Ella está sentada en la fila posterior, a mi espalda. Me vuelvo hacia ella, que, obediente, deja de mirar al niño de la mesa para ofrecerme sus pupilas. Ella, yo y la mesa en el estrado somos como tres puntos unidos por una línea, y esta línea forma la proyección de unos acontecimientos inevitables y aun invisibles.
Cuando regreso a mi casa, las calles aparecen como sumidas en su letargo verdoso, las lámparas arden fulgurantes. Pronto, las agujas del reloj pasarán de una determinada cifra, y luego… estoy seguro… haré algo inaudito. En mi interior oigo el tic tac de un extraño reloj. Es mi corazón. Y éste quiere que las gentes piensen que estoy con ella. Yo, en cambio, sólo la quiero a ella. ¿Qué me importan sus deseos? No tengo la menor intención de correr los cortinajes para complacer a gentes extrañas.
A mis espaldas oigo unos pasos rastreros y vacilantes. No me vuelvo porque sé que se trata de S. Sé que me sigue hasta el portal y seguramente observará luego mi habitación desde la otra parte de la calle hasta que corra los cortinajes que deben ocultar los delitos de esta mujer… No, él, mi Protector, mi ángel de la guarda, ha decidido el asunto… Estoy fuertemente decidido a no correr las cortinas.
Cuando enciendo la luz de mi habitación, veo a O delante de mi mesa. Ha cambiado de forma inquietante: los vestidos cuelgan de sus miembros, sus brazos caen sin fuerza y su voz suena débiclass="underline"
— He venido por mi carta. ¿La ha recibido? ¡Necesito una respuesta… inmediata!
Me encojo de hombros y la miro severamente a los ojos azules, como si ella tuviera la culpa de todo. Después de un prolongado silencio, digo irónico, acentuando cada una de mis palabras:
— ¿Una respuesta? Pues la respuesta es que tiene razón, toda la razón. En todo.
— De modo que eso quiere decir… — Procura ocultar su temblor, que, a pesar de todo, no se me escapa, tras una sonrisa forzada —. Bueno, entonces me marcharé en seguida… Inmediatamente…
Pero no se mueve, sino que sigue en el mismo lugar con los ojos clavados en el suelo y los hombros casi desarticulados. Encima de la mesa hay todavía el billete rosa arrugado de la otra. Lo escondo debajo de una página de mi manuscrito. Tal vez lo quiera ocultar más ante mis propios ojos que ante O.
— Ya ve, escribo sin interrupción. Tengo ya ciento setenta páginas… Y me parece que todo esto será muy distinto de lo que yo mismo pensaba…
Su voz sólo es la sombra de una voz:
— ¿Se acuerda de… la página siete? Entonces lloré y una lágrima mía cayó sobre el papel, y usted…
Se interrumpe. Y de sus ojos azules y grandes brotan de nuevo lágrimas que surcan sus mejillas. De pronto, excitada, añade:
— ¡No puedo más, me voy!… ¡Nunca más volveré! Pero quisiera… Quiero tener un hijo de usted. Déme un hijo y entonces me iré para siempre.
Veo cómo debajo del uniforme tiembla todo su cuerpo y me doy cuenta también de que yo, en este instante… Cruzando las manos detrás de mis espalda, digo sonriendo:
— ¿Es que quiere acabar sus días encima de la máquina del Protector?
— ¡Y a mí qué me importa, si ya lo siento en mi interior con exactitud! Y aunque lo tuviera tan sólo un día, si tan sólo pudiera ver una vez el pequeño hoyuelo en su bracito, como antes, encima de la mesa…
Tengo que pensar nuevamente, quiera o no, en los tres juntos. Ella, yo, y aquellos puños pequeños y crispados encima de la mesa del auditorio.
De colegiales nos llevaron cierto día a la torre de los acumuladores. En la plataforma superior, me incliné sobre la barandilla de cristal y miré hacia abajo. En la profundidad, los seres humanos eran como unos simples puntitos, entonces me asaltó un leve vértigo: «¿Qué sucedería si ahora me precipitase al vacío?», me pregunté entonces. Aquella vez, me agarré con todas mis fuerzas a la barandilla, pero ahora, en cambio, me arrojaría al abismo.
— ¿Lo quiere realmente? ¿A pesar de que sabe con exactitud que?…
— ¡Sí, quiero!…
Saqué el billete rosa de la otra de debajo del manuscrito y bajé hasta el puesto de inspección. O me cogió por el brazo y gritó algo, que no llegué a comprender del todo hasta que volví a estar a su lado. Se había sentado en el borde del lecho y tenía las manos cruzadas en el regazo.
— ¡Dése prisa!…
La cogí brutalmente por la muñeca (mañana seguro que tendrá un cardenal en el mismo sitio donde el chiquillo tenía sus hoyuelos). Luego cerré la llave de la luz y hasta las ideas murieron. Oscuridad, fulgores… Así me precipité por encima de la barandilla a las profundidades del abismo.
Anotación número 20.
Descarga… Ésta es la expresión más adecuada. Ahora veo que esto era nada menos que una descarga eléctrica. Durante los últimos días mi pulso había adquirido cada vez mayor fuerza, siendo cada vez más rápido y más doloroso… Los polos se iban acercando uno al otro más y más, luego se produjo un crujido seco…, ya sólo faltaba un milímetro y por fin la ¡explosión! Luego, un profundo silencio.
En todo mi interior todo ha quedado quieto, reposado y vacío, como una casa de la que han salido todos los habitantes excepto uno, que sigue asustado, enfermo en la cama, y escucha el martilleo metálico de sus ideas.
Puede ser que esta «descarga» haya curado por fin mi alma martirizada y que ahora vuelva a ser como todos los demás. Por lo menos, veo ahora con la imaginación a O encima de los escalones del cubo y a mí mismo debajo de la campana de gas. Ni siquiera experimento el menor dolor ante este espectáculo. También me resulta indiferente el hecho de que en la sala de operaciones acaso revele mi nombre, pues en mi última hora, con gratitud y conformidad, besaré la mano castigadora del Protector.
Frente al Estado único tengo el derecho de someterme al castigo, y este derecho no me lo dejaré arrebatar. Ninguno de nosotros, los números, puede ni debe atreverse a pensar en la renuncia a este derecho único y por esta razón tan apreciado.
Las ideas siguen martilleando mi cerebro quedamente, claras y metálicas; como si algún vehículo aéreo me elevara a las alturas azules de mis abstracciones favoritas. En el aire transparente y ozónico de las alturas, mis consideraciones estallan como burbujas, y me parece risible este «derecho», pero reconozco que esta especie de rebeldía sólo se reduce a una de las reminiscencias de los prejuicios ridículos de nuestros antepasados, que eran víctimas de lo que solían llamarse ideas «legales».
Existen ideas que parecen un recipiente de barro y otras que se diría que están hechas para la eternidad, de oro o de un cristal extraordinariamente precioso. Para determinar el material de una idea, solamente hace falta rociarla con un determinado ácido de efecto fulminante. Uno de estos ácidos ya era conocido por nuestros antepasados, el reductio ad finem. Creo que así lo llamaban entonces; pero temían este veneno, pues preferían ver algo palpable, fuese lo que fuese; preferían un cielo de juguete a la nada azul. Nosotros, en cambio, gracias al Protector, somos unos seres adultos y maduros que no necesitamos juguetes.
Supongamos que expusiéramos a la acción del ácido la idea verdad. Ya en épocas remotas, los espíritus más grandes sabían de la fuente de la verdad cuya base era el poder y, por lo tanto, creían que la verdad era una función del poder. Imaginémonos dos balanzas, una de las cuales contiene un gramo y la otra una tonelada; es como si en una estuviera el «yo» y en la otra el «nosotros» del Estado único.