Primeramente he recibido, en efecto, la orden de ir al auditorio 112, tal como ella dijo. A pesar de que la probabilidad para ella era tan sólo en una proporción de un 1.500/10.000.000 = 3/20.000 (1.500 el número de los auditorios, 10.000.000 la cifra total de los números). Y luego… Pero quiero narrarlo todo sin alterar el orden.
El auditorio: una semiesfera gigantesca de grueso vidrio iluminada por el sol. Muchas cabezas, rasuradas rigurosamente, redondas como bolas. Miré algo aturdido a mi alrededor. Recuerdo que buscaba en algún lugar, por encima de las azuladas olas de los uniformes, una medialuna sonrosada, los queridos labios de O.
Y allí vi… una hilera de dientes muy blancos, afilados de no se quien como los de… No, no son esos. Esta noche, a las 21 horas vendrá O a mi casa; el deseo de verla ahí era, pues, completamente natural.
Sonó un timbre. Nos levantamos de los asientos, entonamos el himno del Estado único y encima del estrado comenzó a hablar el dorado y reluciente altavoz del inteligente fonolector:
«Distinguidos números: Hace poco tiempo que los arqueólogos han encontrado un libro del siglo XX. En él, el irónico autor narra la historia del salvaje y del barómetro. El salvaje había observado que cuando el barómetro señalaba lluvia, llovía realmente. Como el salvaje quería que lloviera, comenzó a sacar mercurio, eliminándolo de la columna, hasta que el barómetro señaló lluvia.»
En la pantalla se vio a un salvaje con adorno de plumas que estaba extrayendo el mercurio del barómetro… Se oyeron carcajadas.
«Ustedes se ríen, pero ¿no creen que el europeo de aquella época era mucho más ridículo que este salvaje? El europeo deseaba también la lluvia, pero ¡qué impotente era frente al barómetro! El salvaje, en cambio, poseía valor, energía y lógica, aunque fuera una lógica primitiva: se dio cuenta de que existe una relación entre causa y efecto. Al sacar el mercurio, daba el primer paso por aquel largo camino que nosotros…»
Aquí (y repito ahora que en estas anotaciones quiero decir la completa verdad), aquí de pronto me convertí en impermeable o, para decirlo de otro modo, impenetrable para los tonificantes fluidos que brotaban del altavoz. De pronto me pareció descabellado haber acudido allí (pero ¿por qué descabellado? ¡Tenía que venir, puesto que había recibido la orden!). Todo me pareció hueco y vacío. Con gran esfuerzo conseguía volver a concentrarme, cuando el fonolector pasó al tema principal, a nuestra música, a la composición matemática (las matemáticas son la causa, y la música su efecto), para describir el musicómetro recientemente inventado.
«…Se gira simplemente este botón, lo cual posibilita la composición de hasta tres sonatas en una hora. ¡Hay que ver qué esfuerzo requería esto para nuestros antepasados! Eran capaces de componer tan sólo si se ponían en trance de inspiración, es decir, en un estado patológico de «entusiasmo», que no es más que una forma de epilepsia. Quiero brindarles ahora un ejemplo extraordinariamente cómico de lo que eran capaces de producir entonces. Oirán música de Skriabin, siglo XX. Este cajón negro — el telón en el escenario se abrió y pudimos ver un anticuado instrumento musical —, a este cajón lo llamaban entonces «piano de cola», lo que corrobora nuevamente hasta qué extremo la música…»
He olvidado lo que dijo luego, seguramente porque… bueno, quiero confesarlo francamente, porque ella, I-330 se dirigió hacia el piano de cola. Posiblemente me aturdió su inesperada aparición en el escenario.
Llevaba un extraño conjunto tal como debía de ser moda entonces: un vestido negro, muy ceñido al cuerpo. El color negro acentuaba la blancura de los hombros desnudos y del tórax con la sombra cálida y vacilante entre ambos senos… y sus dientes se destacaban radiantemente blancos, casi perversos…
Nos sonrió. Era una sonrisa severa y mordaz. Luego se acomodó en el asiento y comenzó a tocar. La música era exaltada, salvaje y confusa, como todo cuanto procede de aquella época… carente del racionalismo de lo mecánico. Y todos cuantos estaban sentados con razón reían. Tan sólo unos pocos… Pero… ¿por qué también yo… yo?
Sí, sí. La epilepsia es una enfermedad mental, un dolor, un dolor de quemazón dulce, como un mordisco, y yo quiero que penetre más profundamente en mi interior, para sentirlo todavía con mayor intensidad. Y entonces, lentamente, nace el sol. No el nuestro, con su resplandor azul cristalino y uniforme que penetra a través de nuestras paredes de cristal. No, sino un sol salvaje, incontenible, inquieto, abrasador… Ya nada queda de mí… Todo yo me deshago en pequeños jirones.
El número a mi izquierda me miraba sonriente. Aún recuerdo que de sus labios pendía una diminuta burbuja de saliva y que ésta finalmente reventó. Aquella burbujita me hizo volver a la realidad. Volví a sentirme dueño de mí mismo.
Al igual que todos los demás distinguí ya tan sólo el murmullo confuso y atronador de las cuerdas. Reí y todo se volvió súbitamente sencillo y simple. ¿Qué había sucedido? Nada más que lo siguiente: el fonolector había resucitado aquella época incivilizada. ¡Qué placer hallamos al oír de nuevo nuestra música contemporánea! (la tocaron al final como contraste).
Las escalas cristalinas, cromáticas de series melódicas fusionándose y desgranándose infinitamente, los acordes de las fórmulas de Taylor y de MacLaurin, las graves cadencias de los cuadrados de las hipotenusas pitagóricas, las graves y melancólicas melodías de unos movimientos rítmicos decrecientes. ¡Qué digna magnificencia! ¡Cuánta regularidad inalterable! Y cuán miserable resultaba, en comparación, la música caprichosa, volcada solamente en salvajes fantasías, de nuestro antepasados.
Como de costumbre, todos salieron por la puerta del auditorio en formaciones de a cuatro. Una silueta, ya no desconocida para mí, doblemente encorvado, se cruzó conmigo rápidamente, saludé respetuoso.
Al cabo de una hora O vendría a verme. Me embargaba un estado de excitación agradable y al mismo tiempo útil. En casa me dirigí inmediatamente a la administración de la vivienda, exhibí mi billete rosa y así me dieron la autorización para cerrar los cortinajes. Este derecho se nos concede únicamente los días sexuales. Habitamos siempre en nuestras casas transparentes que parecen tejidas de aire, eternamente circundadas de luz. Nada tenemos que ocultar el uno al otro y, además, esta forma de vivir facilita la labor fatigosa e importante del Protector.
Pues si así no fuese, ¡cuántas cosas podrían suceder! Precisamente las moradas extrañas e impenetrables de nuestros antepasados pueden haber sido la causa de que se originara aquella miserable «psicología de jaula»: «Mi casa es mi fortaleza». A las 22 horas corrí los cortinajes y en el mismo y preciso instante entró O en mi cuarto. Venía algo jadeante y me ofreció su boquita rosada y también su boleto rosa. Arranqué el talón… y luego…
Únicamente en el último instante, a las 22.15, me separé de los labios rosados.
Le enseñé mis anotaciones y comenté la belleza del cuadrado, del cubo y de la recta, expresándome en forma concisa y rebuscada. Me escuchó en silencio y de pronto brotaron unas lágrimas de sus ojos azules que cayeron sobre mi manuscrito (página 7). La tinta se quedó aguada y la letra borrosa. Tendré que volver a escribir la página.
— Querido D, ojalá usted quisiera… si…
— Pero… ¿qué?
Otra vez la misma historia: quiere un hijo. O tal vez sea algo nuevo, porque… Claro está que…, pero no puede ser; resultaría demasiado descabellado.
Anotación número 5.
De nuevo me explico de modo poco claro, nuevamente hablo con usted, mi querido lector, como si fuese… bueno, digamos por ejemplo mi antiguo compañero de estudio, el poeta de los abultados labios negros, al que todos conocen.