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Se volvió, y sus ojos se me clavaron en el rostro, hasta llegar a lo más profundo de mi ser, donde parecieron buscar algo y encontrarlo.

Luego hizo una ligera insinuación con un movimiento de la ceja izquierda, refiriéndose al muro donde había estado pegado el pasquín con al misteriosa palabra MEPHI, y por su rostro se deslizó una breve sonrisa, que por sorpresa mía casi parecía divertida.

Pero ¿por qué me maravillaba esta circunstancia? El aumento temerariamente lento del tiempo de incubación de una enfermedad es siempre más desagradable al médico que una erupción y una temperatura de 40º…, pues en este último caso ya ve más o menos pronto de qué enfermedad se trata. La palabra MEPHI, que hoy aparecía en todos los muros, era como una erupción. Comprendí perfectamente la sonrisa de S…

En el metro y en todas partes esta misma y terrible erupción: en las paredes, en los bancos y los espejos, por doquier aparecían pegadas estas notas con la inscripción MEPHI.

Los números permanecían callados en sus asientos. En el silencio podían oírse los ruidos de las ruedas tan claramente, que parecían el murmullo de la sangre inflamada. Uno dio un codazo a su vecino y éste se encogió tanto del susto que se le cayó un fajo de papeles que llevaba en la mano. El número de mi izquierda leía un periódico, pero siempre en la misma línea, y el diario temblaba ligeramente entre sus dedos. Por todas partes, en las ruedas, en las manos, en los periódicos, hasta en las pestañas, pulsaba la sangre, más cálida y rápida que nunca, y si hoy estuviese allí, con I, tal vez el termómetro ascendería a 39º, 40º hasta 41º…

En las gradas reinaba un silencio amenazador, apenas interrumpido por el lejano zumbido de alguna hélice invisible.

Las máquinas se erguían sombrías y silenciosas. Solamente las grúas accionaban sin ruido, moviéndose como si anduviesen de puntillas. Bajaban sus testas, alcanzaban con sus garras unos bloques azules de aire congelado, cargándolo en las cisternas del Integral. Estábamos realizando los preparativos para un vuelo de ensayo.

— ¿Acabaremos dentro de una semana? — pregunté al Segundo Constructor.

Tenía el rostro como un plato de porcelana en el que se han pintado los ojos y los labios como unas florecillas pálidas, como si el agua hubiese diluido y gastado un color…

Estuvimos calculándolo. De pronto me callé y abrí de puro horror la boca de par en par. Arriba del todo, debajo de la cúpula, encima del bulto azulado entre las garras de la grúa, relucía un cuadrado blanco y diminuto, un pasquín. Comencé a temblar… probablemente de risa. Sí, me oí reír, ¿Sabe usted qué sensación se siente, cuando uno oye su propia risa?

— Imagínese — dije al Segundo Constructor —. Imagínese estar sentado en un avión anticuado, cuyo altímetro marca 5.000, mientras una de las alas está rota. Se va precipitando como una piedra al vacío y entretanto va pensando y calculando: «Mañana de 12 a 2 haré tal cosa, de 2 a 6 tal otra y a las 6 la cena…» Ridículo…, ¿verdad? Pues así de ridículo y descabellado es todo nuestro cálculo de ahora.

Las florecillas azules se abrieron enormemente. Si yo fuese vidrio, seguramente habría podido ver que yo, en el plazo de 2, 3, ó tal vez 4 horas, estaría… ¿Qué diría entonces este compañero mío?…

Anotación número 27.

SÍNTESIS: No, no hay síntesis… ¡no puedo!

Estoy solo en medio de todos estos pasillos subterráneos que parecen no tener fin. Encima de mi cabeza, un mudo cielo de cemento armado. En algún lugar indeterminado gotea agua de las piedras. Ahí está la puerta intransparente y pesada y, detrás, aquel sordo ruido. Ha dicho que vendría a verme puntual a las 16 horas. Pero ya son las 16 y cinco, y diez, y quince, y nadie está a la vista. Voy a esperar otros cinco minutos. Y si entonces no viene…

De algún lugar cae agua de las piedras. Triste pero feliz, pienso: «¡Salvado!» Doy lentamente media vuelta y desando el camino a través del pasillo. Va palideciendo la temblorosa luz de las pequeñas lámparas…

De pronto abren violentamente una puerta a mi espalda, y unos pasos rápidos, blandos, que encuentran un fuerte eco entre las paredes, se acercan… Ella está de pronto frente a mí, un poco jadeante, cortada la respiración por haber corrido.

— ¡Sabía que vendrías…, sí, que vendrías… tú! ¡Oh, tú!

Cuando alzo la vista y… Pero ¿cómo describir lo que siento cuando sus labios rozan los míos? ¿Con qué fórmula puedo expresar el tormento y el torbellino de mi alma, cómo barre todo lo que en mi vida se contiene, absolutamente todo, a excepción de su existencia? Sí, sí… en mi alma, ya podéis reíros si queréis, ¡qué me importa!

Ella alzó lentamente los párpados y dijo con voz suave:

— Basta…, luego. Hemos de irnos.

Abrió una puerta. Había unos escalones, viejos, gastados por el paso de los tiempos. Un ruido ensordecedor, silbidos, luces…

Desde entonces han pasado ya veinticuatro horas contadas. Ya me he tranquilizado algo, pero aun me cuesta un gran esfuerzo poder narrar mis aventuras con alguna precisión. En mi cabeza parece como si hubiese estallado una bomba: hay unos cráteres abiertos como boquetes, hay alas, gritos, hojas, palabras, piedras…, un terrible caos.

Recuerdo que mi primera idea fue ¡volver!, volver rápidamente. Sabía que mientras iba andando por los pasillos subterráneos, los habitantes de un desconocido país estaban derrumbando el Muro Verde y asaltaban la ciudad que con tan gran esfuerzo se había saneado y limpiado del mundo primitivo. Algo similar debía de haber dicho a I, pues ella sonreía:

— Pero ¡qué va!, lo único que sucede es que estamos al otro lado.

Entonces abrí los ojos y contemplé un reino que hasta entonces solamente había visto a través del cristal esmerilado del Muro Verde.

Lucía el sol…, pero no era aquella superficie uniforme, repartida armoniosamente por todo el brillante plano de la calle; eran unas cuñas vivas, unas manchas oscilantes que cegaban los ojos y me causaban mareo. Unos árboles rectos como palos, altos como el cielo, unos surtidores silenciosos y verdes con ramas nudosas… Y todo esto se movía, susurraba y murmuraba.

A pocos metros de distancia dio un brinco un ser peludo y redondo como una pelota y huyó con violento impulso. Me quedé como clavado en el suelo, y no creía tener fuerzas para seguir adelante, pues bajo mis pies no había una superficie lisa y uniforme, sino algo repugnantemente blando, vivo y verde.

Estaba como atontado y creía ahogarme…, sí, ahogarme; ésta es la única palabra verdaderamente adecuada. Seguí allí inmóvil, agarrándome con ambas manos a una rama oscilante.

— ¡No tengas miedo! Esto es solamente al principio, pero pasa. Ten valor — dijo I.

Encima de aquella red palpitante, que se movía locamente, descubrí al lado de I un agudo perfil, como recortado en papeclass="underline" el doctor. Le reconocí inmediatamente. Los dos me tomaron de la mano y me arrastraron consigo, sonriendo divertidos. Fui dando tropiezos y resbalones a cada instante. Alrededor de nosotros, oía gritos, veía musgo blando, montones de tierra, oía graznidos de águilas, ramajes, árboles, alas, hojas, silbidos agudos… Pronto clareó el bosque y distinguí una gran pradera y muchas personas… o, mejor dicho, muchos seres vivos.

Ahora llego precisamente al punto que resulta más difícil de describir. Pues lo que tuve que contemplar en aquel claro del bosque traspasaba los límites de todo lo verosímil. Se me hizo consciente súbitamente el porqué I había guardado siempre un silencio tan terco e impenetrable, ya que jamás la habría creído; no, ni siquiera a ella la habría creído. También es posible que ni me crea a mí mismo siquiera, mañana, al releer estas anotaciones.