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— Me parece que le he hecho esperar, pero ahora, de todos modos, ya es demasiado tarde.

¡Cómo la odiaba!… Además, por añadidura, tenía razón: era ya demasiado tarde.

Se me acercó, casi se pegó a mí y nuestros hombros se tocaron; estábamos solos. Un extraño fluido pasaba desde ella a mi cuerpo y yo sabía inconscientemente que la cosa había de ser de esta manera. Lo sabía por cada una de mis fibras, por cada latido dulcemente doloroso de mi corazón. Me abandoné con un indecible placer a este sentimiento. Así, con la misma satisfacción, debe someterse un trozo de hierro a la ley inalterable, eterna e inmutable de ser atraído por un imán. Así es como una piedra lanzada al espacio ha de detenerse una fracción de segundo en el aire para caer luego en forma vertical. Y así es como el ser humano ha de respirar hondamente, una sola vez, después de la agonía, antes de expirar definitivamente.

Recuerdo que sonreía distraído y dije sin reflexionar:

— ¡Qué niebla!…

— ¿Te gusta la niebla?…

Aquel «tú» remoto, antiguo, desde mucho tiempo completamente olvidado, con que las dueñas se dirigían a sus esclavos… Sí, también esto había tenido que ser, también esto era bueno.

— Sí, bueno… — dije en voz alta, pero como si fuese monologando. Luego, mirándola, añadí: — Odio la niebla, le temo.

— Por eso la amas. Le temes porque es más fuerte que tú, la odias porque le temes. La amas porque no puedes dominarla. Puesto que solamente cabe amar lo indomable.

— Sí, en verdad. Y precisamente porque yo… porque… yo…

Fuimos andando. En algún lugar, a lo lejos, el sol traslucía casi invisible a través de la bruma; todo pareció impregnarse de algo blando, dorado, rosado y rojo. El mundo y todo cuanto se abarcaba con la vista me parecía una mujer gigantesca y nosotros permanecíamos en su regazo; todavía no habíamos nacido, pero íbamos madurando con una satisfacción muy íntima. Y yo lo sabía: el sol, la niebla, lo rosado y dorado, todo esto existía para mí, estaba creado solamente para mí…

No pregunté siquiera adónde nos dirigíamos. Me era absolutamente indiferente, pues mi único anhelo era caminar, ir en busca de esa madurez…

— Hemos llegado — dijo I. Y se detuvo delante de una puerta —. Hoy precisamente uno de mis amigos está de servicio. Te hablé de él, aquel día que estuvimos en la Casa Antigua.

Ahora me fijé en el letrero: «Departamento de Salud», y lo comprendí todo.

La habitación era toda de cristal y llena de una neblina dorada. Unas estanterías, también de cristal, adosadas a la pared, aparecían repletas de botellas y frascos de los más variados colores. Luego veíanse también unas instalaciones eléctricas y el chisporroteo azulado de unas válvulas. Y, por fin, un hombrecillo diminuto. Tenía un aspecto como si estuviese recortado en papel y por más que girase de un lado para otro siempre tenía un solo perfil, un perfil muy estilizado: como una hoja de acero reluciente… Su nariz y sus labios parecían unas tijeras.

No pude oír lo que le dijo I; tan sólo vi cómo hablaba, y me di cuenta de que yo, entretanto, sonreía como un bendito. Aquellos labios atijerados brillaban cuando el pequeño doctor respondió:

— Vaya, vaya, ya comprendo. Una enfermedad sumamente peligrosa, la peor que conozco… — Se echó a reír. Su mano, como de papel, casi de liliputiense, escribió algo y a continuación nos entregó a los dos sendas hojas. Se trataba de certificados que atestiguaban que estábamos enfermos y no podíamos acudir al trabajo. De modo que yo había estafado mi trabajo al Estado único y me había convertido en un delincuente y seguramente acabaría mis días en la máquina del Protector. Pero todo estaba aún tan distante, todo resultaba tan indiferente… Acepté el certificado sin la menor resistencia; sabía, y lo sabía con los ojos, con los labios y con las manos, que la cosa había de ser así. Solamente así.

En el garaje medio vacío de la esquina alquilamos un avión. I se puso al volante, pulsó el contacto poniéndolo en posición de despegue y nos elevamos del suelo, flotando por los aires. Dejamos a nuestras espaldas una neblina rosada y de oro: el sol. El perfil diminuto y agudo del pequeño doctor merecía en estos momentos mi mayor aprecio: lo sentí como allegado. Antes, todo había girado en torno al sol; ahora, en cambio, me di cuenta de que todo rodaba en derredor de mi propia existencia…

Nos hallamos delante del portal de la Casa Antigua. La vieja portera nos saludaba sonriente ya desde lejos. Su boca llena de arrugas había estado seguramente cerrada durante todo aquel tiempo, como si con el paso de los años se le hubiesen pegado los labios, pero ahora se le abrían para decir sonriente:

— ¡Vaya, vaya! En lugar de trabajar como todos los demás. Bueno, si pasara algo raro, entraré y os avisaré.

El portal pesado y compacto se cerró con un crujido, pero al mismo tiempo se me abría el corazón de par en par, se me abría tanto que incluso me dolía. ¡Sus labios con los míos! Sorbí más y más, bebí de sus labios… luego me separé violentamente, hundí la mirada en sus ojos muy abiertos… y la volví a besar.

La habitación en penumbra. Tapizados de cuero azules, amarillos como azafrán, verdes; la dorada sonrisa del Buda y el espejo fulgurante. Y mi sueño de entonces… ¡Cuán claro era todo, ahora! Todo rezumaba un néctar dorado rosáceo y de aquí a un instante todo se desbordaría, se dispersaría fulgores…

Era la ley inalterable: el hierro es atraído por el imán, y sometiéndome a la fuerza insoslayable de la ley, estaba cautivado por ella, quisiera o no. No había billete rosa ni un interés premeditado y frío… Ya no había Estado único, tampoco había dejado de existir. Ya sólo había unos dientes afilados, cariñosos, muy prietos, unos ojos muy abiertos, dilatados, a través de los cuales me hundía en el abismo paulatinamente. Silencio de muerte… únicamente en un rincón del cuarto, como a millares de millas, goteaba el agua en el lavabo, y yo, en cambio, me hallaba en lo infinito del espacio, en el cosmos…, entre el caer de gota a gota, transcurrían siglos, épocas enteras…

Me puse precipitadamente el uniforme, miré a I por última vez, absorbiéndola ávidamente con mis pupilas.

— Sabía de antemano cómo eres…, estaba segura — dijo ella, ahora quedamente. Luego se incorporó y, mientras se vestía, volvió a jugar aquella sonrisa mordaz alrededor de sus labios.

— ¿Y qué, ángel perdido? Ahora está perdido de verdad. ¿No tiene miedo? Que le vaya bien. ¡Tendrá que volver solo!

Abrió la puerta del armario de luna, echóme una mirada por encima del hombro y esperó a que me fuera. Abandoné obediente el cuarto. Mas apenas me hallaba en el umbral me di cuenta de que necesitaba sentir nuevamente su hombro junto al mío…

Volví rápidamente a la habitación donde seguramente ella debía de esta abrochándose el uniforme, delante del espejo…, y quedé como de piedra. Vi que el llavero oscilaba todavía de un lado para otro colgando la llave del armario, pero I había desaparecido. No era posible que hubiese salido, pues la habitación tenía solamente una puerta y, sin embargo, ya no estaba allí. Busqué en todos los rincones, abrí incluso el armario, tocando cada uno de los vestidos anticuados y de muchos colores… ¡No había nadie!

Querido lector, me resulta sumamente desagradable tener que hablarle de este asunto tan penoso e irracional. Pero ¿qué puedo hacer si todo fue tal como lo he descrito? Todo el día, desde la misma mañana, habían ido sucediéndose estas cosas tan inverosímiles; fue como aquella vieja enfermedad, el sueño. Por lo demás, estoy plenamente convencido de que más pronto o más tarde conseguiré captar en algún silogismo toda clase de paradojas. Esto me tranquiliza y, como espero, también le tranquilizará a usted.