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Aquellos desgraciados siguieron vagabundeando, por las cercanías de sus antiguos lugares de trabajo, mirando con ojos ávidos a los demás; se quedaban parados en medio de la calle, donde solían realizar unos movimientos que durante ciertas horas del día se habían convertido ya en una verdadera necesidad para su organismo; aserraban y pulían el aire, trabajaban con martillos invisibles barras de hierro también invisible.

Al décimo día no pudieron resistirlo: se cogieron todos de la mano y marcharon hacia el río. A los sones de nuestra marcha, fueron hundiéndose más y más, hasta que las olas pusieron fin a su martirio.

Repito: me resultaba agobiante contemplarlos y me marché corriendo.

— Sólo quiero echar un vistazo a la sala de máquinas — dije, y me puse en camino.

Me preguntaron algo y creo que se trataba de la cantidad de voltios que debían emplearse para la explosión del despegue y cuánta carga de agua necesitábamos para la cisterna de popa. En mi interior parecía haber una gramófono que, rápido y preciso, contestaba a todas las preguntas, mientras yo seguía el hilo de mis propias ideas.

De pronto tropecé con alguien en el pasillo y con este obstáculo empezó de verdad la cosa.

Se deslizó a mi lado un uniforme gris y un rostro todavía más ceniciento, y durante unos segundos vi debajo de su frente abombada, cubierta y oculta por largos cabellos, unos ojos profundamente hundidos… Se trataba de aquel individuo de entonces. Sabía que estaba aquí y que ya no tenía ninguna escapatoria, que sólo me quedaban unos minutos.

Sentí temblar todo mi cuerpo (y el temblor ya no cesó hasta el mismo final); era como si hubiesen acoplado en mi interior un gigantesco motor, pero mi cuerpo era de construcción demasiado ligera, por lo que temblaban todas sus paredes, sus válvulas, sus cables, travesaños y vigas y también todas sus luces.

No sabía si ella ya había llegado. Pero tampoco me quedó tiempo para cerciorarme, pues tenía que regresar al puesto de mando: era el momento del despegue… ¿Hacia dónde?

Unos rostros cenicientos y sin brillo.

Abajo, sobre el agua, unas arterias azules e hinchadas; un cielo plomizo y pesado como mi mano que cogió el auricular del teléfono:

— ¡Despegue… 45 grados!

Una explosión sorda… un impulso endeble…, una montaña de agua gris-blancuzca en popa… La cubierta se balancea bajo mis pies y todo se hunde en la profundidad, toda la vida, para siempre…

Durante un segundo veo los contornos azul-helados de la ciudad, las pústulas redondas de las cúpulas, el desierto y solitario dedo de la torre de los acumuladores. Luego una cortina de nubes de algodón gris… Las dejamos atrás… Y luego el sol, el cielo azul. Segundos, minutos y millas… El azul se vuelve más duro, más oscuro, y las estrellas semejan unas gotas de sudor plateado…

Se hace de noche, una noche de estrellas terriblemente agobiadoras y ardientes: noche de sol. Hemos abandonado la atmósfera terrestre. Pero el cambio, la transformación es tan repentina, que todos callan sorprendidos. Sólo yo me siento aliviado y más feliz acompañado de mi corazón bajo este sol fantasmagóricamente silencioso, como si hubiese traspasado el umbral inevitable, y como si mi cuerpo se hubiese quedado allá abajo, donde corro a través de un nuevo mundo y todo se vuelve diferente.

— ¡Mantened el mismo curso! — grité a la sala de máquinas. Pero no, no era yo el que gritaba, sino aquel gramófono de mi interior, que con su brazo artificial tiende el auricular al Segundo Constructor. Yo mismo estoy durante todo el tiempo traspasado por un leve temblor que sólo yo puedo determinar: desciendo corriendo para buscarla… ¡A ella!

La puerta de la cámara de oficiales… (dentro de una hora la cerraré ruidosamente). Al lado de la puerta hay un desconocido con un rostro vulgar, un rostro que no se destaca para nada entre la multitud… Sólo sus brazos son extraordinariamente largos, pues le llegan hasta las rodillas, como si por una equivocación le hubiesen correspondido los de un ser más corpulento. Extiende con gesto alarmado e imperativo la mano que va unida a este largo brazo.

— ¿Adónde va?

Por lo visto no tiene la menor idea de que estoy enterado de todo…

Le digo con voz bastante cortante:

— Soy el Constructor del Integral y vigilo todas las maniobras, ¿entendido?

Los brazos caen inermes.

Luego estoy en la cámara de oficiales. Unas calvas amarillentas se inclinan encima de los mapas e instrumentos. Los examino brevemente, doy media vuelta y marcho corriendo a la sala de máquinas. Válvulas ardientes, que esparcen un calor insoportable; unas palancas brillantes giran como en una danza loca y tiemblan tenuemente; van moviéndose las manecillas en los manómetros y en los relojes sin detenerse un momento.

Por fin vuelvo a ver aquel individuo de las cejas espesas y hoscas; se halla sentado, con un libro de notas en la mano, al lado del tacómetro.

— ¿Oiga, está ella aquí? ¿Dónde está?

Él me sonríe:

— ¿Ella? Está en la cabina de transmisiones.

Me precipito hacia la cabina.

En la cabina radiotelegráfica hay tres personas, todas con los auriculares puestos, que me recuerdan unos cascos alados. Ella parece más alta que nunca, está radiante como una valquiria de la antigüedad.

— Alguien… No, tal vez usted… — le grito todavía jadeante de tanto correr —. Tengo que dar una nota radiográfica… Venga, se la dictaré.

Al lado del cuarto del instrumental se halla una pequeña cabina.

Nos sentamos en la mesa. Le cojo la mano y la estrecho firmemente:

— ¿Qué sucederá ahora?

— No lo sé. Es magnífico, volar así, sin saber adónde… Pronto serán las doce… Dónde estaremos los dos esta noche? Tal vez en una pradera, tumbados sobre unas hojas amarillentas y marchitas.

Tiemblo cada vez más:

— Escribe — le digo todavía un poco jadeante «Hora: 11.30. Velocidad: 6.800…»

Sin alzar la vista me responde quedamente:

— Anoche vino ella con tu nota… Lo sé todo, y no hace falta que me expliques nada. Es tu hijo, ¿verdad? Me la he llevado. Ya está al otro lado del Muro. Vivirá…

En la cabina de mandos. El espacio oscuro de la noche con sus innumerables y fuIgurantes estrellas y un sol que ciega la vista: la manecilla del reloj de pared camina pesadamente de un minuto a otro y todo está bañado por una niebla leve, todo tiembla.

«Menos mal que la revolución estallará no aquí, sino más abajo, más cerca de la Tierra», se me ocurre pensar de pronto.

— ¡Alto! — grito en la sala de máquinas.

Nuestra velocidad se reduce poco a poco. De pronto el Integral queda suspendido, inmóvil por un instante en el aire, y luego se precipita hacia abajo como una piedra, cada vez con más velocidad. Sin cambiar palabra alguna, volamos durante diez largos minutos (oigo entretanto mi propio pulso) y la manecilla del reloj se va acercando a las doce. Soy una piedra, existen sólo la Tierra y yo; la piedra que fue lanzada por alguien al aire, ha de caer y alcanzar la Tierra.

A mis pies veo ya el vapor azulado y denso de las nubes… Pero ¿qué pasaría si nuestro plan fracasara?

El gramófono de mi interior vuelve a coger el auricular y ordena:

— ¡A media velocidad, adelante! — La piedra queda suspendida en el aire. Cuatro grandes bultos, dos en la proa y dos en la popa, son sacados al exterior para detener la marcha del Integral y así flotamos más o menos un kilómetro encima de la Tierra, en el aire.

Todos suben a cubierta (en seguida darán las doce).

Se inclinan por encima de la barandilla cristalina y contemplan el mundo desconocido al otro lado del Muro que se extiende ante nuestra vista. Amarillo fuerte, verde, azul, un bosque otoñal, una pradera y un lago. Al borde de aquella pequeña fuente azulada se alzan unas ruinas amarillas y a su lado parece amenazar un dedo gris y reseco: debe de ser la torre de una antigua iglesia, conservada como por milagro.