Выбрать главу

— ¡Mire pronto, allá, a la derecha!

Proyectada sobre la llanura verde, una sombra marrón. Mecánicamente alzo mis prismáticos: es una manada de caballos que galopan con sus colas ondeantes a través de la pradera y encima de sus grupas se yerguen hombres morenos, blancos y negros.

A mis espaldas suena una voz:

— ¡Puede creerme, acabo de ver un rostro!

— ¡Eso dígaselo a otro!

— Pues mire a través de los prismáticos...

Pero ya han desaparecido. Aquel desierto verde se extiende hasta el infinito... Un timbre agudo: la hora del almuerzo; falta un minuto para las doce.

Vuelvo a la cabina de oficiales. En la escalera yace abandonada una insignia dorada que cruje bajo mi pie. Alguien dice:

— Y, sin embargo, era un rostro.

Un cuadrado oscuro: la puerta de la cabina de oficiales abierta. A mi lado hay unos dientes que crujen, muy blancos y muy prietos... Y con unos sones insoportables comienza a sonar despacio, muy despacio, el reloj. Las primeras filas se ponen en movimiento. De pronto, dos brazos muy largos cierran el paso.

— ¡Alto!

Unos dedos duros se clavan en la palma de mi mano...

Es I la que susurra:

— ¿Qué significa esto? ¿Le conoces?

— No. Pero ¿no es éste? ¿Acaso no es?...

Entretanto, el hombre de las facciones vulgares dice:

— Escuchen todos, en nombre del Protector. Estamos enterados. No conocemos todavía sus números, pero lo sabemos todo. Ustedes no tendrán el Integral. No intenten dar un solo paso. El vuelo de prueba se realizará hasta el final. — Y luego añade: — Esto es todo cuanto les tengo que decir.

¡Silencio! Las planchas de cristal bajo mis pies se han vuelto blancas como el algodón, como mis propias piernas. I chisporrotea unas llamas violentas, salvajes y azules y musita cortante en mis oídos:

— ¡De modo que fue usted! Así es como ha cumplido con su «deber».

Retira violentamente su mano de la mía y me deja plantado. Regreso solo a la cabina de oficiales, silencioso como los demás...

«¡Pero si yo no he sido! ¡A nadie le he dicho ni una sola palabra, sólo a estas páginas blancas y silenciosas!...» Es la exclamación dolorosa que se repite en mi cerebro. Ella está sentada en la mesa frente a mí y no se digna mirarme.

Oigo cómo dice a la calva amarillenta que está a su lado:

— ¿Nobleza? Mi querido profesor, un análisis filológico de esta palabra ya demuestra en sí que aquí se trata tan sólo de un prejuicio, de un resabio de los tiempos feudales. Nosotros, en cambio...

Me doy cuenta de que voy palideciendo y pronto todos lo observarán... Pero el gramófono de mi interior realiza automáticamente los movimientos descritos para cada uno de los bocados: estos 50 movimientos maxilares de masticación. Y me encojo en mí mismo, como un caracol en su concha, impenetrable; luego, es como si arrastrase unas piedras hasta delante de la puerta, y obturase una tras otra todas las ventanas...

Después me veo con el auricular del teléfono en la mano, y comienza el vuelo a través de las nubes hacia la noche solar, terriblemente fría e iluminada por los astros. Probablemente, durante todo el tiempo un motor lógico ejecuta las mismas revoluciones en mi interior, pues en algún lugar del espacio azul veo de pronto esta imagen: mi escritorio, encima de anotaciones y encima de éstas los carrillos de U como unas agallas. ¡Sólo ella puede habernos delatado!

¡Rápido!... A la cabina de la radio... Recuerdo que le dije algo y que ella me atravesaba con la mirada como si fuese de cristaclass="underline"

— Estoy ocupado. Estoy tomando precisamente un radiograma de abajo. Dicte a mi colega.

Reflexiono durante un minuto y luego digo con voz firme:

— Hora: 14.40. Aterrizaje. Parar los motores. Todo terminado.

De nuevo en la cabina de mando. El corazón mecánico del Integral se para y caemos al igual que mi corazón, que no tuvo tiempo para caer. Todo se para y también este corazón mío de pronto se detiene, pero ya en la misma garganta. Hay unas nubes en la lejanía y hay también una mancha verde, que se nos acerca como un torbellino.

Pronto todo habrá pasado.

El rostro blanco y totalmente alterado del Segundo Constructor aparece súbitamente. Creo que me propina un golpe con todas sus fuerzas. No sé dónde voy a parar ni contra qué da mi cabeza, y oigo ya tan sólo a través de una densa bruma:

— Motores a popa... A toda fuerza... ¡Adelante!

Un violento brinco hacia arriba, y lo que sucede luego no lo sé.

Anotación número 35.

SÍNTESIS: Un fleje alrededor de mi cabeza. Una zanahoria. Un asesinato.

No he dormido en toda la noche. He pensado continuamente en ésta y en otras cuestiones, pero siempre llego a la misma conclusión.

Mi cabeza, desde el accidente de ayer, está vendada apretadamente. Pero siento la impresión de que no se trata de una venda, sino de un aro, de un fleje doloroso de acero y de que me muevo siempre en un solo y mismo círculo mágico: matar, matar, matar, para ir luego a verla y decirle: «¿Me crees ahora?»

Me contraría que el matar haya de ser un oficio tan sucio, el solo pensamiento de que puedo hacerlo produce en mi boca un sabor amargo y a la par repugnantemente dulzón; ni siquiera soy capaz de tragar saliva y la tengo que escupir a un pañuelo. Mi boca está reseca.

En mi armario hay una pesada barra de metal que se había agrietado al fundirla (había querido analizar la parte defectuosa con el microscopio). Puse mis anotaciones en un rollo y en el centro de éste introduje la barra y bajé al vestíbulo. La escalera parecía no terminar nunca, los escalones eran resbaladizos y blandos y durante todo el tiempo tenía que ir limpiándome la boca con el pañuelo.

U no estaba, su lugar aparecía vacío. Entonces me acordé de que hoy no se realiza ningún trabajo. Todos tenían que ir a la operación. ¿Qué había de haber, pues, aquí?

Salí de la casa: viento. Unos trozos de hielo gris revoloteaban por el cielo. Todo parecía estar roto o partido en virutas puntiagudas: éstas caían violentamente, flotaban delante de mi rostro en el aire por unos segundos y luego se evaporaban sin dejar rastro.

En las calles reinaba un barullo enorme. La gente no marchaba en filas ordenadas como siempre, sino que corría alocadamente de un lado para otro. También yo comencé a correr tan de prisa como me llevaban mis piernas. De pronto me detuve, me sentí como clavado en el suelo: en el segundo piso de cierta casa observé en una jaula de cristal, que parecía pender en el aire, a un hombre y una mujer abrazados apasionadamente. Un último beso..., un adiós para siempre...

En una esquina cualquiera había un puñado oscilante y piramidal de cabezas. Encima del mismo ondeaba crepitante una bandera que decía: «Abajo la máquina, abajo la operación».

Se me ocurrió pensar: «¿Es que también a ellos, a los otros números, puede martirizarles un dolor, del cual solo se les puede liberar arrancándoles el corazón? ¿Es que todos ellos han de hacer todavía algo, antes de que se les «cure»?» Me invadió esta duda, como una pregunta, como un rayo. Durante unos instantes nada existía para mí en el mundo a excepción de mis manos velludas con el rollo de papel disimulando la barra de hierro.

En este instante me crucé con un pequeño colegial que lloraba copiosamente. Le detuve, preguntándole por U.

— Seguro que está todavía en el colegio — fue su respuesta —, pero tendrá que darse prisa.

¡Pronto! A la más próxima estación del metro. A la entrada alguien aclaró gritando:

— Hoy no circulan los trenes. Allá abajo...