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Alrededor de una roca desnuda, en medio de la pradera, se apiñaban las gentes… tal vez unos tres o cuatro mil seres. Bien…, llamémoslos humanos, pues seguramente no se puede denominar de otra manera a estas criaturas. Al principio distinguí tan sólo nuestros uniformes gris azulados entre la turba, pero al instante descubrí otros de piel negra, roja, morena, gris, blanca… Sí, de todos modos sólo podía tratarse de hombres.

Todos carecían de vestidos y llevaban una breve piel como la del caballo prehistórico de nuestro museo. Pero las hembras tenían el mismo rostro que nuestras mujeres, sonrosados y tiernos, y sus senos, grandes, firmes y de forma hermosa y geométrica, no eran peludos; en los hombres sólo parte de sus facciones estaban exentas de pelo, como en nuestros antepasados.

Esta visión me pareció tan asombrosa que me quedé clavado en el suelo, sin poder apartar la mirada de cuanto veía.

De pronto me encontré sólo: I ya no se hallaba a mi lado. No podía explicarme adónde había ido a parar, ni cómo había desaparecido. Y a mi alrededor quedaban solamente estas criaturas cuyas pieles relucían como atlas al sol. Cogí a una de ellas por el hombro cálido y moreno. Oiga, por lo que más quiera, por el Gran Protector, ¿ha visto tal vez adónde se ha marchado? Hace un instante estaba aquí todavía…

Me obsequió con una mirada sombría:

— ¡Chitón! Cállese… — y señaló hacia la roca, en medio del claro del bosque.

Allá arriba estaba ella, encima de las cabezas de los presentes. El sol me caía en línea recta sobre las pupilas, de modo que solamente pude verla como una simple silueta negra y angulosa, destacada contra el azul del cielo como si se tratara de una pantalla. Unas nubes bajas flotaban ligeras en la atmósfera y tuve la impresión de que no flotaban, sino que lo hacía la roca y encima también ella, la multitud y todo el claro del bosque…, como si todo se moviera silenciosamente como una nave encima de las olas. La tierra parecía inverosímilmente ligera… tan ligera que se me escapaba bajo los pies…

— ¡Hermanos!… — dijo I —. ¡Hermanos, todos sabéis que en la ciudad, detrás del Muro Verde, están construyendo el Integral! Sabéis que se acerca el día en que derruiremos aquel muro, todos los muros, para que la brisa lozana y verde alcance a toda la Tierra. Pero el Integral quiere llevar, en cambio, estos muros allá arriba, a otros mundos, que os saludan brillando, en medio de la noche, como las llamas claras a través de los follajes negros…

Alrededor de la roca todo hervía, aullaba y vociferaba ferozmente.

— ¡Abajo con el Integral! ¡Abajo!

— No, hermanos, el Integral ha de ser nuestro. El día en que se dirija por vez primera hacia las alturas, nosotros estaremos a bordo. Pues el constructor del Integral es uno de los nuestros. Ha dado la espalda a los muros y ha venido conmigo para quedarse entre nosotros. ¡Viva el constructor del Integral!

Un segundo…, y sin saber cómo me encontré también arriba, muy alto, y según me pareció desde la altura inconcebible, a mis pies había muchas cabezas, bocas vociferantes, brazos alzados hacia el cielo. Era una sensación extraña, embriagadora: estaba alzado por encima de todos los demás, era un ser único, todo un mundo y había dejado de ser un simple número…

Fatigado y dichoso al mismo tiempo, como después de un abrazo, salté de la roca. Sol, voces desde arriba y la sonrisa de I. Una mujer que olía a hierbas aromáticas y tenía una rubia cabellera y un cuerpo brillante como el satén vino a mi encuentro; en sus manos traía una fuente de cera; la llevó a sus propios labios y luego me la tendió. Bebí ávidamente, con los ojos cerrados para apagar en mi interior el incendio; bebí algo dulce, unas chispas frías.

Entonces, la sangre de mis venas empezó a hervir, y todo el mundo dio vueltas rápidas ante mis ojos, y la tierra ligera como una pluma pareció volar. Todo perdía el peso de la gravedad, adquiriendo sencillez y simplicidad… todo era claro y fácilmente comprensible.

De pronto descubrí en la gran roca las monstruosas letras MEPHI. Ya nada me maravillaba, pues éste era el fuerte vínculo que todo lo unía. Luego vi un dibujo que según creo también estaba esculpido en la gran piedra: un joven alado con el cuerpo transparente y en lugar de corazón tenía un ascua ardiendo.

Comprendí lo que representaba el ascua; no, lo intuí, del mismo modo que cada una de las palabras de I (volvía a estar en lo alto de la roca y hablaba nuevamente), lo intuí sin escuchar siquiera. Experimenté sin equivocarme que todos respiraban al mismo compás, que todos volaban hacia cierto lugar, como en otro tiempo los pájaros encima del Muro Verde…

En la palpitante jungla de aquellos cuerpos, se alzó una voz potente:

— ¡Pero eso no es más que una gran locura!…

Creo que yo, sí, estoy completamente seguro de que era yo, salté sobre la roca y grité:

— ¡Sí, es una locura! Todos han de perder la razón, todos, y cuanto antes mejor. Así ha de ser… ¡Yo lo digo!

I permanecía sonriente a mi lado. En mi interior ardía también un ascua… De todo cuanto sucedió después quedaron en mi memoria solamente unos fragmentos.

Un pájaro voló lentamente ante mis ojos. Vi que estaba vivo igual que yo: volviendo la cabeza hacia la izquierda y luego a la derecha, me miró fijamente con sus ojos negros y redondos… Vi una espalda reluciente, que tenía una piel lisa de color marfil. Un insecto oscuro, con unas alas diminutas y transparentes caminaba por esta espalda. La espalda se encogió para deshacerse del insecto, se encogió por segunda vez…

Luego unas rejas entrelazadas, verdes: hojas. A su sombra se había echado la gente masticando algo que me recordaba la legendaria alimentación de nuestros antepasados…, una fruta alargada, amarilla y algo de aspecto oscuro. Una de las mujeres me tendió un trozo, lo que me divirtió, pues ni siquiera sabía si aquello era comestible. Luego vi una nueva multitud de personas: cabezas, piernas, brazos, bocas.

Por un segundo reconocí con absoluta claridad los rostros… pero en el instante siguiente habían ya desaparecido, estallando como unas pompas de jabón. Unas orejas gachas, sonrosadas y transparentes se deslizaron junto a mí…

¿O tal vez no eran más que figuraciones mías? Tiré a I de la manga, muy débilmente. Ella se volvió:

— ¿Qué sucede?

— Él está aquí.

— ¿Quién?

— Sí, acabo de verlo… Estaba aquí, ahora mismo, en medio de las gentes…

Las cejas negras y estilizadas se enarcaron. I sonreía. No pude comprender por qué sonreía… sí, ¿por qué?

— ¿Es que no comprendes lo que significa si él o alguno de los suyos está aquí? — susurré excitado.

— ¿Cómo se te ocurre pensar tal cosa? Ninguno de ellos pensaría en buscarnos aquí. Procura reflexionar: ¿habrías podido imaginar tú que estamos aquí, y que todo esto es posible? Tal vez en la ciudad nos puedan detener, pero aquí no. ¡Estás soñando!

I sonrió de nuevo (también yo me puse a reír). La tierra flotaba bajo mis pies, ebria, alegre y ligera…

Anotación número 28.

SÍNTESIS: Ambos. Virtud y energía. Una parte del cuerpo invisible.

Querido lector: si su mundo se parece al de nuestros lejanos antepasados, entonces procure imaginarse que en algún lugar extraño del Océano, tal vez en el sexto o séptimo Continente, en alguna Atlántida, descubre una extraña agrupación humana: hombres que flotan por los aires sin ayuda de alas y sin aeronaves, piedras que son alzadas por la mera energía de la mirada…

Ni siquiera la más encendida fantasía podría imaginar semejantes cosas. Una sorpresa parecida a la que usted tendría es la que llegué a sentir ayer, pues desde nuestra Guerra de los Doscientos Años nadie de nosotros había ido más allá del Muro, tal como ya he dicho en otras ocasiones.