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¡Gran Protector! ¿Es éste realmente mi destino? ¿Tal vez ella quiere darme a entender, con lo que acaba de decir, que me ha puesto el ojo encima?

Se me borraba todo de la vista, veía miles de sinuosidades y la carta parecía bailar fantasmagóricamente. Me acerqué a la pared para estar más cerca de la luz. El sol se apagó y la ceniza rojo oscura de mi interior, en el suelo y en la carta, que seguía sosteniendo en mi mano, adquirió un matiz grisáceo.

Abrí el sobre y eché una ojeada a la firma, y entonces se abrió dentro de mí una profunda herida… La carta no era de I, sino de O. En el ángulo inferior derecho vi una mancha azul pálida, debida por lo visto a una gota de agua. No puedo soportar manchas, sean de lo que sean y vengan de donde vengan, ya sean de tinta o de…

Antes, una mancha así sólo despertaba en mi interior una pequeña sensación de desagrado. Pero, ¿por qué ahora me parece tan grande como una nube y por qué oscurece todo en mi derredor? ¿Acaso vuelvo a tropezar con ese asunto tan descabellado del alma?

O escribía:

Desde luego, nada entiendo de redacción de cartas, pero no importa. De todos modos, ha de saber que no puedo vivir sin usted ni una sola hora, ni una primavera. R-13 es para mí tan sólo… (bueno, esto no tiene importancia para usted). Pero estoy muy agradecida a R-13, pues no sé cómo habría sabido superar las horas pasadas sin su ayuda.

En estos últimos días y en estas últimas noches he envejecido no diez, sino veinte años. Tenía la sensación de que mi habitación ya no era cuadrada, sino redonda, y de que erraba continuamente como un círculo, sin encontrar en parte alguna la salida.

No puedo vivir sin usted, porque le amo. Sé que ahora no necesita a nadie más que a ella en el mundo, y precisamente porque le amo tengo que renunciar a usted. Dentro de dos o tres días, cuando haya vuelto a recomponer algo, aunque sea muy poco, los jirones de mi antiguo ser, para que se parezca en algo a la antigua O, quiero anular mi abono con usted y así se sentirá aliviado. No volveré nunca más. Perdóneme…

Claro que sería lo mejor, ella tiene razón. Pero ¿por qué?, ¿por qué?…

Anotación número 19.

SÍNTESIS: Una magnitud infinitamente pequeña de tercer orden. La frente arrugada. Un vistazo más allá de la balaustrada.

En un pasillo, fantástico e inquietante, con lámparas y luces oscilantes… No, no allá, sino mucho más lejos, cuando me hallaba en uno de los rincones más ocultos del patio de la Casa Antigua, me había dicho: «Pasado mañana». Este «pasado mañana» es hoy y todo parece tener alas. El día vuela y también nuestro Integral se remontará pronto a los aires. Ha quedado acoplado ya el motor a propulsión.

Hoy lo hemos probado. ¡Qué salvas tan hermosas, enormes, magníficas! Cada una era como una salutación para este «hoy».

En el instante de la primera explosión, había unos diez números distraídos delante del escape y nada quedó de ellos sino un mantoncito de cenizas. Para satisfacción mía, puedo escribir aquí que este incidente no alteró en nada el programa del trabajo. Ni uno solo de nosotros movió siquiera una pestaña, pues tanto nosotros como las máquinas proseguimos — ellas con sus movimientos rectilíneos y circulares — nuestra labor del modo más exacto, como si nada hubiese sucedido.

Diez números no son más que una cienmillonésima parte de la masa del Estado único, es decir, una magnitud infinitamente pequeña de tercer orden. Nuestros antepasados estaban poseídos por una compasión analfabética, que nosotros hemos de considerar risible y ridícula.

Por otra parte, se me ocurre pensar ahora en algo bastante ridículo, referente a lo que ayer pude estar hilvanando mentalmente a causa de una mancha miserable y gris, y me sorprende que la haya llegado a mencionar en mis anotaciones. También esto es consecuencia, desde luego, del reblandecimiento de la superficie plana, que debe ser de la dureza de un diamante, como lo son nuestros muros de cristal.

Las dieciséis horas. No fui al paseo general. ¿Quién sabía si a lo mejor se le ocurría venir precisamente en este momento?… Y la casa estaba tan vacía, que casi me encontraba totalmente solo. A través de los muros, brillantes a causa de los rayos solares, pude ver perfectamente toda la larga hilera de habitaciones vacías, suspendidas en el aire tanto a mi derecha como a mi izquierda y debajo de mí. Una sombra gris y espesa ascendía por la escalera de brillo azulado, cuyos escalones casi no se veían debido a los resplandores del sol. Oí unos pasos y vi cómo cruzaba por delante de mi puerta; me sonrió y luego descendió por la otra escalera.

Se cerró la portezuela de mi numerador. En el campo estrecho y blanco vi a un número masculino desconocido (comenzaba por una consonante y por esta razón me di cuenta de que se trataba de un hombre). El ascensor empezó a zumbar y la puerta se cerró de golpe. Ante mis ojos aparecieron unas cejas gruesas y contraídas y encima una frente abultada, que parecía un sombrero muy echado sobre la cara, de modo que apenas se podían ver los ojos.

— Aquí hay una carta para usted — dijo el desconocido —. Es de ella. Le ruega que proceda exactamente como le indica en la carta.

Echó una mirada de reojo a su derredor. Pero no había nadie. Por fin me tendió la carta y se marchó. Volví a estar solo.

No, no estaba solo, pues el sobre exhalaba un aroma delicado, un perfume, y contenía un billete rosa. ¡Viene, viene por fin a verme! Pensé rápidamente en que debía repasar sus líneas en un abrir y cerrar de ojos para poder convencerme por mí mismo de que vendría, para poder cerciorarme de que era así, de que sería así… Pero ¿qué decía allí? Volví a leer la carta, una y otra vez… «Guarde el billete. Y, aunque no vaya, corra los cortinajes como si estuviera con usted. Lamento infinitamente…»

Rompí la carta hasta dejarla hecha trizas. Me vi en el espejo con el ceño fruncido. Cogí el billete rosa para romperlo también.

«¡Le ruega que proceda exactamente como le indica en la carta!…»

Mis manos parecían caer inertes y el billete rosa flotó, hasta posarse, sin ayuda, encima de la mesa. Era más fuerte que yo. ¡Y yo tenía que hacer lo que ella me ordenaba! ¿Tenía que hacerlo realmente? Bueno, hasta el atardecer quedaba todavía mucho tiempo… El billete seguía sobre la mesa.

¡Qué fastidio, no tener un certificado médico para hoy!

Quisiera marchar, caminar, caminar sin fin y sin límite a lo largo de todo el Muro Verde; después desplomarme encima de la cama. Pero tenía que acudir al auditorio número 13 y estar allí durante dos horas, permanecer sentado sin moverme de mi asiento, ¡dos largas horas!

Durante la disertación. ¡Que extraño!… De aquel aparato reluciente no salió como siempre la voz habitualmente metálica, sino otra, suave y mimosa. Era una voz de mujer, me recordaba la voz de aquella vieja de la Casa Antigua.

La Casa Antigua… Todo parece asaltarme como una ola inmensa y tengo que hacer acopio de fuerzas para no gritar a los cuatro vientos…

Escucho la voz suave y melodiosa, sin captar el sentido de sus palabras. Soy como una placa fotográfica en la que todo se destaca con especial agudeza: los reflejos lumínicos en el altavoz, el niño debajo…, la ilustración viva de la disertación… la pequeña boca, que va chupando una de las puntas del uniforme, los diminutos puños crispados y los hoyuelos en la muñeca.

Ahora balancea su pequeña pierna por encima del borde de la mesa-mostrador y una manita parece querer agarrar el aire… ¡Pronto caerá el niño! Pero… de pronto, un grito. Una mujer vuela, más que corre, hacia el estrado, coge al niño antes de caer y lo coloca nuevamente en el centro de la mesa para regresar acto seguido a su asiento. Veo unos labios rosados, suavemente enarcados, unos ojos húmedos y azules. ¡Es O! De pronto reconozco y descubro la ley de regularidad casi matemática, la necesidad de este incidente sin importancia.