Poniéndose unos enormes lentes radiológicos comenzó a analizar mi cabeza por todos los lados y ángulos: aquello era una radioscopia minuciosa de mis huesos frontales y, traspasándolos, de mi cerebro: luego anotó algo en su libreta de apuntes.
— ¡Muy interesante! ¡Realmente interesante! Oiga, ¿tiene algún inconveniente en que le conservemos en alcohol? Sería una gran ayuda, un gran beneficio para el Estado único… Podría ayudarnos a evitar una epidemia.
Pero el delgadito comentó:
— D-503 es el constructor del Integral, y lo que usted pretende tendría sin duda unas consecuencias bastante trágicas.
— Vaya…, si es así… — gruñó el otro, y volvió a grandes y espaciosas zancadas a su despacho.
Estábamos nuevamente a solas. La mano, fina como un papel, se posó consoladora sobre mi brazo. El rostro de facciones angulosas, agudas y tan diminuto se inclinó, acercándose todo lo que pudo a mi oído, mientras susurró:
— Querido amigo, no es usted el único caso. Ya ha visto que mi colega está hablando de una epidemia. Procure no evidenciarse, si no ha visto también en otros síntomas semejantes.
Me miró escrutador. ¿A quién pretendía referirse con esta insinuación? Me levanté sobresaltado de la silla.
Mas sin hacer caso de mi actitud, el doctor prosiguió:
— Por lo que se refiere a su insomnio y sus pesadillas, solamente puedo darle un consejo: camine más a menudo. Vaya a pie. Mañana mismo, por la mañana dé un paseo más o menos largo, tal vez hasta la Casa Antigua.
De nuevo me miró indagador y sonrió quedamente. Creí oír verdaderamente la palabra que iba oculta en su fina sonrisa, era una letra, una cifra… ¿O me jugaba una mala pasada mi fantasía?
Me extendió un certificado por dos días. Volví a estrecharle fuertemente la mano y marché presuroso.
Mi corazón latía de prisa, animadamente, casi a la misma velocidad a la que marcha un avión; y me elevaba, me remontaba a las alturas. Sabía que el día siguiente me proporcionaría una gran alegría, pero ¿qué clase de alegría?
Anotación número 17.
Me siento como desmayado. Ayer, en el preciso instante en que creía haber desentrañado todos los enigmas, haber hallado todas las x, apareció una nueva incógnita en mi ecuación.
Los puntos, sobre todo las coordenadas de esta historia, de donde parte todo, son naturalmente la Casa Antigua, son el punto de partida del eje x, y, z, sobre el que descansan todos los fundamentos de mi mundo.
Por el eje x (el Prospeckt 59) fui a pie a la Casa Antigua. Los acontecimientos de ayer giraban en torno mío como un torbellino violento; las casas boca abajo y los hombres como antípodas, mis brazos ajenos a mí, el severo perfil del doctor, el chapoteo de la gota de agua en el lavabo… Todo esto lo había vivido sin duda alguna y ya no era capaz de olvidarlo. Y continuamente bullía algo bajo la superficie ablandada, allá dentro, donde estaba el alma.
Había llegado a la angosta calle que corre a lo largo del Muro Verde. Más allá del muro se me venía encima toda una ola de raíces, flores, ramajes y hojas; esta ola se encabritaba y amenazaba barrerme para convertirme a mí, a un ser humano, el más exacto de todos los organismos, en un animal. Pero por fortuna me separaba el Muro Verde de este mar salvaje y claro. Oh, sabiduría inmensa, divinamente constructora de barreras. Creo que el Muro es la invención más importante de la humanidad: el hombre solamente ha podido ser una criatura civilizada al levantarse el primer Muro, únicamente se convirtió en hombre culto cuando construimos el Muro Verde, aislando de este modo nuestro mundo automático y perfecto de ese otro irracional y feo con árboles, pájaros y animales.
A través del lechoso vidrio percibí el corto hocico de un animal; sus ojos amarillentos me miraban fijamente, llenos de sorpresa. Nos observamos mutuamente durante un rato, estableciendo contacto con nuestras miradas, que son como unos abismos hasta cuyo fondo se penetra desde el mundo exterior. Entonces oí cómo una voz íntima me decía: «Tal vez este animal, esta bestia, con su lecho de hojas secas y su vida, desordenada, es más feliz que nosotros».
Esbocé un ademán despectivo con la mano; los ojos amarillentos pestañearon, el animal retrocedió escapando a la espesura de la verde jungla. ¡Qué ser tan miserable! ¿Más feliz que nosotros? ¡Qué ocurrencia tan absurda! Tal vez más feliz que yo… aun sería posible… pero yo soy una excepción, estoy enfermo.
Había llegado a la Casa Antigua. La vieja conserje estaba delante del portal. Fui en seguida a encontrarla y le pregunté:
— ¿Está ella aquí?
La boca encogida se abrió lentamente:
— ¿Quién es… ella?
— Pues I, ¿quién iba a ser?… Aquel día vine con ella… en el avión.
— ¡Ah, sí! Sí, acaba de llegar.
¡Estaba aquí! La vieja permanecía sentada al lado de un arbusto de «vermouth», y una rama casi le tocaba la mano; ella acariciaba las hojas plateadas y hasta sus rodillas llegaba un rayo de sol que era como una caricia. De repente, todo me pareció fundido en un solo ser: yo, la vieja, el sol, el arbusto y los ojos amarillos. Una misteriosa vena nos vinculaba y en esta vena pulsaba una sangre ardiente y loca…
Me avergüenza tener que escribir lo que sigue, pero ya que prometí llevar al papel toda la verdad, he de decirlo: me incliné sobre la vieja y besé su boca, blanda, arrugada. Y ella se frotó los labios, sonriente.
A través de aquellas estancias familiares me dirigí luego hacia la alcoba. Ya tenía el pomo en la mano cuando me asaltó cierto temor con la fuerza de un rayo: «¡Tal vez no esté sola!» Traté de escudriñar el silencio. Pero solamente oía una llamada oscura, muy cerca de mí, pero no en mi interior, sino a mi lado… era mi corazón.
Penetré en la habitación. Allá seguían el lecho ancho, anticuado, el espejo, el armario con la llave vieja y el llavero de otra época. Pero ella no estaba.
Llamé quedamente:
— ¡l!, ¿estás ahí? — Y aun más abajo, con los ojos cerrados y la respiración contenida como si estuviera de rodillas delante de ella: — ¡l…, querida mía!…
Silencio. Del grifo del lavabo caían gotas, como en animado juego, a la pila. Me molestaba el ruido, no sabría decir porqué motivo; cerré el grifo y salí. Ya que, sin duda alguna, no estaba aquí, debía de encontrarse en otro de los pisos. Bajé por una escalera oscura, tratando de forzar una puerta tras otra, pero estaban cerradas todas ellas. Todo cerrado, a excepción de «nuestro piso», y allí no había alma humana. No obstante, algo me llevaba a volver allí. Con pasos torpes y lentos volví a subir, escalón tras escalón. Mis pies me pesaban como si fuesen de plomo. Recuerdo aún perfectamente que pensé: «Es un error creer que el peso de la gravedad es constante, de modo que todas mis fórmulas están…».
Me encogí repentinamente: abajo del todo resonó un violento portazo y alguien arrastraba los pies por los baldosines del vestíbulo. Mi sensación de pesadez desapareció de golpe y casi volando fui hacia la barandilla de la escalera.
Me incliné hacia abajo queriendo desembarazarme de todas mis angustias con un solo «tú», pero quedé rígido, petrificado. Unas orejas enormes, gachas y sonrosadas, una sombra doblemente curvada… ¡S!
Sin entregarme a largas reflexiones, llegué a una conclusión: «Bajo ningún precio ha de verme aquí». Me pegué a la pared y arrastrándome, de puntillas, acabé por llegar al piso sin cerrar. Durante unos segundos me detuve delante de la puerta. Mientras, el otro ascendía lentamente, con pisadas sonoras. ¡Ojalá no cruja la puerta! Imploré casi que no hiciera ruido, pero la puerta era de madera, de modo que crujió y chirrió en los goznes.