»Por favor, no me interrumpa.
»El antiguo Dios y nosotros a su lado, a la misma mesa; sí, señor. Nosotros hemos ayudado a Dios a vencer por fin al diablo…, porque no cabe duda de que fue el diablo el que instigaba a los hombres a que transgredieran su mandamiento: el mandamiento de no probar la fruta prohibida que los había de perder, él indujo a los hombres a violar la prohibición y a gustar de la funesta libertad, él, la astuta serpiente. Nosotros le hemos aplastado la cabeza a la sierpe satánica… Volvemos al Paraíso, volvemos a ser pobres de espíritu e inocentes como Adán y Eva. Ya no existe un bien o un mal. Todo carece de complicación y todo se ha vuelto simple y sencillo, paradisíaco, infantilmente simple.
»El Bienhechor, la máquina, el cubo, la campana de cristal, los Protectores…, todo es solemne y puro, cristalinamente claro y transparente. El poema habla de nuestra libertad, nuestro estado contiene la libertad y nuestra libertad es la dicha. Los hombres de antaño se habrían devanado los sesos pensando si todo esto sería lícitamente moral o no. Pero basta ya de ello. ¿Verdad que es un magnífico asunto para un poema? Y, además, un tema tan importante y grave.
Me acuerdo todavía de lo que estuve pensando: «¡Que inteligencia tan aguda y clara en esa figura tan fea y asimétrica! Por eso, sin duda, me identificaba tanto con él, porque se parecía a mi verdadero yo». (Me considero a pesar de todo como mi anterior y verdadero yo; todo lo que me ocurre no es más que un estado patológico.)
R parecía haber leído estos pensamientos en mi rostro. pues me dio una palmada en el hombro y exclamó sonriente:
— ¡Vaya… Usted…, Adán! Por lo demás… su Eva…
Comenzó a hurgar en el bolsillo y extrajo un librito de notas en que ojeó algo.
— Pasado mañana, no… dentro de tres días, O tiene un billete rosa para usted. ¿Cómo quiere que lo arreglemos?… ¿Como siempre? ¿Quiere que ella… con usted a solas?
— Naturalmente.
— Eso. Eso me parece también a mí. De lo contrario se avergonzaría. ¿Sabe?, ¡qué extraña historia!, conmigo no tienen más que un simple asuntillo rosa, pero con usted… A propósito, dígame una cosa: ¿quién era el cuarto miembro, cuál es la cuarta magnitud que se ha introducido misteriosamente en nuestro triángulo? Díganos… ¿de quién se trata? ¡Es usted un seductor!
De pronto se abrió una brecha ante mis ojos… O, mejor dicho, se descorrió un velo: creí oír nuevamente el frufrú de la seda, vi de nuevo la botella con el líquido verdoso, unos labios…
— Dígame — se me escapó —. ¿Ha probado alguna vez nicotina y alcohol?
R frunció los labios y me miró indagador. Era como si pudiese oír sus pensamientos: ¡y tú pretendes pasar por amigo mío?
— Pues…, en realidad…, no lo sé — me respondió pero conocí a cierta mujer…
— I — exclamé involuntariamente.
— ¿Cómo…, también usted ha estado con ella? — La risa sacudió todo su cuerpo. Mi espejo está colocado detrás de la mesa y desde mi sillón solamente pude ver el corte de mis cejas. Éstas se fruncieron y mi auténtico yo se precipitó violentamente sobre el otro, aquel salvaje, peludo, cuando oí su grito bestial y repelente:
— ¿Qué quiere decir con ese «también»? ¡Le exijo que!…
R tenía los ojos muy abiertos por la sorpresa. Entonces fue cuando mi auténtico yo atacó al otro, al salvaje, peludo y jadeante, y dijo a R:
— Perdóneme, por el Bienhechor. Estoy gravemente enfermo, padezco de insomnio. Realmente no soy capaz de comprender lo que me sucede.
Los labios gruesos sonrieron fugazmente.
— Ya comprendo… todo esto lo conozco… Claro que solamente en teoría. Adiós…
Ya en el umbral de la puerta, se volvió, regresó nuevamente y arrojó un libro sobre la mesa.
— Ésta es mi última obra. La he traído para usted y por poco me olvido de dársela. Hasta la vista.
Volví a estar solo, o, mejor dicho, a solas con el otro,
Con las piernas cruzadas, permanecí sentado en el butacón y contemplé con gran curiosidad cómo mi otro yo se revolcaba por encima de la cama.
¿Cómo es posible que O y yo hayamos podido convivir durante tres largos años en plena armonía…, y ahora sólo sea suficiente una sola palabra acerca de la otra… acerca de I?… ¿Es que existen realmente todas estas sandeces del amor y de los celos en forma tan realista como la de los libros de nuestros antepasados? ¿Y esto ha de sucederme a mí precisamente? ¿Precisamente a mí? Pero si sólo estoy constituido por igualdades, ecuaciones, fórmulas y cifras… Y ahora, de repente, me ocurre esto.
No, no iré mañana ni tampoco pasado mañana, no volveré a verla nunca más. No puedo, no quiero volver a verla. Nuestro triángulo ha quedado destruido.
Estoy solo. Es de noche. Reina una ligera niebla. El cielo aparece cubierto por unos velos dorado lechosos. Ojalá supiese lo que se oculta detrás de él. ¡Ojalá yo mismo supiese quién soy!
Anotación número 12.
Creo que sanaré de nuevo. He dormido excelentemente. No hubo ningún sueño, ni síntoma patológico alguno. Mañana vendrá a verme la querida O y todo será tan sencillo y simple, tan regular y limitado como un círculo. Delimitación…, ésta es una palabra a la que no temo, pues la labor de algo superior que posee el hombre, la labor y el trabajo del hombre sano, reside en un constante tender a limitar lo infinito, y en dividirlo y desintegrarlo en unas porciones fácilmente captables, es decir, partirlo en diferenciales. En esto reside la sublime belleza de mi especialidad, las matemáticas. Y en cambio a ella, a aquella I, le falta toda comprensión para esta hermosura. Esto es, desde luego, una asociación meramente casual.
Todo esto se me ocurrió pensar mientras duraba el rodar rítmico y métrico del metro. Y con el pensamiento asocié rítmicamente el traqueteo de las ruedas y los versos de R (estaba leyendo el libro que R me había traído). De pronto me di cuenta de que alguien, a mi espalda, se inclinaba hacia adelante para atisbar por encima de mi hombro con objeto de curiosear mi lectura. Sin volver la cabeza, observé con el rabillo del ojo unas orejas rosadas y gachas y algo doblemente encorvado… ¡Así le vi! No quise estorbarle e hice como si no le viera. No me explicaba cómo había venido a parar allí, al metro, pues cuando entré en el vagón, no creo que estuviera ya sentado en él.
Este incidente, verdaderamente insignificante, me causó un efecto bastante intenso y casi estoy por decir que me inspiró nuevo valor. ¡Resulta tan tranquilizador sentir la severa mirada de unos ojos que con tanto cariño nos previenen contra la más leve falta y la más insignificante desviación de lo que se nos ha ordenado!
Tal vez esto parezca demasiado sentimental, pero se me ocurrió nuevamente aquella analogía: el ángel de la guarda, con el cual fantaseaban nuestros antepasados. Sí… desde luego hay un sinfín de cosas que ellos soñaron, pero que nosotros hemos convertido en realidad.
En el mismo instante en que me daba cuenta de la proximidad de mi ángel de la guarda, leía precisamente un soneto titulado «Felicidad». Creo que no me equivoco si califico esta obra como única por la belleza de su profundidad de pensamiento. Las cuatro primeras líneas dicen: