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En mi huida precipitada pasaron al vuelo: amarillo, verde, rojo, el Buda y, antes de darme cuenta, me encontraba delante del armario de luna. Con el rostro pálido como la muerte, los ojos muy abiertos y asustados, me encontraba allí… Atisbé angustiosamente, y a través del bullicio de mi propia sangre oí cómo se abría ruidosamente la puerta del piso… Era él, sin duda…, él. Resaltaba la llave del armario; la cogí y el llavero comenzó a balancearse. De pronto recordé un detalle… Aquel día… I… Abrí violentamente la puerta del armario y me metí dentro, en el armario oscuro. Un paso y… de pronto perdí el suelo bajo los pies. Lentamente, muy lentamente fui cayendo al vacío, los ojos se me nublaron y perdí la conciencia; estaba muriéndome… sí, ¡me moría!

Posteriormente, al llevar al papel todos estos extraños sucesos, escarbé en la memoria durante mucho tiempo e incluso tuve que consultar toda una serie de libros hasta que se me hizo evidente el finaclass="underline" había sido víctima de un estado que nuestros antepasados llamaron «desmayo», el cual, en cambio, es totalmente desconocido para nosotros.

No sé durante cuánto tiempo estuve inconsciente, posiblemente diez o quince segundos. Al recobrar el sentido me encontraba rodeado de la más profunda oscuridad, pero seguía deslizándome hacia un fondo desconocido. Fui tanteando con la mano hasta que tropecé con un muro áspero en el que mis dedos se lastimaban hasta sangrar, de modo que aquello no era un simple juego de mi fantasía. Pero ¿qué era… qué sería?

Oí mi respiración jadeante. Temblaba literalmente de miedo; pasaba un minuto, dos, tres…, y sin embargo seguía bajando. Por fin experimenté una leve sacudida; volví a pisar tierra firme. Tanteando en la oscuridad, encontré el pomo de una puerta; abrí y di un paso. Una luz mortecina penetró en la oscura galería. Al volverme, observé alarmado que un pequeño ascensor a mis espaldas había vuelto a ponerse en movimiento hacia arriba: era bastante rápido.

Quise detenerle pero ya era demasiado tarde, tenía cortada la retirada y no sabía dónde me encontraba. Aquel pasillo era la única salida. Un silencio plomizo, apremiante, me acosaba. En las estancias abovedadas ardían unas lámparas pequeñas, una interminable hilera de oscilantes puntitos de luz.

El largo pasillo me recordaba las galerías de nuestros metropolitanos, pero éste no estaba construido de vidrio grueso, transparente e irrompible, sino de un material anticuado que yo no conocía. Tal vez era la galería subterránea destinada a refugio por la gente durante la Guerra de los Doscientos Años… Pero, fuese lo que fuese… había de internarme en él, sin remedio.

Anduve unos veinte minutos. Luego el pasillo torció a la derecha, se ensanchó, las lámparas esparcían una luz más viva. Oí unos ruidos sordos, desconocidos. No podía distinguir si eran voces humanas o ruido de máquinas, pero de todos modos me encontré de pronto frente a una verdadera puerta pesada y opaca. ¡Del otro lado de la puerta, venían los ruidos!

Llamé con el puño. Primero con cautela, luego con mayor fuerza. Se oyó un chirrido y la puerta se abrió lentamente.

No sé quién de los dos quedó más sorprendido… Cara a cara, me encontré de pronto con el pequeño doctor.

— ¿Usted… aquí? — exclamó asustado.

Yo le miraba fijamente, en silencio, y no entendía palabra de lo que decía, como si jamás hubiese oído el sonido de una voz humana. Seguramente quería que me fuera, pues me agarró con su fina mano, como de papel, por el antebrazo y me condujo nuevamente al pasillo.

— Permítame — le dije —, quería…, pensaba que usted, quiero decir I-330…

— ¡Aguarde! — me interrumpió, desapareciendo rápidamente.

¡Por fin, sí, por fin! Estaba aquí. Me la imaginé con su vestido de seda amarilla, su sonrisa irónica, sus pestañas caídas sobre las pupilas, y mis labios temblaron. También mis manos y mis rodillas temblaban, y se me ocurrió una idea descabellada: las vibraciones son tonos, de modo que mis temblores deben de sonar también; pero ¿por qué no los oigo?

Luego vino ella, con los ojos dilatados, muy abiertos. Y yo… yo me hundí en ellos.

— No pude soportar esto más tiempo. ¿Dónde estuvo metida todos estos días? — La contemplé fijamente, como hechizado, y tartamudeé, casi febrilmente: — una sombra, a mis espaldas… Estaba como muerto… El armario su amigo el doctor dice que tengo un alma… incurable.

— Un alma. ¡Incurable! ¡Pobre! — me respondió I con una sonora carcajada.

De pronto se me disipó mi estado febril. Me rodeaba su risa burlona, melodiosa, lo que me causaba gran bienestar. El doctor, tan simpático, tan magnífico:

— Bueno… ¿Qué?… — le pregunto.

— No hay motivo para asustarse. Ha venido por pura casualidad, luego se lo contaré todo. Dentro de un cuarto de hora estaré de vuelta.

El doctor se marchó. Ella, en cambio, esperó un momento hasta que la puerta se cerró con sordo ruido. Luego rodeó con sus brazos mi nuca y se me acercó mimosa; el contacto de su cuerpo era como una puñalada que penetraba cada vez más profundamente en mi corazón. Estábamos los dos… a solas… Abrazados, ascendimos por unos escalones oscuros e interminables.

Ambos guardábamos silencio. No podía ver nada, pero intuía que ella caminaba con los ojos cerrados y los labios entreabiertos… que escuchaba una leve melodía: aquella melodía era el casi imperceptible temblor de mi cuerpo.

Llegamos a uno de los patios de atrás; uno de los muchos que posee la Casa Antigua; vi una cerca parecida a unas costillas de piedra, desnudas, y un muro medio derrumbado, cuyos restos se erguían como dientes amarillos. Ella entornó los ojos y dijo:

— Pasado mañana, a las dieciséis horas…

¡Y se fue!

¿Ha sucedido realmente todo esto? No sé. Pasado mañana lo sabré. Solamente ha quedado una clara huella, una sola: un rasguño en un dedo de mi mano derecha. Pero hoy, cuando fui al Integral, me aseguró el segundo constructor que había visto personalmente cómo con el dedo rocé la rueda de la pulidora. Tal vez sea ésta la verdad. ¡Yo no lo sé… ya no sé nada…, absolutamente nada!

Anotación número 18.

SÍNTESIS: En la jungla de la lógica. Heridas y parches. Nunca más.

Ayer, cuando me retiré a dormir, me hundí en seguida en el mar sin fondo de los sueños, como si fuese una nave demasiado cargada. Sentí perfectamente la presión de las olas verdes, oscilantes. Luego me llevaron a la superficie, poco a poco, y a medio camino abrí los ojos: mi habitación estaba bañada de luz verdosa, matutina y fría. En la puerta de mi armario de luna jugaba cegándome la estrecha franja de un rayo de sol. Aquella luz me impedía respetar las horas reglamentarias de descanso.

Pensé que sería mejor abrir la puerta del armario. Pero no encontraba las energías necesarias para levantarme: me sentía como apresado por una tela de araña y también en mis ojos habían otras, como unas legañas pegajosas y enormes…

Me incorporé, sin embargo, abrí el armario… y de pronto vi detrás de la puerta de luna a I, que estaba quitándose el vestido. Estoy tan acostumbrado desde hace algún tiempo a las cosas más inverosímiles que ni siquiera me sorprendí… Tampoco le hice pregunta alguna. Entré en el armario, cerré la puerta de golpe y abracé a I con avidez, jadeante y como ciego.

Un agudo rayo de sol penetró a través de la hendidura como si fuese un filo brillante y agudo, y cayó de lleno sobre el cuello desnudo y echado hacia atrás de I… Me asusté tanto por aquella impresión que perdí la serenidad y exhalé un grito. Abrí los ojos…

Estoy en mi habitación. Todavía reina una luz matutina fría y verde. El sol se refleja en la puerta del armario. Aún me encuentro acostado. De modo que sólo se trataba de un sueño. Pero mi corazón late como si quisiera reventar en el pecho, en las yemas de los dedos siento un dolor agudo y también en las rodillas.