Una cosa similar ocurrió otra vez, 119 años atrás, cuando un meteoro bullicioso e hirviente cayó fulminante del cielo en medio de los transeúntes.
Marchábamos como siempre al igual que un ejército, están representados los ejércitos en un relieve así 1.000 cabezas con las piernas en movimiento y los brazos alzados. Desde el final del Prospekt, donde zumbaba amenazante la torre de los acumuladores, se nos acercaba un cuadro: en ambos extremos, delante y detrás, los vigilantes, y en el centro tres hombres a los que habían quitado los distintivos dorados con los números… Todo era horriblemente revelador de una verdad terrible y exacta.
La enorme esfera de cifras en la torre era como un rostro que se inclinaba desde las nubes, vomitando los segundos hacia abajo y esperando con indiferencia. Y en aquel momento, a las trece horas y seis minutos, aquel cuadro comenzó a alterarse hasta la confusión. Sucedió en mi más inmediata proximidad y recuerdo perfectamente un cuello largo y delgado y unas sienes surcadas por el fino ramaje de unas arterias azules, como si fueran ríos en el mapa de un mundo pequeño y desconocido; este mundo desconocido era aún joven.
Por lo visto, había descubierto entre los transeúntes a un número determinado, pues alargó el cuello y se detuvo. Uno de los vigilantes lo fustigó tan valientemente con el látigo eléctrico, que se originó un verdadero chisporroteo azulado. El joven gimió quedamente, de modo muy parecido a un pequeño perro. Y luego, cada dos segundos, latigazo-gemido-latigazo-gemido.
Seguimos paseando tranquilamente, y al ver las graciosas líneas en zigzag de las chispas, pensé: «En la sociedad humana todo se torna infinitamente perfecto, y, desde luego, así ha de ser. ¡Qué arma tan fea era el látigo de nuestros antepasados! Y qué hermosura, en cambio…» En este instante se destacó la silueta esbelta y dúctil de una mujer de nuestro grupo y se precipitó hacia el cuadro prorrumpiendo en un grito:
— ¡Basta, no lo volváis a tocar!
Este acontecimiento causó el mismo efecto que aquel meteoro de hacía 119 años: el primer grupo de paseo se detuvo, y nuestras filas se convirtieron en crestas de olas grises, que el frío hace congelar y petrificar súbitamente.
Durante unos segundos contemplé a aquella mujer con el mismo terror que los demás: ya no era un número, pues se había convertido en persona; ya sólo existía como la substancia metafísica de una ofensa. Se volvió moviendo levemente las caderas, y de pronto me di cuenta de que yo conocía aquel cuerpo fino y dúctil como una espiga, lo conocían mis ojos, mis labios y mis manos. Por lo menos en aquel instante estaba plenamente convencido.
Dos hombres de la guardia le salieron al encuentro. ¡Y acto seguido alzarían sus látigos, que se reflejaban en el cristal reluciente de las aceras!… No tardarían en castigarla… Se detuvieron los latidos de mi corazón y, sin reflexionar un solo instante, me precipité también hacia ellos…
Noté que miles de ojos asustados se clavaron en mi espalda, pero precisamente esto iba a proporcionar aun mayor energía a este salvaje de manos peludas que salía de mi propio ser, para correr aun más de prisa: ya sólo faltaban dos pasos… Y en aquel momento ella se volvió.
Un rostro cubierto de pecas, unas cejas pelirrojas… ¡No era ella! ¡No era I!
Una alegría loca me brotaba de la garganta. Quería gritar a los cuatro vientos: «¡Cogedla, detenedla!» o algo similar, pero las palabras no me salían de la boca. Ya se había abatido una mano pesada sobre mi hombro, para detenerme. Y yo procuraba aclararle al guardia…
— ¡Escuche, compréndame…, pensaba que!…
Pero ¿cómo explicarles lo que sucedía, contarles mi enfermedad, la que he descrito en esta anotaciones?… Una hoja, arrancada por una súbita ráfaga de viento, cae obediente al suelo, pero al caer se vuelve desesperada, se agarra a cada una de las ramas, familiares, a cada ramita… Así me agarraba yo en busca de ayuda a cada una de las cabezas redondas, a las cúpulas, al hielo transparente de los muros y a la punta dorada de la torre de los acumuladores.
Exactamente en el mismo instante en el que el telón del silencio amenazaba separarme para siempre de este mundo esplendoroso, apareció muy cerca un rostro conocido. El hombre gesticulaba excitado con sus manos rosadas; luego dijo con su voz familiar:
— Creo un deber atestiguar que D-503 está enfermo y que no es capaz de dominar sus sentimientos. Estoy convencido de que se ha dejado arrebatar por una indignación absolutamente natural…
— Sí, sí — exclamé —. Incluso he gritado: «¡Detenedla!»
A mis espaldas alguien replicó:
— No ha gritado en absoluto.
— Pero quería gritar… Lo juro por el Protector; quería gritar.
S me dirigió una mirada fría y penetrante. No sé si penetraba en mi más profundo interior y creía que casi decía la verdad, o si quería salvaguardarme por algún tiempo, pero de todos modos escribió unas palabras en un papel y lo dio luego a uno de los guardias… Así quedé libre e incorporado nuevamente a las filas asirias, ordenadas e infinitas.
El rostro pecoso y las sienes surcadas por venas azuladas desaparecieron por la esquina… ¡Para siempre! Nosotros seguimos marchando, un cuerpo con millones de cabezas, y en cada uno de nosotros reinaba una alegría queda y humilde, en la que seguramente vivían átomos, moléculas y fagocitos. En el viejo mundo, los cristianos, como únicos predecesores nuestros (pero mucho más imperfectos), debían de saber que la humildad es virtud y que, en cambio, el orgullo es un vicio, que el «nosotros» proviene de Dios, y que el «yo» del Diablo.
Seguíamos marchando al mismo compás que los demás y, sin embargo, yo estaba separado de ellos. Este incidente me había sobresaltado tanto, que todo mi cuerpo seguía temblando. De pronto me sentí a mí mismo, y a mi propio yo. Todos aquellos que se dan cuenta de Sí Mismos, son conscientes de su individualidad, pero solamente el ojo inflamado, el dedo lastimado, el diente enfermo se evidencian; pues el ojo sano, el dedo indemne, y el diente intacto no parecen existir. De modo que, sin duda alguna y con absoluta certeza, uno está enfermo cuando siente su propia personalidad.
Tal vez yo no soy ningún fagocito que devora ávidamente los microbios destructores (como a aquel joven mozo, y la mujer pecosa), tal vez soy sólo un microbio y quizás hay millones entre nosotros que se creen fagocitos.
Pero ¿qué sucedería si este incidente de hoy, de por sí bastante insignificante, fuese sólo el principio, únicamente el primer meteoro de toda una lluvia de piedras candentes, que caen desde lo infinito sobre nuestro paraíso?
Anotación número 23.
Dicen que hay unas flores que sólo se abren y florecen cada cien años. Y ¿por qué no han de haber otras que florezcan una vez cada mil e incluso cada diez mil años? Quizá no lo hayamos sabido por la simple razón de que este «una vez cada mil años» acontece precisamente hoy.
Ebrio de felicidad bajé al vestíbulo y ante mis ojos se abrían en todas partes unos capullos milenarios para florecer: sillones, bocas, insignias doradas, lámparas eléctricas, ojos oscuros y suaves, las varas relucientes de cristal en la barandilla de la escalera, un pañuelo policromo que alguien había perdido en los escalones, la pequeña mesita en la garita del conserje, las mejillas suavemente sonrosadas de U… Todo era nuevo, suave, tierno, rosado y lozano.
U tomó mi billete rosa: encima de su cabeza — a través del muro cristalino — pendía la luna como una cuña invisible, azulada y pura.
Alcé la mano y dije a U:
— ¡La luna! Mírela… mire.
Ella me contempló, luego vio el billete rosa y bajó su falda con un gesto pudoroso, tapándose las rodillas.