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— ¡Le vi… aquel día, el de la Unanimidad!

— También yo la vi entonces… — Me acordé inmediatamente de que había estado al lado de la entrada angosta, muy pegada a la pared, protegiéndose el vientre con las manos. Y sin querer miré su vientre, que se destacaba grueso y redondo debajo del uniforme. Pareció darse cuenta de mi mirada, pues se ruborizó y sonrió azorada:

— Soy tan feliz, ¡tan feliz!… No veo ni oigo lo que pasa a mi alrededor y solamente escucho en mi interior…

Nada respondí. Me daba la sensación de ir cargado con algo extraño, ajeno y molesto, pero no sabía librarme de ello. De pronto cogió mi mano y se la acercó a los labios… Esta caricia anticuada que no había sentido nunca me avergonzó y dolió tanto, que retiré mi mano con violencia.

— ¿Está usted loca? ¿De qué se alegra? ¿Es que ha olvidado lo que le espera? Claro que no en seguida, pero dentro de uno, máximo dos meses…

Palideció y todas las redondeces de su cuerpo parecieron encogerse. Sentí en mi corazón una angustia y compresión desagradables, enfermizas, originadas por ese sentimiento que suelen llamar compasión. (El corazón no es más que una bomba ideal. Y una bomba jamás puede provocar compresión, jamás puede sorber un líquido…, ya que esto sería técnicamente un imposible, algo realmente absurdo. De ello se deduce cuán descabellado, anormal y enfermizo es el amor, la compasión y otros tantos estados análogos que originan una compresión de este tipo.)

Quietud. A mi lado, el cristal turbio del Muro Verde y ante mis pies un montón de piedras rojas como la sangre…

El resultante de la visión de ambas cosas era una idea geniaclass="underline"

— ¡Un momento! Sé cómo puede salvarse. En la ciudad sólo le espera dar a luz a su hijo y morir luego… Quiero preservarla de esta triste suerte. Quiero que pueda criar y educar a su hijo, ver cómo crece en sus propios brazos.

Temblando con todo el cuerpo, se aferraba a mí:

— Se acordará seguramente de aquella mujer — le dije —, aquélla de entonces. Ahora está en la Casa Antigua. Vamos a verla inmediatamente: haré todo lo que sea necesario.

En mi imaginación me figuraba a los tres, caminando a través de los pasillos subterráneos y ya me encontraba con O en el país de las flores, hierbas y hojas verdes…, pero ella retrocedió consternada, las comisuras de sus labios temblaban y señalaban peligrosamente hacia abajo.

— ¡Pero si es la misma… que!… — exclamó.

— Ella es, desde luego… — tartamudeé azorado —, sí, es la misma.

— ¿Y usted me pide que vaya a verla, que le suplique que… que yo? ¡Atrévase a decir algo más acerca de ella!

Alejóse con paso rápido. De pronto se volvió, como si hubiese olvidado algo, y gritó:

— ¡Qué importa que tenga que morir! ¡Y a usted aun le importa menos!

Quietud y silencio. Desde arriba parecen caer trozos enteros de muros y torres y crecen con vertiginosa rapidez ante mis ojos, pero habrán de volar todavía horas enteras, incluso días, a través del infinito. Pausadamente se deslizan unos hilos invisibles por los aires, se pegan a mi rostro y no soy capaz de librarme de ellos…

Entré en la Casa Antigua. Y en mi corazón había una compasión absurda, martirizante…

Anotación número 30.

SÍNTESIS: La última cifra. El error de Galileo. No será mejor, si…

Ayer me reuní con I en la Casa Antigua. En medio del loco desbarajuste armado por el cromatismo rojo, verde, amarillo bronce y blanco que me impedía reflexionar con lógica, y bajo la sonrisa marmórea del viejo poeta de nariz torcida, tuvimos una prolongada conversación. Quiero reflejarla aquí, palabra por palabra. ya que, según parece, ésta no solamente es de capital importancia para el Estado único, sino incluso para el Universo.

De pronto I dijo:

— Sé que el Integral despegará en su primer vuelo de prueba pasado mañana. Y este mismo día nos apoderaremos de él.

— ¿Cómo…, pasado mañana?

— Sí, siéntate y no te pongas nervioso. No podemos perder un solo minuto. Entre el centenar que fue detenido ayer por simple sospecha, hay doce mephi. Si esperamos todavía dos o tres días, estaremos perdidos.

Guardé silencio.

— Tenéis que tomar a bordo a mecánicos, electricistas, médicos y meteorólogos. A las doce, cuando toquen para el almuerzo y todos se vayan a comer, nos quedaremos en el pasillo, y nos encerraremos en la cantina. Entonces el Integral será nuestro… Hemos de hacerlo nuestro, cueste lo que cueste, ¿Me oyes? El Integral es nuestra arma, con cuya ayuda pondremos fin a todo, de un solo golpe. Sus aeronaves… ¡serán nada más que una nube de mosquitos contra un cuervo! Y si la cosa no pudiera realizarse sin violencia, entonces solamente habremos de utilizar el escape del Integral, dirigiéndolo hacia abajo. Con esto habrá suficiente.

Me levanté sobresaltado:

— Eso es una locura. ¿Es que no te das cuenta de que lo que proyectas es una revolución?

— Sí, una revolución…, pero ¿por qué ha de ser una locura?

— Porque nuestra revolución fue la última de todas, ya no puede haber una nueva revolución. Esto lo sabe todo el mundo.

I enarcó burlonamente las cejas.

— Mi querido amigo, eres un matemático, y aun más, eres un filósofo. Por favor, mencióname la última cifra.

— ¿Qué quieres decir con esto?… no comprendo… ¿La última cifra?

— Sí, la última, la más elevada, la mayor de todas las magnitudes.

— Pero, I, ¿no te das cuenta de que todo esto no son más que tonterías? ¿No ves que la sucesión de números es infinita? Así, ¿qué clase de cifra quieres?

— ¿Y cuál es la última revolución que tú dices? No existe ninguna revolución final o última, como quieras llamarla, pues la cifra de las revoluciones es también infinita. ¡La última!, parece que esto se ha dicho únicamente para los oídos de unos niños inocentes. Los niños temen al infinito; pero, claro, han de dormir tranquilos y no ser inquietados por nada, esto es lógico… y, naturalmente, por esta razón…

— Pero ¿qué sentido tiene todo esto, por la salud del Protector? ¿Qué sentido tiene, si todo el mundo es dichoso?

— Bien, supongamos que todo el mundo es dichoso. Pero… ¿y qué más?

— ¡Qué ridículo! Una pregunta verdaderamente pueril. Cuéntales a los niños cualquier cuento, nárraselo hasta el final… y te preguntarán: «¿Y qué más?»

— Claro; es que los niños son los únicos filósofos valientes. Y los filósofos valientes son como los niños, son verdaderamente infantiles. Pues, como los niños, hay que preguntar siempre: ¿Y qué más?

— No hay ningún «qué más». Punto, es el final. En todas partes, en el Universo, ha de imperar equidad y uniformidad…

— ¡Vaya!, uniformidad. Ahí lo tenemos: la virtud psicológica. ¿Es que como naturalista no te das cuenta de que solamente en la diferenciación… en las diferencias temperamentales, en los contrastes caloríficos… hay vida? Pero si en todas partes del Universo existen únicamente unos cuerpos de temperaturas análogas, ya sean fríos o calientes…, entonces éstos tienen que chocar entre sí, para que se origine fuego, una explosión, el Infierno. Y nosotros los haremos chocar.

— Pero I, procura comprender… Precisamente es esto lo que hicieron nuestros antepasados en la Guerra de los Doscientos Años…

— Ah, sí, y tenían razón. Pero cometieron un error: creyeron que eran la última cifra, algo que jamás existe en la Naturaleza…, ¡Jamás! Su error fue el error de Galileo: tenía razón al afirmar que la Tierra giraba alrededor de otro sistema; pero no sabía que la trayectoria real, y no la relativa, de la Tierra no es ni mucho menos un círculo simple…