Tal vez los Protectores ya se han dado cuenta de que yo… Mi sombra me ve, me observa absorta. ¿Sabe usted lo que esto representa? Es una sensación extraña: parece como si mis brazos no me pertenecieran, me molestan en todas las posturas y descubro que los muevo sin sentido, que he perdido el compás. Otras veces experimento la extraña sensación de tener que volverme…, pero no puedo, pues mi nuca está rígida, como si la hubiesen forjado. Camino, ando, corro cada vez con mayor rapidez…, pero la sombra también corre más de prisa, cada vez más de prisa…, y no puedo escapar. Llego por fin a mi habitación: ¡por fin solo! Aquí todo es distinto y, sin embargo, hay otra cosa que no me deja en paz: el teléfono. Cojo el auricular: «Aquí I-330».
Oigo un leve ruido, unos pasos apresurados delante de la puerta… Luego reina el silencio, un profundo silencio…
Echo el auricular sobre la horquilla… ¡Ya no puedo más, tengo que verla!
…Esto era ayer. Durante una hora, estuve rondando su casa: desde las 16 hasta pasadas las 17 horas; dando vueltas alrededor de la casa donde vive. Una gran cantidad de números paseaban en perfecta formación: millares de pies al mismo compás, una máquina con millones de pies. Yo, en cambio, había sido arrojado sobre una playa solitaria, estaba en una isla abandonada, y atisbaba dolorosamente al vacío, por encima de aquellas olas azul grisáceas.
De pronto vi sus cejas irónicamente enarcadas y unos ojos oscuros como ventanales, en los que ardía un incendio voraz. Fui corriendo a su encuentro y dije:
— Sabes perfectamente que no puedo vivir sin ti. ¿Por qué no vienes?
Ella guardó silencio. De pronto me di cuenta del profundo silencio que nos rodeaba. Habían dado ya las 17 horas desde hacía mucho rato. Todos estaban en sus casas, solamente yo seguía en la calle. Me había retrasado. Alrededor de mí no había más que un desierto amarillo, impregnado de una luz solar amarillenta y ardorosa. En la superficie lisa se reflejaban los bloques de las edificaciones: todos estaban del revés, invertidos lo mismo que me pasaba a mí.
Tenía que ir inmediatamente, en este mismo instante, al Departamento de Salud Pública para solicitar un certificado de que me encontraba indispuesto; de lo contrario me detendrían, y entonces… Pero tal vez sería esto lo mejor que me podría ocurrir: quedarme plantado en este mismo lugar y esperar a que me detuvieran, a que me arrastrasen hasta la sala de operaciones; entonces todo estaría arreglado, habría pagado todos mis errores y culpas.
De pronto un ruido, como un leve capoteo… Una sombra en forma de S se yergue ante mí. Sin alzar la vista, experimento cómo me atraviesa la mirada aguda y penetrante de los ojos acerados. Hago acopio de energías para decir sonriente (¡claro, algo tenía que decir!):
— ¡Quiero…, quiero ir al Departamento de Salud Pública!…
— Entonces, ¿por qué se para aquí?
No sé qué decir. Callo, mientras las mejillas se me encienden de vergüenza.
— Venga conmigo — me dice S en tono severo.
Le sigo obediente, agitando descompasadamente los brazos, que ya no me pertenecen. No soy capaz de alzar la vista y así me muevo durante todo el tiempo dentro de un mundo grotesco que no es el mío, en el que todo va de cabeza. Veo máquinas empotradas al revés, hombres que están pegados al techo como antípodas…, y veo un cielo que se funde con los adoquines cristalinos de la calle.
— ¡Es terrible! — se me ocurre pensar —. Terrible que tenga que verlo todo del revés.
Pero sigo incapaz de levantar los párpados y mirar de frente.
Nos detenemos. Hay unos escalones. Doy un paso, creyendo ver unas figuras blancas, uniformadas con bata de médico y detrás una campana silenciosa, monstruosamente gigantesca…
Haciendo un gran esfuerzo, trato de despegar mis ojos del suelo de cristal y veo por fin, a poca distancia, las letras doradas y relucientes: «Departamento de Salud Pública»… ¿Pero por qué me ha traído aquí y no a la sala de operaciones?, ¿por qué me tiene consideración?; pero no me entretengo en analizarlo: subo los escalones de un salto, cierro detrás de mí la puerta y respiro aliviado, hondamente.
Dos médicos: el pequeño, de piernas torcidas, mira hoscamente a los pacientes, el otro, de insignificante físico, muy delgado, tiene una nariz como el filo de un cuchillo… ¡Es él!
Me aferro a su brazo, como si fuese mi hermano, tartamudeo algo que hace referencia al insomnio, sueños, pesadillas, sombras… y a un mundo amarillo.
Sus labios finos sonríen:
— Malo, muy malo. Por lo visto se le ha formado un alma.
¿Un alma? Pero si ésta es una palabra remotísima, hace mucho tiempo olvidada. «Paz en el alma», «asesino de almas», eso sí…, pero ¿«alma»? ¡No, no puede ser!
— ¿Y eso qué?… — tartamudeo —, ¿es peligroso?
— Es incurable — me responde.
— Pero ¿qué es… un alma? — insisto —. No me la puedo imaginar.
— Claro. ¿Cómo podría explicárselo?… No sé… Usted es matemático, ¿verdad?
— Sí, señor.
— Pues imagínese, por ejemplo, un plano, este espejo, digamos. Mírelo. En este plano nos ve a los dos, ve una chispa azulada en la instalación y ahora se desliza también la sombra de un aeroplano. Supongamos que esta superficie se ha ablandado, y ahora ya nada se puede deslizar por ella, sino que todo se va hundiendo de aquel mundo de reflejos que de niños admirábamos maravillados y con curiosidad. Créame, los niños no son nada tontos. De modo que el plano, la superficie se ha convertido ahora en un cuerpo, en un mundo y en el interior del espejo… Y también dentro de usted hay un sol, el aire provocado por una hélice, sus labios temblorosos y también un segundo par de labios.«Mire, el frío cristal del espejo refleja los objetos. En cambio aquel otro los absorbe y conserva en sí una huella para toda la vida. Tal vez habrá descubierto alguna vez en algún rostro una arruga muy fina… ¡Ésta subsistirá siempre! Habrá oído caer, en medio del silencio, una gota de agua, y ahora mismo la vuelve a oír…
— Sí, efectivamente, así es — le interrumpí cogiéndole la mano —, he oído, más de una vez, cómo una gota de agua de un grifo de lavabo caía en silencio, y realmente no he llegado a olvidarlo nunca más. Sin embargo, no comprendo por qué ahora haya de tener alma. No la tuve, y ahora, de repente, existe. ¿Por qué yo he de tener un alma… cuando los demás…?
Agarré aun más fuertemente la mano enjuta, como si temiera perder esta tabla de salvación.
— ¿Por qué? ¿Y por qué no tenemos plumaje ni alas, sino solamente omoplatos, las bases para las alas? Porque ya no necesitamos alas: porque tenemos aviones y las alas solamente nos estorbarían. Las alas son para volar, pero nosotros no precisamos ir volando a ninguna parte, pues nos hemos remontado a las más grandes alturas y hemos encontrado lo que buscábamos. ¿No es así?
Afirmé distraído, con un simple movimiento de cabeza. Él me miró y de pronto esbozó una sonrisa irónica. El otro médico había escuchado nuestra conversación y salió ahora de su despacho, echándonos una mirada iracunda, tanto al enjuto doctor como a mí.
— ¿Qué pasa aquí? ¿Qué quiere decir alma, un alma dice usted? El diablo sabe lo que es. ¡Si las cosas continúan así, acabaremos por tener una verdadera epidemia! Se tendría que extirpar la imaginación a todo el mundo; operársela. ¿Cuántas veces se lo tengo que decir? — Había un fulgor peligroso en sus pupilas al mirar al pequeño doctor —. En estos casos, el único remedio es la cirugía…