Y allí había dos Yo, el antiguo D-503, es decir, el número D-503, y el otro… Antes había sacado muy contadas veces sus manos peludas del cascarón; crujía, se partía y de un momento a otro reventaría… ¿Y entonces qué?
Me agarré con todas mis fuerzas a una caña inverosímilmente frágil, al respaldo del sillón, y pregunté, tan sólo para no oír las voces de mi segundo yo oculto:
— Pero… ¿de dónde ha sacado… este veneno?…
— De un médico, uno de mis amigos.
— ¿Uno de sus amigos? ¿Quién es?
Entretanto, mi segundo yo se incorporó violentamente para gritar:
— No lo permito, no lo consiento. ¡Quiero que no haya nadie más que yo…, que no haya otro que!… ¡Mataré al que a usted… porque la!…
Y tuve que contemplar que aquel otro, con sus manos peludas, la cogía brutalmente, le arrancaba la seda del cuerpo, le clavaba los dientes en el hombro… ¡Sí, aún lo recuerdo exactamente… los dientes!
I consiguió zafarse, no sé cómo. Apoyada en el armario, con la mirada clavada en el suelo, me escuchaba guardando silencio.
Yo estaba arrodillado en el suelo, abrazado a sus rodillas, y se las besaba suplicando:
— Por favor, en seguida…, ahora…, en este mismo instante…
Los dientes agudos brillaban, las cejas se enarcaban irónicamente. Se inclinó hacia mí y me desabrochó sin decir palabra la insignia con el número:
— ¡Sí, sí… querida!…
El uniforme me estorbaba y mis manos… Pero I me contuvo y sin mediar explicación alguna me mostró el reloj de mi insignia: faltaban cinco minutos para las diez y media.
Quedé como petrificado. Sabía lo que significaba salir a la calle después de las 22.30. Todas aquellas alocadas ideas quedaron borradas como por encanto de mi agitada mente; había recuperado súbitamente mi propio yo. Pero se me hacía tremendamente consciente: ¡la odio…, sí, la odio!
Sin despedida, y sin volverme siquiera, salí corriendo del cuarto. Y, corriendo, volví a colocarme la insignia en el uniforme, precipitándome por la escalera auxiliar hacia la calle (tenía miedo de encontrarme con alguien en el ascensor), y pronto me vi en medio de la ciudad desierta.
Todo estaba en su debido lugar… todo era tan simple, tan cotidiano, tan ordenado. Los edificios de cristal profusamente iluminados, el cielo vidrioso, pálido, la noche verdosa, inmutable. Pero debajo del cristal quieto y fresco bullía algo indeciblemente salvaje, rojo y peludo. También yo bullía, alocado y jadeante, con un terror inmenso ante la posibilidad de llegar tarde.
De pronto me di cuenta de que mi insignia estaba a punto de desprenderse. No tardó en caérseme, y dio contra el pavimento de cristal con un leve tintín. Me agaché para recogerla… y durante aquel segundo de silencio oí claramente unos pasos que se arrastraban sigilosos a mi espalda. Al volverme, me pareció ver que algo diminuto y encorvado doblaba la esquina. Por lo menos creí distinguirlo en aquellos momentos.
Corrí de nuevo, haciendo un esfuerzo tremendo, tan de prisa como me llevaban mis piernas. No me detuve hasta la entrada de mi casa (el reloj señalaba las diez y media menos un minuto). Atisbé en la noche… pero nadie me seguía. Todo había sido, por lo visto, un juego de mi fantasía, de mi imaginación; una consecuencia de aquel veneno.
La noche fue un martirio. La cama se agitaba, se movía, se alzaba y caía, una y otra vez, describiendo curvas sinuosas.
Procuré repetirme una y otra vez: «Durante la noche, todos los números deben dormir. Dormir representa una obligación tan imperiosa como trabajar durante el día. Y es preciso dormir, para poder realizar el trabajo cotidiano. Permanecer despierto por la noche es un crimen, un delito».
Sin embargo, no pude pegar ojo.
Me estoy arruinando. Yo no soy capaz de cumplir con mis deberes para con el Estado único…
Yo…
Anotación número 11.
Atardecer. Reina una ligera niebla. El cielo aparece cubierto por unos velos dorado lechosos. Nuestros antepasados sabían que arriba moraba un escéptico aburrido, el mayor de todos sus escépticos…, «Dios». Nosotros sabemos, en cambio, que el vacío cristalino azulado es la simple y la pura nada.
Claro que yo, personalmente, no sé si detrás de ello se oculta algo, pues he tenido demasiadas experiencias. El saber de uno que está convencido de ser infalible…, esto es lo que se llama fe. Yo tenía una firme fe en mí mismo. Pero luego…
Ahora me he situado delante del espejo y, por primera vez en mi vida, me contemplo con plena claridad y conciencia. Me contemplo sorprendido, como a un extraño. Éste soy yo… ¡Pero no!, éste es otro; unas cejas negras y rectas y entre las dos un profundo pliegue vertical, como si fuese un rasguño (no puedo acordarme siquiera de si antes existía o no esta arruga).
Unos ojos acerados, azules y, debajo, unas sombras oscuras producidas por el insomnio; y detrás del acero… jamás supe lo que hay detrás. Y desde mi puesto de observación de mí mismo, estoy muy cerca y no obstante infinitamente lejos de mí. Me contemplo, es decir, miro al otro, y estoy convencido de que éste, el de las cejas rectas como una regla, es un extraño. No le conozco y es ésta la primera vez que me tropiezo con él. Pero el verdadero yo soy yo mismo, y no él…
No. Punto. Todas estas son tonterías, todas estas son sensaciones absurdas. Estos pensamientos no son más que unos delirios febriles, una consecuencia del envenenamiento de ayer. Pero ¿con qué me habré envenenado en realidad, con el líquido verde… o tal vez con ella? No importa. Escribo y llevo todo esto al papel, sólo para demostrar por qué caminos tan erróneos y extraños puede ir el ser humano, y por dónde puede perderse y extraviarse la razón pura y exacta de la inteligencia. La misma inteligencia que fue capaz de hacer comprender a nuestros antepasados aquel Infinito tan terrible…
En el numerador aparece una casilla: R-13. Bueno, que suba. Incluso celebro su visita. No me gustaría tener que seguir tan solo ahora.
Veinte minutos después:
En la superficie del papel, en el mundo bidimensional, estas líneas aparecen una debajo de otra, pero en aquel otro mundo… Pierdo el sentido de los números: 20 minutos… quizás representen también 200 o incluso 200.000. Se me antoja sumamente extraño que deba trasladar al papel mi conversación con R, en forma tranquila, uniforme, sopesando cada una de las palabras. Me da la impresión de que estoy sentado con las piernas cruzadas en un sillón delante de mi cama y observo, lleno de curiosidad, cómo yo mismo me agito violentamente en esa misma cama.
Cuando R entró en el cuarto, me sentía absolutamente tranquilo. Alabé sinceramente los versos de la condena, que habían sido obra suya, y le dije también que aquel demente había sido vencido y destruido sobre todo por aquellos versos.
— Si me hubiesen encargado a mí — añadí — hacer una descripción esquemática de la máquina del Bienhechor, sin ninguna duda habría añadido sus versos.
Los ojos de R perdieron de pronto su brillo habitual. y sus labios se volvieron lívidos.
— Pero ¿qué le sucede?
— ¿Qué me sucede? ¡Pues que estoy harto! Todo el mundo no hace más que hablar de aquella condena. Y no quiero, no, no quiero oír hablar de ella.
Frunció el ceño y comenzó a frotarse la espalda, esa maleta de extraño contenido que siempre me ha intrigado.
Medió una pausa. Había encontrado algo en su maleta, lo extrajo y lo desenrolló: sus ojos sonreían, mientras hablaba con voz enérgica:
— Escribo algo para su Integral de usted… Aquí está…
Volvía a ser el mismo de siempre: sus labios chasqueaban y las palabras salían como un surtidor.
— Es la vieja leyenda del Paraíso…, claro que amoldada a nosotros, trasladada al presente. A aquellos dos, en el Paraíso, se les había puesto ante una alternativa: o dicha sin libertad o libertad sin dicha. Y aquellos ignorantes eligieron la libertad. Era de esperar. Y la consecuencia natural y lógica fue que durante siglos y siglos añoraron las cadenas. En esto consistió toda la miseria de la humanidad. Y solamente nosotros somos los que nos hemos dado cuenta de cómo puede recuperarse la dicha…