendieran por las buenas que les aportamos una dicha matemáticamente perfecta, deberemos y debemos obligarles a esta vida feliz. Pero antes de empuñar las armas, intentaremos lograrlo con el verbo.

En nombre del Bienhechor, se pone en conocimiento de todos los números del Estado único:

Que todo aquel que se sienta capacitado para ello, viene obligado a redactar tratados, poemas, manifiestos y otros escritos que reflejen la hermosura y la magnificencia del Estado único.

Estas obras serán las primeras misivas que llevará el Integral al Universo.

¡Estado único, salve! ¡Salve, Bienhechor!… ¡Salve, números!

Con las mejillas encendidas escribo estas palabras. Sí, integraremos esta igualdad, esta ecuación magnífica, que abarca todo el cosmos. Enderezaremos esta línea torcida, bárbara, convirtiéndola en tangente, en asíntota. Pues la línea del Estado único es la recta. La recta magnífica, sublime, sabia, la más sabia de todas las líneas.

Yo, el número D-503, el constructor del Integral, soy tan sólo uno de los muchos matemáticos del Estado único. Mi pluma, habituada a los números, no es capaz de crear una melodía de asonancias y ritmos. Solamente puedo reproducir lo que veo, lo que pienso y, decirlo más exactamente, lo que pensamos NOSOTROS, ésta es la palabra acertada, la palabra adecuada, y por esta razón quiero que mis anotaciones lleven por título NOSOTROS.

Estas palabras son parte de la magnitud derivada de nuestras vidas, de la existencia matemáticamente perfecta del Estado único. Siendo así, ¿no han de trocarse por sí solas en un poema? Sí han de trocarse en un poema. Lo creo y lo sé.

Escribo estas líneas y las mejillas me arden. Experimento con toda claridad un sentimiento acaso análogo al que debe de invadir a una mujer cuando se da cuenta, por primera vez, del latido cardíaco de un nuevo y aún pequeñísimo ser en su vientre. Esta obra — que forma parte de mí, y sin embargo yo no soy ella — durante muchos meses habré de nutrirla con la sangre de mis venas, hasta que pueda darla a luz entre dolores y brindarla luego al Estado único.

Pero estoy dispuesto, como cualquiera de nosotros, o casi cada uno de nosotros.

Anotación número 2.

SÍNTESIS: La danza. La armonía cuadrada. X.

Estamos en primavera. Desde la salvaje lejanía, desconocida al otro lado del Muro Verde, el viento trae el polen de las flores. Este polvillo dulzón reseca los labios — a cada instante es menester humedecerlos con la lengua — y todas las mujeres que se cruzan conmigo tienen los labios dulces (los hombres también). Esta circunstancia aturde nuestro cerebro.

¡Y qué cielo! Azul intenso, sin la menor sombra de nubes (¡qué mal gusto debieron de tener nuestros antepasados, si aquellas masas de vapor, deformes, burdas y tontas, eran capaces de emocionar a sus poetas!). Me gusta un cielo estéril, rigurosamente puro. Y no solamente me gusta a mí, sino que estoy seguro de que todos amamos este cielo. Todo este mundo ha sido construido en el vidrio eterno, irrompible, que forma el Muro Verde y, también, nuestros edificios. En nuestra Era se ve la azulada profundidad de las cosas, se adquiere una magnitud inédita en ellas y observamos unas ecuaciones maravillosas, que se pueden descubrir en lo más cotidiano, hasta en lo más vulgar.

Esta mañana, por ejemplo, estuve en la factoría donde se construye el Integral. De pronto mi mirada se fijó en las máquinas. Con los ojos cerrados, como abstraídas, giraban las bolas de los reguladores. Las relucientes palancas se inclinaban a derecha e izquierda, el balanceo era soberbio en los ejes, el puntero de la máquina taladradora crujía al son de una música imperceptible. Entonces se me reveló la hermosura de aquella danza en las máquinas inundadas de la azulada luz solar.

Luego me pregunté casi involuntariamente: «¿Por qué es hermoso todo esto? ¿Por qué es bella la danza?» La respuesta fue: «Es un movimiento regulado, no libre, porque su sentido más profundo es la sumisión estética perfecta, la idealizada falta de libertad. Si es cierto que nuestros antepasados, en los instantes de mayor entusiasmo, se abandonaban a la danza (en los misterios religiosos, en los desfiles militares), este hecho puede significar tan sólo: el instinto de no ser libre es innato en el hombre, y nosotros, en nuestra existencia actual, lo hacemos conscientemente…» Me interrumpen: en mi numerador se ha abierto una casilla. Alzo la visita: «Claro, es O-90, dentro de medio minuto llegará aquí, viene a buscarme para dar juntos un paseo».

¡La querida O! Desde el principio me di cuenta de que su aspecto está de acuerdo con su nombre, tiene diez centímetros menos de estatura de lo corriente; es totalmente curvada, como si estuviera torneada, y cuando habla su boca es una O sonrosada. En las muñecas tiene profundos hoyuelos, como los niños.

Cuando llegó a mi habitación, el volante de la lógica oscilaba todavía en mi interior y la fuerza de la inercia me hizo hablar a O de aquella fórmula que acababa de descubrir, la fórmula que abarca a todo y a todos: seres inteligentes, máquinas y danza.

— Es maravilloso, ¿verdad? — le dije.

— ¡Sí, es maravillosa la primavera! — me contestó O con una sonrisa radiante.

La primavera…, habla de la primavera. ¡Qué absurdas son estas mujeres!, pensé. Pero no dije nada.

Luego, la calle. La avenida estaba repleta de vida bulliciosa. Cuando hace un tiempo tan bueno, solemos aprovechar nuestra hora de asueto, después de la comida, para dar un paseo de compensación. Como siempre, sonaba por todos los altavoces de la fábrica el himno nacional del Estado único. En filas de a cuatro, los números marchaban al compás de las solemnes melodías… Centenares, millares, todos en sus uniformes gris metálico, con la insignia dorada en el pecho: con el número que nos ha sido asignado por el Estado, el que llevamos. Y ya los cuatro de esta hilera somos tan sólo una ola de las incontables en esta gran riada.

A mi izquierda marchaba O-90 (si uno de mis peludos antepasados hubiese escrito estas anotaciones mil años atrás, tal vez habría dicho «mi O-90»); a la derecha otros dos números que no conocía, uno femenino y el otro masculino.

Una felicidad brillante lo llena todo, la del cielo azul, las insignias doradas centellean como soles minúsculos, no se ve ni un solo rostro sombrío, en todas partes no hay más que luz, todo parece tejido con una materia luminosa, radiante. Y los compases metálicos: tra-ta-ta-tam, tra-ta-ta-tam, son los escalones de cobre bañados por el sol, y por cada escalón se sube hacia arriba, más arriba, en pos del azul.

De pronto volví a ver todas las cosas igual que las había visto esta mañana en la factoría. Tuve la sensación de que cuanto me rodeaba lo veía por primera vez: las avenidas rectas como una regla, el reflejo del cristal en el pavimento de la calle, los grandes cubos rectilíneos de las viviendas transparentes, la armonía cuadrada de las huestes en sus pelotones, marchando al compás. No había sido necesario el paso de las generaciones: yo solo había vencido al viejo Dios y a la antigua existencia. Yo solo lo había conseguido todo y me sentía como una torre; no osaba mover los codos para que los muros, las cúpulas y las máquinas no se derrumbasen y se hicieran añicos.