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En este instante se oyó llamar quedamente a la puerta y el individuo de la frente abombada, que me había traído la primera nota de I, entró en la habitación. Se dirigió precipitadamente hacia nosotros y se detuvo, jadeando, como si le faltase la respiración. Se le veía tan cansado que no podía pronunciar palabra. Seguramente había corrido mucho.

— Bueno, pero ¿qué ha sucedido?, ¿qué hay? — inquirió I, cogiéndole del brazo.

— ¡Vienen… aquí!… — dijo finalmente —. Los Protectores… y con ellos… aquel jorobado.

— ¿S?

— Sí, ya están en la casa vecina. Llegarán en seguida. Pronto, de prisa.

— ¡Qué tontería! Aún tenemos tiempo… — Ella rió y en sus ojos bailaban unas llamitas alegres y divertidas. Aquello era valor temerario o, tal vez otra cosa que no llegué a comprender.

— Por favor, I, te lo imploro — le dije angustiado. — Por la salud del Protector. ¿Es que no comprendes?

— ¿Por la salud del Protector? — Una sonrisa burlona subrayó sus palabras.

— Bueno, pues entonces no por él, sino por mí… Por favor, vete.

— Realmente tendría que consultar algo contigo… Pero bueno, lo dejaremos para mañana…

Me saludó con un gesto risueño de su cabeza (sí, realmente risueño) y se marchó con aquel individuo. Volví a estar solo.

Pronto… Me sentaré al escritorio.

Una vez acomodado, saqué mi manuscrito, lo abrí y cogí la pluma para que me encontrasen absorto en esta labor, que había de ser en beneficio del Estado único. Pero de pronto se me erizaron los cabellos, pues se me ocurrió pensar: «¿Y si echan un vistazo a mi manuscrito y leen alguna página…, por ejemplo una de las últimas…, qué sucederá?»

Sin embargo, seguía sentado en el escritorio. Las paredes temblaban y también temblaba la pluma en mi mano, mientras las letras se me borraban al nublárseme la vista…

«¿Esconderlo tal vez? ¿Pero dónde…, si todo es de cristal? ¿Quemarlo?» Me podían ver desde el pasillo y las habitaciones de alrededor. Por lo demás, ya no poseía la suficiente energía para destruir esta parte de mi propio yo, que quizá me resultaba más estimable que todo lo demás. No… ¡No podía hacerlo…, no me sentía capaz!

Pasos, voces en el pasillo. ¡Ahí estaban! Hice el movimiento justo para poder alcanzar un fardo de papeles y sentarme encima. Ahora estaba irremediablemente pegado al sillón, que temblaba con cada uno de mis átomos. El suelo de mi cuarto era como la cubierta de una nave que se balanceaba… arriba y abajo… arriba y abajo…

Acurrucado y encogido, alcé la vista. Iban de habitación en habitación, se acercaban, cada vez más. Algunos números estaban sentados, tiesos, rígidos, como petrificados, lo mismo que hacía yo; otros, en cambio, salían presurosos a su encuentro y abrían valientemente su puerta de par en par. ¡Qué felices!… Ojalá yo también…

«El Protector es una desinfección tan necesaria como imprescindible para toda la humanidad, por lo que en todo el Estado único no hay favoritismo alguno…»

Escribí esta frase descabellada al vuelo, con la pluma enloquecida, y entretanto me incliné aun más profundamente encima de la mesa.

En mi cabeza pululaba un grillo indomable enfurecido, y, de espaldas a la puerta, escuché con todos mis sentidos. El pomo de la puerta chirrió, sentí una corriente de aire y el sillón comenzó a girar…

Con un esfuerzo mayúsculo traté de desviar mi atención del manuscrito, mirando a los que entraban (¡qué difícil resulta hacer comedia!…, pero ¿quién me ha hablado hoy precisamente de hacer comedia?)

S fue el primero en entrar: hosco, silencioso. Sus ojos se clavaron en mi rostro, en mi sillón, en el papel que había debajo de mis temblorosas manos. Luego vi unos rostros conocidos en el umbral y uno de ellos se destacó del grupo…, unas agallas al rojo vivo, hinchadas…

Recordé de pronto todo cuanto había sucedido media hora antes en mi cuarto, y se me hizo evidente que seguramente no tardarían… Mi corazón y todo mi ser parecía dar saltos en aquella parte (por fortuna invisible e impenetrable de mi cuerpo) debajo de la que seguía escondido mi manuscrito.

U se acercó por la espalda a S y susurró:

— Éste es D-503, el constructor del Integral. ¿Verdad que ha oído hablar ya de su invento? Siempre está en su escritorio…, jamás se concede una pausa.

¿Qué había de objetar a esto por mi parte? Qué mujer más maravillosa. S se acercó casi de puntillas, se inclinó por encima de mi hombro y contempló lo que había encima de la mesa.

Apoyé mis codos con fuerza en el manuscrito, pero me dijo con tono severo:

— ¡Enséñeme lo que tiene ahí!

Con el rostro enrojecido por la vergüenza, le tendí la hoja de papel. La analizó y vi cómo en sus ojos florecía una sonrisa que se deslizó por su rostro y se detuvo en el ángulo derecho de su boca.

— Es un poco dudosa la frase, pero de todos modos… Bueno, bueno, siga…, no queremos entretenerle por más tiempo.

Volvióse con pasos vacilantes hacia la puerta y con cada uno de sus pasos parecía volver paulatinamente la vida a mis pies, mis manos y mis dedos. Mi alma fue esparciéndose uniformemente por todo el cuerpo y respiré aliviado…

Pero U seguía todavía a mi lado. Se inclinó hacia mi oído y susurró:

— ¡Suerte que yo!…

No sé lo que quería insinuar…

Hacia el atardecer me enteré de que habían detenido a tres números.

Claro que nadie de nosotros se atrevió a comentar a viva voz este incidente (debido a la influencia educativa de los Protectores que invisiblemente se encuentran entre nosotros). Nuestras conversaciones giraban en torno a la vertical del barómetro y del cambio de tiempo que se avecinaba.

Anotación número 29.

SÍNTESIS: Unos filamentos en el rostro. Una compresión caprichosa.

Qué extraño: el barómetro desciende y sin embargo todavía no sopla viento; reina una profunda quietud. Allá arriba ya ha comenzado la tormenta que para nosotros sigue imperceptible. Las nubes se agitan violentamente y corren por el cielo. Hasta ahora se ven solamente unos cuantos jirones puntiagudos. Parece como si allá, en la altura, ya estuviera en marcha la destrucción de alguna ciudad; como si cayesen unos trozos enormes, partes enteras de muros y de torres sobre nosotros. Estas nubes crecen con inquietante rapidez ante mis ojos, y se acercan más y más, pero habrán de flotar durante muchos días todavía por el azul transparente y el infinito hasta que choquen contra nuestro suelo.

Aquí abajo reina un silencio de muerte. En el aire flotan unos filamentos tan delgados como capilares, casi invisibles. Cada año, el otoño los trae del otro lado del Muro Verde, nos invaden y penetran en la ciudad. De pronto sentimos algo ajeno, invisible en el rostro, e intentamos quitárnoslo pasando la mano por la cara; sin embargo, nadie puede librarse de ellos…

En el Muro Verde, por donde hoy estuve paseando, existen estos filamentos en número inusitado. I me había dicho que la fuese a buscar a nuestro «piso» en la Casa Antigua.

A poca distancia de la oscura Casa Antigua oí unos pasos cortos y rápidos y un aliento jadeante. Me volví: era O.

Tenía un aspecto muy distinto al habitual, redondo y terso.

El uniforme se tensaba exageradamente alrededor de su cuerpo, que conozco tan bien. Pronto, aquel cuerpo rompería la fina tela en su pujanza exterior, al sol y a la luz. Se me ocurrió pensar involuntariamente en los desfiladeros verdes más allá del Muro, donde, al llegar la primavera, los yermos se abren paso en la tierra y salen al exterior en busca del sol, para que puedan salir tallos, hojas y flores. O me miró en silencio y sus ojos azules estaban radiantes. Luego dijo: