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— Afortunadamente, los tiempos antediluvianos de los Shakespeare y de los Dostoievski, o como quiera llamárselos, ya han pasado — dije con voz intencionadamente fuerte.

R se volvió para poder mirarme a los ojos. Las palabras brotaban, como siempre, raudas y atropelladas de su boca, pero me pareció ver que sus pupilas no conservaban la habitual viveza.

— Sí, querido matemático: afortunadamente, como dice, somos todos unas magnitudes aritméticas mediocres y dichosas… ¿No es así como lo llamamos? Integrar desde el cero hasta el infinito, desde el cretino hasta Shakespeare… Sí, eso es…

No sé por qué, se me ocurrió pensar súbitamente en I-330 y recordar su voz. Había un cierto hilo, fino como un cabello, que establecía una ligazón entre ella y R-13. Pero ¿qué clase de ligazón? Y de nuevo la irracional raíz de -1 pareció moverse. Abrí mi insignia: las 17.35. O disponía, según el billete, de todavía 45 minutos.

— Tengo que irme…

Besé a O, estreché la mano de R y me dirigí al ascensor.

Ya fuera, me dispuse a cruzar la calle, volviéndome un instante. En el bloque de cristal claro, bañado por el sol, aquí y allá, había unas células opacamente azuladas: eran unas células ritmificadas e impregnadas por la dicha de Taylor. Atisbé en dirección al séptimo piso, donde se encontraba la habitación de R-13. Los cortinajes estaban corridos.

Querida O… querido R… Hay en este último algo que no comprendo. Y, sin embargo, él…, yo… y O formamos un triángulo, que aunque no de lados equiláteros, no por ello deja de ser un triángulo. Somos, para decirlo con las palabras que utilizarían nuestros antepasados, acaso usted, querido lector de un planeta lejano, comprenda más fácilmente este lenguaje que el nuestro, somos una gran familia. Y es un bien poder descansar un rato y encerrarse, salvaguardándose contra todo, en un triángulo simple, fuerte y sin complicación.

Anotación número 9.

SÍNTESIS: Liturgia. Yambas y tróqueos. La mano férrea.

El día es claro, radiante. En un día así, cualquiera puede olvidar sus preocupaciones. Las insuficiencias y los defectos son cristalinos, eternos, como nuestro vidrio limpio, irrompible…

En la Plaza del Cubo, sesenta y seis gigantescos círculos concéntricos: las tribunas. Y sesenta y seis hileras… Los rostros brillantes, serenos, como las lámparas de las iglesias de nuestros antepasados; los ojos reflejan el resplandor del cielo o, tal vez, el esplendor del Estado único. Unas flores rojas como la sangre: esto son los labios de las mujeres. Unas guirnaldas delicadas: los rostros infantiles de la primera fila, delante de todo, muy cerca del lugar de la ceremonia de ritual. Reina una paz profunda, solemne, se diría gótica.

Las narraciones remotas que se han conservado como reliquias demuestran que nuestros antepasados no experimentaban esto durante los actos religiosos que celebraban. Pero claro, ellos servían a un dios necio, desconocido…, y nosotros, en cambio, veneramos una divinidad conocida hasta en sus más recónditos detalles.

Su dios no les brindaba más recompensa que una búsqueda eterna, martirizante, y a aquel dios no se le ocurría cosa mejor que sacrificarse por ellos por un motivo impenetrable.

Nosotros, en cambio, brindamos a nuestro Dios, al Estado único, un sacrificio racional minuciosamente pensado. Sí, este sacrificio es una liturgia solemne para el Estado único, un recuerdo de los difíciles días y tiempos de la Guerra de los Doscientos Años, el día solemne de conmemoración de la victoria de la masa sobre el individuo, de la suma sobre la cifra. En los escalones del cubo bañado por el sol se erguía un individuo, un número. Su rostro era pálido; no, mejor dicho, ya no tenía color alguno, pues era cristalino, transparente como sus labios. Solamente sus ojos eran como dos negros abismos, que absorbían ávidos aquel mundo al cual también él había pertenecido, hacía tan sólo unos pocos minutos.

Le habían quitado la insignia dorada con su número, estaba maniatado con una cinta de color púrpura, esto es una antiquísima costumbre, que seguramente tiene su origen en que los hombres de antaño, cuando esto aún no se realizaba en nombre del Estado único, se creían con derecho a ofrecer resistencia y, para evitarlo, se les tenía que encadenar.

Arriba del todo, encima del cubo, al lado de la máquina, se erguía silencioso, como fundido en bronce, aquel que llamamos el Bienhechor. Su rostro dirigido hacia abajo no se distinguía desde las gradas, y tan sólo se podían ver sus contornos severos, majestuosos y cuadrados. Pero las manos… recordaban unas manos como a veces pueden verse en las fotografías: las que, por estar demasiado cerca de la cámara fotográfica, aparecen gigantescas y cubren y tapan todo lo demás. Estas manos pesadas, que todavía posaban inactivas encima de las rodillas, eran como roca; las rodillas apenas podían soportar su peso.

De pronto una de ellas se alzó muy lentamente: era un gesto medido y severo. Obedeciendo a la mano levantada, uno de los números abandonó la tribuna, obedeciéndola, para dirigirse hacia el cubo. Era el poeta estatal, al que se le había dispensado el honor y la dicha de bendecir este día de fiesta con sus versos. El ritmo divino, metálico, atronó por encima de las tribunas y sobre aquel malhechor de mirada vidriosa que, plantado en los escalones, esperaba las consecuencias lógicas de su acto de insensatez…

«¡Es como un incendio! Los cimientos de las edificaciones tiemblan, para convertirse en oro líquido, que se desmorona con ruido ensordecedor. Los verdes árboles se doblan, se hunden y caen, la savia corre… En un abrir y cerrar de ojos, se han convertido en esqueletos carbonizados. Entonces aparece Prometeo (con ello se hace alusión a nosotros, naturalmente)»

«Domó el fuego, convirtióse en máquinas y acero, y forjó el caos, al que puso las cadenas de la Ley»

«Todo era nuevo, todo era brillante: el sol era acero, los árboles, los hombres; pero de pronto venía un demente y «liberaba» al fuego de su cadena… Y nuevamente todo debía sucumbir!»

Desgraciadamente, tengo una memoria muy flaca para los poemas, pero aún los recuerdo en esencia: apenas puede existir una metáfora más hermosa ni más instructiva.

De nuevo se produjo un ademán pausado y severo y un segundo poeta ascendió por los escalones del cubo. Casi habría saltado de mi asiento, ¿acaso la imaginación me jugaba una mala pasada? No, era él, mi amigo de los labios abultados. ¿Por qué no había querido confiarme que sería objeto de tan gran honor?… Sus labios temblaban, estaban totalmente lívidos. Comprendí: esto de hallarse delante del Bienhechor casi sobrepasaba la medida de sus humanas fuerzas…, y, sin embargo, ¿cómo era posible que estuviese tan excitado?

Acto seguido, unos versos, rápidos, acerados: como golpes de hacha. Daban cuenta de un delito inaudito, de unos versos profanadores en que el Bienhechor había sido apodado con unas denominaciones, como…, no, no soy capaz, no me siento con ánimos de repetir aquellas palabras.

R-13 estaba lívido como la muerte, con los ojos clavados en el suelo (jamás habría soñado que pudiese ser tan tímido); descendió por los escalones y volvió a acomodarse en su asiento. Durante la fracción de un segundo vi a su lado a cierto rostro… un triángulo severamente determinado y oscuro…, y en el mismo instante todo quedó borrado: mis ojos, miles de ojos, se vieron irresistiblemente atraídos por la máquina allá arriba. La mano sobrehumana esbozó un gesto, el tercer movimiento. Como azotado por un viento imperceptible, el delincuente ascendía tambaleándose por los peldaños, un escalón tras otro… Luego, el último paso, el postrero de su vida… y allí quedó tendido, con la faz dirigida al cielo, la cabeza echada hacia atrás, en su último lecho.