Anotación número 14.
Tengo que seguir con los acontecimientos de ayer. Durante la hora de asueto personal, ayer estuve todavía ocupado antes de acostarme, por esta razón no pude escribir.
Por la tarde a última hora quería venir a verme mí querida O, pues era su día. Bajé al conserje para ir a buscar mi certificación, la que me autorizaba a correr los cortinajes.
— ¿Qué le pasa? — me inquirió el conserje —. Está usted un poco extraño, hoy.
— Sí, no me encuentro bien… Estoy enfermo.
Y era verdad: estoy realmente enfermo. Todo esto que me pasa no es más que una enfermedad. De pronto me acordé: tenía un certificado… Me llevé la mano al bolsillo y, efectivamente, allí crujió algo. De modo que no había estado soñando…
Se lo tendí al conserje. Y sentí al mismo tiempo que mis mejillas comenzaban a arder; sin alzar la vista me di cuenta de que el otro me observaba extrañado.
Las 21.30. En el cuarto de la izquierda están corridos los cortinajes. En el de la derecha puedo ver a mi vecino sentado a la mesa. Veo su cráneo calvo, repleto de pequeños granos y pústulas, inclinado encima de un libro, y toda su frente es una parábola amarilla y monstruosamente enorme. Entretanto me paseo por la habitación. Me martirizo: ¿qué tendré que hacer después de todo cuanto ha pasado, qué haré con O? Y mi vecino…, me doy cuenta de que su mirada me persigue, veo las arrugas de su frente, que son como unas líneas opacas; parece como si estas líneas se relacionaran conmigo.
21,45. Penetra un torbellino alegre y sonrosado en mi habitación; dos brazos gordezuelos se me echan al cuello. Pero aquel anillo que apresa mi nuca va aflojándose paulatinamente. O deja caer los brazos.
— No sé, le veo tan distinto, no está como otras veces. Ya no es mío.
— ¿Qué clase de expresión tan incivilizado es ésta? Mío. Jamás fui… — aquí se me entrecorta la lengua. «Antes no había pertenecido a nadie», es lo que se me ocurre pensar; pero ahora ya no vivo en nuestro mundo racional, sino en el viejo, fantástico… En el de la raíz de -1.
Corrimos los cortinajes. Mi vecino dejó caer el libro y a través de la pequeña hendidura entre el suelo y la cortina pude ver cómo su mano amarilla recogió la obra. ¡Con cuánto placer me habría agarrado a aquella mano!
— Pensé que le encontraría esta tarde durante el paseo. ¡Tengo que contarle tantas cosas!…
Mi querida, pobre O. Su boca sonrosada era como una media luna cuyos extremos señalaban hacia abajo. Pero me resultaba absolutamente imposible confesárselo todo, porque no podía de ningún modo convertirla en mi cómplice. ¡Hacerla cómplice de mis delitos! Sabía que no posee la suficiente fuerza de carácter para ir a ver a los Protectores, y por esta razón…
O se echó, y la besé levemente. Besé el hoyuelo casi infantil de su muñeca; sus ojos azules estaban cerrados y alrededor de sus labios florecía una sonrisa. Cubrí su rostro con mis besos.
De pronto se me hizo consciente cuanto me había pasado por la mañana. No, no podía. Debía… pero no podía. Mis labios se tornaron fríos y rígidos…
Estaba sentado en el suelo, al lado del lecho (¡qué frío tan espantoso e insoportable!), y seguí callando. Seguramente allá arriba, en aquellos espacios cósmicos azules y silenciosos, reinaría el mismo frío mudo y penetrante.
— ¡Por favor, compréndame!… ¡Yo no quería! — fui tartamudeando —. He tratado con todas mis fuerzas…
Esto no era ninguna mentira. Mi verdadero yo no quería ofenderla y, sin embargo, ahora tenía que decirlo todo, absolutamente todo. Pero ¿cómo explicarle que el trozo de hierro no quería, si la ley es inviolable, esa ley del imán que lo atrae quiera o no? O levantó el rostro de entre los almohadones y dijo con los ojos cerrados:
— ¡Váyase, váyase!
Atenazado por una frialdad insoportable, salí al pasillo. Más allá del mundo de cristal vi unos jirones de neblina finos y distantes. Con el caer de la noche, estas brumas se espesarían para envolverlo todo.
¿Y qué pasaría después de esta noche?
O pasó por mi lado con los labios apretados, guardando silencio, y cerró de un portazo.
— ¡Un instante! — grité. Me sentía terriblemente mal. Pero el ascensor bajó zumbando…
Me ha arrebatado a R… También me ha quitado a O… Y sin embargo… pese a todo…
Anotación número 15.
En las gradas donde se construye el Integral, me vino a encontrar el segundo constructor. Su rostro era como siempre, redondo, blanco, llano, semejante a un plato de porcelana, y en este plato se me servía ahora algo repugnantemente dulzón. Dijo:
— Cuando usted estaba enfermo, en ausencia del jefe supremo, ayer sucedió algo…
— ¿Qué sucedió?
— Imagínese, cuando tocaron para el mediodía y salimos, uno de los nuestros descubrió a un individuo sin número. No me cabe en la cabeza cómo pudo entrar. Le llevaron al Despacho de Operaciones y allí ya sabrán sonsacar al pájaro… el por qué y cómo… — sonrió dulzón.
En el Despacho de Operaciones trabajaban nuestros médicos más experimentados bajo la directa vigilancia del Protector. Allí existen toda clase de aparatos y dispositivos, pero ante todo la campana de gas. Ésta se basa, en lo más esencial, en el mismo principio que la célebre campana de cristal de nuestros antepasados; entonces se ponía un ratón debajo de esta campana, se extraía el aire, etcétera, sin embargo, nuestra campana de gas es un aparato mucho más perfecto, pues trabaja con distintos gases y sobre todo no sirve para martirizar a pequeños animales indefensos, sino para salvaguardar al Estado único y con ello lograr la felicidad de millones de seres humanos.
Hace poco más o menos unos quinientos años, precisamente cuando comenzó su labor el Despacho de Operaciones, éste fue comparado por dos ignorantes con la Inquisición de nuestros antepasados, pero esto resulta tan absurdo como si se quiere situar a un cirujano que realiza una operación de traqueotomía al mismo nivel que un asesino. Ambos tal vez utilicen el mismo bisturí o cuchillo, y los dos realizan la misma operación, cortando la garganta a un ser humano, pero el uno trabaja en bien de la humanidad, el otro en cambio es un delincuente. El uno lleva el signo más, positivo, y el otro negativo, el menos.
Todo era tan sencillo y tan claro, que en un solo segundo, en un solo giro de la máquina lógica, lo comprendí. Pero, de pronto, las ruedas dentadas quedaron encalladas en un pequeño valor negativo y otra idea pululó en mi mente hasta que pudo salir a flote: aquel llavero en la puerta del armario había penduleado de un lado para otro. De modo que en aquel momento debían de haber cerrado la puerta de golpe; en cambio I había desaparecido sin dejar rastro. Esto no podía controlarlo la máquina. ¿Un sueño? Pero yo seguía experimentando todavía aquel dulce dolor en mi hombro derecho. Apoyada en este hombro, I había caminado conmigo a través de la bruma…
— ¿Te gusta la bruma? — había preguntado ella. Sí, también amaba la bruma, lo amaba todo. ¡Y todo era tan nuevo y tan maravilloso!
— Todo está en orden, todo marcha bien… — murmuré quedamente.
— ¿Está bien? — Los ojos redondos de porcelana del Segundo Ingeniero me miraron fijamente. En sus pupilas habla un gran asombro.
— ¿Que es lo que está bien? ¿Está bien que este individuo vaya husmeando por aquí, ése que no lleva número?… Ellos están en todas partes, durante todo el tiempo están por aquí, junto al Integral…
— ¿Quiénes?
— ¡Y yo qué sé! Pero presiento que están entre nosotros a todas horas.