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En la esquina se apiñaban los números. Apoyaban sus frentes contra los muros cristalinos del auditorio. Dentro alguien yacía encima de la blanca mesa, impecablemente blanca. Debajo de un paño blanco se asomaban las plantas de unos pies desnudos y amarillentos. Unos médicos uniformados con batas blancas se inclinaban sobre el cabezal de la mesa y una mano firme sostenía una jeringuilla con algún líquido indeterminado.

— ¿Por qué no entra usted también? — inquirí a uno cualquiera, o, mejor dicho, a todos.

— ¿Y usted? — uno de ellos se volvió para mirarme.

— Iré más tarde, antes tengo quehacer.

Un poco confuso, seguí mi camino. Desde luego, antes habré de ver todavía a I. Pero ¿por qué «antes»? Este porqué no encontraba una respuesta satisfactoria en mi interior…

En las gradas, el Integral lucía como un bloque de hielo azulado. En la sala de máquinas aullaba la dinamo, repitiendo cariñosamente siempre la misma palabra, mi palabra. Me agaché para acariciar el escape largo y frío del motor. Mañana vivirás, mañana una lluvia de chispas chisporroteará saliendo de tu cuerpo y te haré volar… ¿Con qué clase de ojos contemplaría a este monstruo cristalino, si todo seguía igual que ayer? Si hubiese sabido que mañana, a las doce, lo habrían traicionado…

Alguien me tocó suavemente en el codo. Me volví: apareció el rostro de plato de porcelana del Segundo Constructor.

— ¿Ya lo sabe? Sí, un asunto magnífico.

— ¿Qué? ¿La operación? Sí, un asunto magnífico.

— No, no me refiero a ella: han aplazado el vuelo de prueba hasta pasado mañana. Todo por causa de esta operación… Nos hemos esforzado en balde.

¡Todo por causa de la operación! ¡Qué hombre tan ridículo, tan corto de alcances! Si fuese por la operación de mañana, estaría sentado en la jaula cristalina, correría de un lado para otro como un loco…

En mi habitación: las 12.30. Al entrar, U estaba sentada delante de mi escritorio, apoyando su mejilla derecha en la mano huesuda. Se sienta siempre con absoluta rigidez. Debía de estar esperando desde hacía mucho, pues al levantarse sobresaltada para venir a mi encuentro, vi en su mejilla cinco profundas marcas, causadas por los cinco dedos.

Durante un instante me volví a acordar de aquella desgraciada mañana… Ella había estado al lado de I, de pie y cerca del escritorio, llena de ira… Pero todo este recuerdo fue fugaz, duró tan sólo unos instantes, pues el sol lo dejó todo borrado. Era como cuando, en un día claro, uno llega a la habitación para encender la luz… la lámpara está ardiendo pero parece no estarlo, pues es tan superflua, ridícula y miserable comparándola con la claridad natural…

Sin titubear le ofrecí la mano; se lo perdoné todo… Ella aceptó mis manos estrechándolas firmemente. Sus mejillas, que colgaban por encima de las mandíbulas como un adorno barroco, comenzaron a temblar. Me dijo:

— Le he esperado… Sólo quería hablarle un minuto… Quería decirle nada más lo feliz que soy y lo que me alegro por usted. Mañana o pasado habrá quedado totalmente curado… Estará como nuevo, como si hubiese nacido nuevamente…

Encima del escritorio vi las dos últimas páginas de mis anotaciones de ayer: seguían en la misma posición que anoche al dejarlas encima de la mesa. Si hubiese llegado a ver lo que allí decía… Bueno, de todos modos, ahora, lo mismo daba. Todo esto pertenece ya al pasado, es pura historia, y está ya tan distante como si lo hubiese visto a través de unos prismáticos al revés…

— Sí — le respondí —. Por lo demás, acabo de observar una cosa extraña en el Prospekt: unos pocos números caminaban delante de mí e, imagínese, sus sombras brillaban. Estoy absolutamente convencido de que mañana ni siquiera existirán ya sombras, ni de los hombres ni tampoco de los objetos; el sol lo traspasará todo…

— Es usted un soñador. No permitiría a mis hijos hablar de este modo… — me dijo con cariñosa severidad, para contarme a continuación que había conducido a toda la clase escolar a la operación, y que a los niños se les había tenido que atar a las mesas —. Pero, claro — siguió diciendo —, es necesario amar, sin contemplaciones.

Así, se habían decidido por fin a operarme… Me volvió a sonreír, como si quisiera inspirarme ánimos, y se marchó.

Por fortuna hoy el sol no se había «detenido»; eran las 16 horas. Y con el corazón ansioso llamé a la puerta de I.

— ¡Adelante!

Me arrodillé delante de su sillón, me abracé a sus rodillas, eché la cabeza hacia atrás, mirándola profundamente a los ojos.

Más allá del muro se oía una tormenta, las nubes eran cada vez más oscuras. Yo no hacía más que tartamudear cosas descabelladas:

— Me marché a volar con el sol, a cualquier lugar… No, no a cualquier lugar…, pues ahora conocemos la dirección de nuestro vuelo. A mis espaldas quedan unos planetas chisporroteantes, en los que crecen únicamente unas flores melodiosas y ardientes; luego pasan los planetas silenciosos y azules, donde unas piedras racionales se han agrupado en una sociedad organizada que, al igual que en nuestra Tierra, han alcanzado las cumbres de la dicha más sublime, de la felicidad perfecta…

De pronto una voz dijo desde lo alto:

— ¿No creerás que esas piedras razonables sean las cumbres?

Cada vez se tornaba más agudo, más oscuro el triángulo en su rostro:

— ¿Y la dicha? Los deseos son algo martirizante, ¿no te parece a ti también? Solamente se puede ser feliz cuando ya se queda libre de todo deseo. ¡Qué error tan grave, qué prejuicio tan ridículo, que hoy hayamos puesto un signo positivo delante de la felicidad, cuando, en cambio, delante de la dicha absoluta hemos colocado un signo negativo, el divino «menos»!

Recuerdo que murmuré distraído:

— El cero absoluto… 273 grados…

— Exacto, 273 grados con el signo negativo. Desde luego un poco frío, pero ¿acaso esto no atestigua que nos encontramos en la cumbre?

Prácticamente expresaba una propia idea mía, como ya lo había hecho en otra ocasión. Pero esto resultaba inquietante para mí; no podía soportarlo, y con gran esfuerzo conseguí decir que no.

— ¡No! — le dije —. Tú… estás bromeando…

Ella rió sonoramente, con demasiada fuerza. Se levantó, y poniendo con suavidad sus manos sobre mis hombros, me miró largamente. Luego me atrajo hacia ella y lo olvidé todo, sentir únicamente sus ardientes labios.

— ¡Adiós!

Esta palabra venía de mucha distancia, de muy arriba y pareció llegarme tan sólo después de dos o tres minutos.

— ¿Por qué adiós?

— Porque estás enfermo, y por mi culpa has cometido un delito.

— ¿Y esto te ha martirizado?

— Ahora te vas a la operación y entonces quedarás curado de mí. Esto significa: adiós.

— ¡No, no! — grité.

— ¿Cómo, es posible que desprecies la dicha?

Mi cabeza parecía estallar en dos mitades, dos rasgos lógicos chocaban entre sí, como si fuesen dos trenes que descarrilan.

— Puedes escoger: la operación y la dicha perfecta. O, sino…

— No puedo vivir sin ti — murmuré. Pero a lo mejor lo que decía no era más que una simple idea, un pensamiento; sin embargo, ella lo había oído.

— Lo sé — me respondió, mientras sus manos seguían reposando en mis hombros y también sus ojos seguían mirándome gravemente. Luego prosiguió:

— Pues entonces, hasta mañana. Mañana a las doce.

— No, ha sido aplazado por un día… Pasado mañana.

— Tanto mejor para nosotros. De modo que hasta pasado mañana.

Solo, absolutamente solo, anduve por las calles sumidas en la penumbra vespertina. El viento me agarró, arrastrándome como si fuese un trozo de papel, y de un cielo como hierro fundido caían grandes fragmentos… Volarán todavía por lo menos uno o dos días por el infinito… Los uniformes que se cruzaban conmigo me detuvieron, pero yo seguía caminando. Lo veía claro: todos estaban salvados, pero para mí ya no había salvación posible; ¡no quería ser salvado!