Выбрать главу

A pesar de que nadie de los que me rodeaban veía las manchas negras que tenía ahora, sabía, sin embargo, mejor que nadie que, como un criminal, nada tenía que hacer entre estas personas de rostro abierto y honesto. De buena gana me habría levantado de un salto y hubiera gritado violentamente toda la verdad acerca de mi vida. «Aunque fuese mi fin — pensé —, ¿qué me habría de importar? ¡Si, aunque sólo fuera por un segundo, me pudiese sentir puro e inocente, tan limpio de ideas como este cielo ingenuamente azul!»

Todos los ojos miraban hacia el cielo; en el azul matutino vibraba un punto apenas perceptible, tan pronto de color oscuro como brillando al sol. Era Él, que descendía desde el cielo hacia nosotros. Un nuevo Jehová, en la aeronave, sabio, bondadoso y severo como el Dios de la Antigüedad. Cada minuto se acercaba más, y cada vez había más fervor en los corazones, que latían con amor. Eran millones de corazones los que se le brindaban. Ahora probablemente ya podía distinguirnos.

Y simbólicamente le acompañaba, mirando sobre las multitudes congregadas, las líneas punteadas de las tribunas concéntricamente dispuestas, que con sus círculos parecían una telaraña monstruosamente grande. En el centro de cada telaraña se posaría en seguida una araña blanca y sabia, el Protector, ataviado de su uniforme blanco: el Protector que nos ha atado de pies y de manos con toda su sabiduría, utilizando los hilos irrompibles y resistentes de la felicidad.

El aterrizaje solemne había concluido. El himno atronador cesó… y todos volvieron a sentarse. De pronto me di cuenta que esto era en realidad una telaraña fina como un velo tenso hasta el límite y que posiblemente durante el próximo momento se rompería, para después ocasionar algo increíble.

Me enderecé un poco y miré a mi alrededor. Mis ojos chocaron con otro par de ojos, con un rostro y con otro, y fui examinando a uno tras otro con mirada cariñosa y preocupada. Entonces alguien levantó la mano y dio una señal. Y efectivamente… le contestó la señal de respuesta. Y otra vez… También estaban ellos, los Protectores. Algo les inquietaba: la red, la telaraña estaba tan tirante, que todo vibraba y temblaba.

En el estrado, uno de los poetas iba leyendo el discurso de apertura, pero no capté ni una sola palabra: oía tan sólo el ritmo uniforme de los hexámetros, que me recordaban el tic tac de un reloj. A cada impulso del péndulo se acercaba un segundo determinado de antemano. Como bajo el azote de la fiebre, mis ojos erraron por encima de las filas, pero aquel rostro tan ansiadamente buscado no lo hallaba en ninguna parte. Tenía que encontrarlo rápidamente; ¡sí, debía encontrarlo!: pronto comenzaría a sonar la hora, y entonces…

Él (sí, allí estaba). Con las orejas sonrosadas y gachas. Muchas orejas sonrosadas y un lazo en forma de S pasaron al vuelo por delante del estrado. Y él pasaba con paso ligero por en medio de los pasillos, entre las tribunas.

Sí… Había una misteriosa combinación y relación entre los dos. (Lo sospechaba desde hacía mucho tiempo, pero hasta el momento no sabía cuál era la clase de lazo que los unía. Supongo que algún día me enteraré.) La seguí con la mirada. De pronto se detuvo… Era como una descarga eléctrica la que me azotó… me exprimió y comprimió, hasta dejarme convertido en un haz miserable y encogido.

S se hallaba en nuestra propia fila, a unos 40 grados de distancia, y se inclinaba sobre alguien. Vi a I… y a su lado al sonriente R-13, con sus repugnantes labios de negro.

Mi primer impulso fue precipitarme sobre él y gritarle: «¿Por qué está hoy con ella? ¿Por qué no quería que estuviera yo con usted?» Pero una araña invisible me ataba de pies y manos. Rechinando los dientes, me quedé sentado sin apartar la vista de ellos. Experimenté un fuerte dolor físico en el corazón, tal como lo siento ahora.

Éste era mi propio yo. Sé todavía que seguí pensando: «Si unas causas no físicas pueden provocar un dolor físico, entonces se evidencia que…»

Desgraciadamente no pensé esto hasta el final, o si acaso tan oscuramente, que me acuerdo que se me ocurrió recordar la tonta frase de nuestros antepasados: «Se me rompe el alma». Quedé petrificado: los hexámetros habían terminado. Ahora, sí, ahora sucedería…

Siguió una pausa de cinco minutos. Pero este silencio no se llenó con una oración solemne, como en otros tiempos, sino con algo agobiante: con aquellas fechas remotas en que todavía no se disponía de las torres acumuladores, y de vez en cuando el cielo encapotado amenazaba, tormenta. El aire… Ese aire actual de metal transparente…, totalmente domado, que invita a ser respirado a pleno pulmón.

Mi oído tenso hasta el máximo registró, procedente de alguna parte, una conversación nerviosa, sostenida en voz baja: tan baja como un susurro. No hacía más ruido que el roer de un ratón. Con los párpados entornados, estuve atisbando durante todo el tiempo en dirección a I y R, y encima de mis rodillas temblaban intensamente mis manos peludas. Éstas no me pertenecían y las odiaba de todo corazón. Transcurrieron un minuto… dos… tres, tal vez cinco… Encima del estrado sonó una voz metálica, clara y pausada:

— Quien vote en favor, que alce la mano.

«¡Ojalá le pudiera mirar a los ojos, como antes, con la mayor sinceridad y devoción!» Levanté la mano como si tuviera oxidadas las articulaciones.

El alzarse de millones de manos y un quedo «¡Ah!». Sentí claramente que ahora comenzaba algo que derrumbaba con violencia una cosa en mi interior, pero no podía determinar todavía de lo que se trataba, me faltaba la energía para alzar la vista, no osaba…

— ¿Quién está en contra?

Siempre había sido éste el instante más solemne del día. Todos permanecían sentados e inmóviles y se sometían alegres y conformados al yugo benévolo de este Número de los números. Pero esta vez volví a oír un ruido, y el terror se apoderó de mí; era más leve que el susurro del viento y sin embargo más fuerte que los atronadores sones del himno. Sonaba como el último suspiro de un moribundo… y todos los rostros de alrededor palidecieron y a todos les brotó un sudor frío en la frente.

Alcé la vista, solamente por una millonésima parte de segundo, y millares de brazos se alzaron «¡en contra!» y volvieron a caer. Vi el rostro pálido de I, señalado como por una cruz. La vista se me nubló.

¡Silencio, mientras mi sangre pulsaba como loca en las venas! Luego, como si un dirigente enloquecido hubiese dado la señal para el comienzo, se armó un gran revuelo en todas las tribunas. Gritos violentos, uniformes agitados como por un torbellino, protectores que corrían de aquí para allá, indefensos, desconcertados, tacones de botas en el aire, dando vueltas, muy cerca de mi rostro, y al lado de los tacones una boca abierta de par en par, a punto de lanzar un grito, pero que seguía abierta en silencio. Alrededor, millares de bocas vociferantes como en una pantalla lejana.

Por unos segundos vi los labios exangües, casi blancos, de I acurrucándose al amparo de la pared del estrecho pasillo y protegiéndose con ambas manos el vientre. Y en un abrir y cerrar de ojos desapareció como arrastrada por una avalancha de agua… O tal vez la olvidé porque…

Todo esto ya no ocurría en una pantalla, sino dentro de mi propio ser, en mi corazón encogido, en mis sienes martilleantes. De pronto, a mi izquierda se levantó R-13, enderezándose cojo e hinchado de rostro, subido sobre un banco. Y en sus brazos I, pálida como la muerte, rasgado el uniforme desde el hombro hasta el pecho. En su blanca piel brillaba la sangre. Se agarraba fuertemente a su cuello y él la llevaba; ¡él, un gorila, saltando ágilmente de un banco a otro, para sacarla del tumulto!

No sé de dónde saqué las fuerzas necesarias, pero me precipité en medio de la turba, salté por encima de hombres y de bancos y pronto los alcancé. Entonces agarré a R por el cuello.