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Grave, como el mismo destino, el Bienhechor caminó alrededor de la máquina y apoyó su mano gigantesca sobre la palanca. Reinaba un silencio de muerte. Qué tormento tan ardiente, qué incendio de ánimos, qué emoción para el espíritu… el instrumento. El resultado de 100.000 voltios… ¡Poder ser aquel instrumento, qué misión tan grandiosa!

Un segundo interminable. La mano había pulsado la palanca para desatar la energía y descendía pausadamente. Y el filo insoportablemente cegador y luminoso del rayo brilló…, un temblor y un ruido apenas perceptibles en las válvulas de la máquina. El cuerpo desplomado quedó envuelto en una nubecilla fina y luminosa… y se fue derritiendo ante nuestros ojos, disolviéndose con espantosa rapidez. Nada quedó, nada, sólo un pequeño charco de agua químicamente pura; la que unos instantes atrás había pulsado todavía roja en el corazón…

Aquello era sumamente sencillo y todos estábamos familiarizados con ello. No era más que la disociación de la materia, la desintegración de los átomos del cuerpo humano. Y, sin embargo, nos parecía cada vez un milagro, siempre nuevo, una prueba del poder sobrehumano del Bienhechor. Allá arriba, delante de él estaban apostados diez números femeninos, con las mejillas encendidas y los labios semiabiertos por la emoción. Las flores que tenían en sus manos oscilaban tenuemente al compás del viento.

Éstas, claro está, procedían del museo botánico. No les encuentro el menor atractivo a las flores, como tampoco hallo nada placentero en las cosas del mundo civilizado de otras épocas, las cuales hemos desterrado, desde hace tanto tiempo, más allá del Muro Verde. Hermoso y placentero es solamente lo racional y utilitario: máquinas, zapatos, fórmulas, alimentos, etc.

Siguiendo antiguas costumbres, estas diez mujeres adornaban con flores el uniforme aún húmedo del Bienhechor. Con los pasos majestuosos de un sumo sacerdote, Él fue descendiendo pausada y solemnemente los peldaños, cruzando con lentitud por delante de las tribunas… Las mujeres extendían hacia Él los brazos como ramas tiernas y blancas; sonaron unos vivas atronadores, potentes como una tormenta, de millones de gargantas. Luego las mismas ovaciones para los Protectores, que, invisibles para la masa de números, se hallaban diseminados entre la multitud. Quién sabe si la fantasía de la humanidad de otras épocas no habrá presentido de algún modo la futura existencia de nuestros Protectores cuando ideó, benévolos y severos, a aquellos ángeles de la guarda que iban al lado de cada persona desde el primer día de su vida.

Algo de aquella remota religión, algo purificador como la tormenta y la tempestad, se traslucía y pulsaba en toda la ceremonia. Vosotros, a quienes van destinadas estas líneas, ¿habéis conocido unos instantes como éstos? Me dais lástima si todavía no los conocéis ni los habéis experimentado…

Anotación número 10.

SÍNTESIS: La carta. La membrana. El yo velludo.

El día de ayer fue para mi como el papel a través del cual los químicos suelen filtrar sus soluciones: todas las partículas pesadas, todos los sobrantes quedan retenidos en éste. Por la mañana me sentía tan puro y limpio, que al bajar al vestíbulo parecía totalmente traslúcido.

El número femenino de control estaba sentado en su mesita, miraba al reloj y registraba en una lista a los números que iban saliendo. Se llama U…, pero prefiero no mencionar su número, pues temo que escribiría algo improcedente de ella; a pesar de que es una mujer muy honesta, y no muy joven ya. Lo único que me desagrada de ella son sus mofletes, que tienen el aspecto de agallas.

Su pluma rasgaba el papel. Pude ver registrado mi número D-503, y al lado del mismo una mancha, un borrón de tinta. Quise llamarle la atención sobre esta circunstancia, cuando de pronto alzó los ojos y me sonrió de una manera agridulce:

— Aquí hay una carta dirigida a usted.

Yo sabía que esta carta, cuyo contenido seguramente ella ya conocía, había de ser censurada todavía por los Protectores (creo que es obvio tener que darles una explicación de este hecho, que considero totalmente normal) y que no la recibiría antes de las 12 horas. Pero la extraña sonrisa me había confundido, hasta tal extremo, que más tarde, en mi trabajo normal en las radas del Integral, no supe concentrarme, e incluso incurrí en errores de cálculo, cosa que antes nunca me había sucedido.

A las 12, hallándome de nuevo ante aquellas agallas parduscas, tuve que aguantar de nuevo la misma sonrisa agridulce…, pero por fin tuve en mis manos la carta. No sé por qué razón no la leí inmediatamente; la guardé en el bolsillo y fui casi corriendo hasta mi habitación. Allí rasgué el sobre y mis ojos erraron precipitadamente por encima del texto… Tuve que buscar apoyo… Me senté. El escrito contenía la notificación oficial de que el número I-330 se había abonado a mí y que hoy mismo, a las 21 horas, tenía que personarme en su cuarto… Especificaba su dirección, sus señas…

¡Y esto a pesar de que le demostré claramente, sin que cupiera tergiversación alguna, la poca simpatía que me inspiraba!

Además, ni siquiera sabía si yo había ido o no a los Protectores… No podía haberse enterado a través de nadie, tampoco, de que había estado enfermo y de que realmente, aun queriendo, me hubiese visto en la imposibilidad de denunciarla… Y sin embargo…

En mi cabeza había algo que rodaba y aullaba como una dinamo. El Buda, el vestido amarillo, las campánulas…, una medialuna sonrosada… Solamente faltaba esto de ahora: por la noche ha de venir a verme O ¿Será conveniente enseñarle esta notificación? No me creerá, ¿por qué habría de creerme? No creerá que nada tengo que ver, que no hay nada intencionado por mi parte y que soy inocente. Con seguridad se producirá entre los dos una discusión estéril, violenta y sin sentido… No, por lo menos ésta he de evitarla.

Que pase lo que sea…, que todo transcurra mecánicamente. Después simplemente le remitiré una copia de la notificación.

Guardé la carta en el bolsillo y al hacerlo me volví a fijar en mi fea mano de simio, tan peluda. Y como asociación, se me ocurrió lo que ella, I-330, durante el paseo había dicho de mi mano, tomándola y contemplándola. ¿Es que ella pensaba realmente que?…

Son las nueve menos cuarto. La noche es nítida, casi blanca. A mi alrededor todo parece de cristal verde. Pero ahora se trata de otra clase de cristal que no es el nuestro; es más grueso que el que tenemos nosotros, el auténtico. Éste es como una fuente vidriosa en la cual hay algo que hierve y borbotea, sí, chapotea como… Nada me extrañaría que ahora las cúpulas de los auditorios se elevasen en forma de esféricas nubes de humo, ni que la Luna sonriese sagazmente… como aquella mujer de esta mañana, desde detrás de su mesita…, ni que todos los cortinajes, en todas las edificaciones, se corrieran y detrás de ellos…

¡Qué sensación tan extraña! De pronto me di cuenta de la existencia de mis costillas. Eran como unas tiras metálicas que oprimían y atenazaban mi corazón. Me hallaba delante de una puerta de cristal con cifras doradas: I-330. I estaba sentada en la mesa y me daba la espalda, mientras escribía. Entré…

— Vea — le enseñe el billete —. Esta mañana recibí la notificación y he venido para…

— ¡Qué puntual es usted! Un instante, por favor, siéntese… En seguida estaré lista.

Volvió a posar sus ojos en la carta… ¿Qué debía de suceder ahora en su interior? ¿Qué diría dentro de unos segundos y qué haría? ¿Cómo determinarlo de antemano, calcularlo, si en ella todo provenía de un mundo salvaje, de un país hundido desde remotas épocas en sueños irreales? La contemplé sin despegar los labios. Mis costillas seguían siendo unas crueles tenazas de acero, me oprimían… Cuando habla, su rostro se parece a una rueda de locas y relucientes revoluciones, de la que no se pueden distinguir los rayos.