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— ¡Suéltela, suéltela, en seguida! — chillé. (Afortunadamente nadie me oía, porque todo el mundo gritaba, todos corrían.)

R se volvió; sus labios temblaban, pensaba seguramente que los Protectores le seguían.

— ¡No lo tolero, no lo quiero! ¡Quítele las manos de encima!

R chasqueó fastidiado sus labios gruesos, meneó negativamente la cabeza y siguió corriendo. Y entonces… (me resulta terriblemente penoso tener que decirlo en este papel, pero creo que no lo puedo silenciar, mi desconocido lector; no lo puedo callar, para que así pueda estudiarse la historia de mi enfermedad hasta el más pequeño detalle), entonces estiré el brazo y lo derribé de un golpe. Imagínese: le derribé de un manotazo. Aún lo recuerdo con absoluta claridad.

— ¡Márchese! — gritó ella a R —. ¡Márchese! ¿No ve que él?… ¡Márchese, R, de prisa!…

R enseñó los dientes, como si fuese una bestia feroz, me lanzó una palabra incoherente al rostro y perdióse entre la multitud. Tomé a I en mis brazos, la estreché contra mi pecho y me la llevé al corazón palpitaba locamente y en mi interior oía gritar la jubilosa voz de la libertad. ¡Qué me importaba que allá abajo todo se derrumbara y que solamente quedasen jirones del pasado!… Nada me importaba. No quería otra cosa, no deseaba más que llevarla, llevarla, sí, llevármela…

Noche. Las 22 horas.

Los sucesos desconcertantes de esta mañana me han agotado tanto, que apenas tengo fuerzas para sostener la pluma. ¿Es que los muros de protección del Estado único se han derrumbado realmente? ¿Estamos de nuevo sin techo, sin cobijo y en salvaje libertad como nuestros tatarabuelos? ¿Ya no existen realmente unos Protectores? ¿En contra, el día de la Unanimidad… «en contra»? Me avergüenzo de estos números, me avergüenzo por ellos. Y por lo demás… ¿quiénes eran ellos realmente?…, ¿ellos?… ¿Y quién soy yo… ellos o nosotros?

Había llevado a I hasta la fila superior de la tribuna. Allí se quedó sentada, al sol, encima de un banco de cristal. El hombro derecho y el comienzo de la curva bellísima, inimaginable, habían quedado al desnudo y una sierpe carmesí por su blanca pieclass="underline" era sangre. Por lo visto, no se había dado cuenta de que su seno quedaba en parte al descubierto, de que también sangraba… No…, lo veía, lo sabía bien, sabía que así había de ser, y si su uniforme hubiera estado cerrado, se lo habría arrancado ella misma.

— ¡Mañana — dijo respirando dificultosamente, pero ávida a través de los dientes prietos y blancos —, mañana sucederá!, pero lo que sucederá nadie lo sabe. ¿Me oye?, nadie lo sabe…, ni yo ni nadie. Toda seguridad ha dejado de existir. ¡Ahora pasará algo nuevo, inaudito, increíble!

Abajo seguía reinando el violento caos de antes. Pero todo quedaba tan distante, que ni siquiera lo oía, pues ella me miraba y parecía absorberse a través de los estrechos y dorados ventanales de sus ojos.

De pronto se me ocurrió que cierta vez, a través del Muro Verde, había visto unos ojos así, misteriosamente amarillentos; los ojos de un ser extraño.

— Escucha: si mañana no sucede nada extraordinario, ¡te llevaré allí!…: allí donde tú sabes.

Pues no, no lo sabía…, pero afirmé en silencio, con la cabeza. Me había disuelto en la nada, me sentía infinitamente pequeño, un simple punto geométrico… Pero esta sensación tenía una cierta lógica el día de hoy, pues el punto es una magnitud absolutamente desconocida… Solamente ha de moverse…, prolongarse paulatinamente, para cambiarse o transformarse en miles de curvas distintas, en centenares de cuerpos.

Temo moverme…, pues si me muevo ¿en qué me convertiré? Me parece que a todos les sucede lo mismo: temen hacer el menor movimiento. Ahora, al escribir estas líneas, todos están sentados en sus jaulas cristalinas; ni una risa, ni una pisada por los pasillos, como solían producirse otros días a esta misma hora. De vez en cuando llegan números, que pasan por delante de mi puerta; andan de puntillas, se vuelven a mirar como ladrones, con miedo de ser descubiertos y murmuran entre sí: «¿Qué será de mí mañana? ¿En qué me convertiré?»

Anotación número 26.

SÍNTESIS: El mundo existe. Erupción 41º.

Horas matutinas: a través del techo del cuarto se asoma el cielo, firme como siempre, circular y de rojas mejillas. Creo que me maravillaría, si en lugar de este fenómeno normal viese ahora un sol cuadrangular, personas ataviadas con vestidos policromos de lana animal y unas paredes de piedra intransparentes. Pero no, todo sigue existiendo, nuestro mundo existe: ¡nuestro mundo! Pero a lo mejor se trata tan sólo de la pereza de la materia… Que el generador haya sido ya parado y los engranajes giren, una, dos, tres vueltas todavía, para detenerse definitivamente después del sexto o séptimo giro… hasta la inercia…

¿Conoce usted esta rara sensación?: uno se despierta en plena noche, abre los ojos y mira la oscuridad creyendo que se ha perdido. La mano tantea rápidamente por la penumbra insondable, busca algo familiar, algo firme: el muro, la lámpara, la silla. Así estuve buscando en el Periódico Estatal cierta noticia… Aquí está por fin:

«Ayer se celebró la fiesta tan impacientemente anhelada por todos los números, la fiesta de la Unanimidad. El Protector, que ya tantas veces ha probado su infalibilidad y sabiduría, volvió a ser elegido unánimemente por cuadragésima octava vez. Algunos enemigos de la felicidad trataron de alterar la ceremonia. Por su conducta hostil al Estado, han perdido el derecho de ser piedras estructurales de los fundamentos, ayer reafirmados, del Estado único. Resultaría descabellado atribuir a sus votos la menor importancia, como sería igualmente ingenuo creer que una tos en una sala de conciertos pudiera formar parte de una sinfonía heroica. Cada uno de nosotros lo sabe.»

¡H, tú…, el más sabio de todos los sabios! ¿Es verdad que estamos salvados, a pesar de cuanto ha sucedido? Y, efectivamente, ¿qué se podría replicar a esta razón clara como un diamante?

Luego siguieron todavía tres líneas:

«Hoy a las 12 horas se reunirá en Consejo la Administración Estatal conjuntamente con el Departamento de Salud Pública y los Protectores para celebrar sesión extraordinaria, en la que se acordará un importante acto estatal.»

Aún se mantenían firmes los muros estatales. Los sentía dentro de mí. La extraña sensación de estar perdido se había desvanecido de pronto y ya no me parecía raro que el cielo fuera azul y que en el centro de éste hubiese un sol redondo. Todos acudían como siempre al trabajo.

Con firme paso atravesé rápidamente el Prospekt. Llegué hasta el cruce y torcí por una calle de segundo orden. «Qué extraño — pensé —: las gentes hacen un rodeo alrededor de la casa de la esquina, como si allí se hubiese roto una cañería, o como si saliese un chorro de agua fría disparado hacia la calle».

Aun faltaban unos diez, luego cinco pasos…, y de pronto me sentí como alcanzado también por el frío chorro… Me tambaleé y di un salto de la acera a la calzada: a unos dos metros encima de mi cabeza aparecía, pegado al muro, un cartel que exhibía, con caracteres de un verde venenoso, la incomprensible palabra MEPHI.

Delante del pasquín se estiraba cierta espalda, unas orejas transparentes y gachas que temblaban de ira y nerviosismo. Con el brazo derecho en alto, y estirando el izquierdo con un gesto de impotencia hacia atrás, como si fuese una ala rota, saltaba al aire para arrancar el pasquín, pero no era capaz de alcanzarlo.

Seguramente, cada uno de los peatones que pasaban estaría pensando: «Si voy a ayudarle y le echo una mano, creerá que me siento culpable y por eso…» Confieso que tuve la misma idea. Pero recordé las muchas veces que él me había salvado, y me acerqué, extendí el brazo y arranqué el pasquín.