Aquel buen sujeto no dijo más, había pasado como un vuelo.
Descendí por las escalinatas. Abajo había un tren frío, vacío. En los andenes, una gran multitud. Silencio. Y en medio del silencio una voz. No pude ver nada, pero era su voz, la conocía... demasiado bien. Y grité:
— Dejadme pasar, paso... tengo que...
Alguien me cogió por el brazo y me inquirió con voz tajante:
— No, no volváis arriba, allí os curarán, allí os alimentarán con dicha. Quedaréis hartos y satisfechos, dormiréis pacíficamente y roncaréis al compás... ¿No oís la gran sinfonía de los ronquidos? Quieren librarnos de las incógnitas, de todas las incógnitas que roen en nosotros como gusanos.
«Pero vosotros que estáis ahí, escuchadme — decía yo en mi interior —. De prisa, subid, para la gran operación. ¿Qué os importa que yo me quede aquí, solo absolutamente? ¿Qué os importa que yo quiera lo imposible?...» Otra voz decía:
— Buscas lo imposible. Ve a la caza de tus descabelladas fantasías, todo el tiempo que quieras; a fin de cuentas, ellos no te mostrarán otra cosa que su látigo. Pero ya cogeremos nosotros ese látigo y entonces...
— ...Entonces os hartaréis cuanto queráis, roncaréis y pronto necesitaréis otro látigo para reaccionar. En tiempos inmemoriales existían unos animales llamados burros por nuestros antepasados. Para obligarles a caminar solían colgar ante sus hocicos un manojo de zanahorias, de manera que no pudieran alcanzarlo. Pero si alguna vez lo conseguían, se lo tragaban entero, de un solo bocado.
De pronto me sentí libre, me precipité hacia el centro, donde ella estaba hablando..., y en el mismo instante se dispersaron todos en un abrir y cerrar de ojos. De arriba trascendía un grito:
— ¡Vienen, ya vienen!
Apagóse a luz. Por lo visto, alguien había cortado los cables.
Una verdadera avalancha, gritos, jadeos, cabezas, manos...
No sé cuánto duró aquella caminata a través del túnel negro como la noche. Por fin, unos escalones, luz, claridad: nos hallábamos de nuevo en la calle. La multitud se dispersó y me quedé solo. Viento, unas nubes plomizas a muy poca altura, encima de mi cabeza, y la luz difusa del atardecer, amenazando tormenta. En el adoquinado se reflejaban las luces, los muros y las siluetas. El rollo de plomo en mi mano me obligaba a doblarme casi hasta el suelo con su peso. U seguía en su mesa, en el vestíbulo. Su habitación permanecía oscura.
Fui a mi cuarto y encendí la luz. Aquella presión de acero que aprisionaba mis martilleantes sienes se ceñía cada vez con mayor fuerza. Desde la mesa, donde había dejado el pesado rollo, fui hacia la cama, luego otra vez a la puerta y otra vez a la mesa, como si me rodeara una pared mágica. En el cuarto de la izquierda estaban bien corridos los cortinajes. A la derecha..., una calva se inclinaba sobre un libro: la frente era una parábola amarilla, enorme, y las arrugas que la surcaban... unas líneas amarillentas, indescifrables. Cada vez que tropezaban nuestras miradas, intuía que aquellas arrugas tan elocuentes se relacionaban conmigo.
Habían dado ya 21 horas. U me vino a ver. Mi respiración era tan ruidosa que yo oía mi propio aliento. Traté de dominarme..., pero sin conseguirlo.
U se sentó, procurando bajar la falda hasta tapar sus rodillas. Sus agallas rosas temblaban.
— ¡Mi querido amigo! Pero ¿está herido de veras? Acabo de enterarme...
El rollo estaba encima de la mesa, a mi alcance. Jadeando dificultosamente, me incorporé con violencia. Ella se interrumpió en medio de la frase, levantándose a su vez. Yo miraba fijamente aquel punto en su cabeza, mientras sentía un sabor repugnante, dulzón en la boca... No encontré el pañuelo... escupí en el suelo.
No debía presenciarlo mi vecino de al lado. De lo contrario, todo empeoraría... Pulsé el botón, a pesar de que no tenía derecho a hacerlo, pero ya nada me importaba. Los cortinajes se corrieron.
Por lo visto, ella se daba cuenta de mis intenciones y corrió hacia la puerta. Pero me adelanté, jadeando violentamente y no perdiendo de vista ni por una fracción de segundo aquel punto determinado de su cabeza. Le impedí el paso.
— Usted... ¡Usted está loco! ¡No se atreve a!...
Retrocedió, sentándose... o, mejor dicho, desplomándose sobre el lecho. Temblando, con las manos cruzadas en el regazo, se quedó acurrucada. Seguí mirándola fijamente y, haciendo acopio de todas mis energías, alcé la mano en dirección a la mesa hasta alcanzar el rollo.
- ¡Por favor, se lo ruego, espere un día un solo día aún! Mañana vendré y haré todo lo que quiera ¡Todo!...
¿Qué quería decir con sus palabras?... Alcé la mano para...
¡Sí, la maté! Usted, lector desconocido, puede llamarme asesino. Sé que habría dado con el rollo en su cabeza, si ella no hubiese exclamado temblando:
— Por la salud del Protector... ¡estoy dispuesta!...
Con manos temblorosas se arrancaba el uniforme. Su cuerpo obeso, amarillo y lacio esperaba encima del lecho. Había creído que si corría los cortinajes, era por esta razón. ¡Todo resultó tan grotesco que acabé por lanzar una ruidosa carcajada! Y en el mismo instante pareció romperse en mi interior un muelle demasiado tenso: mi mano se desplomó inerte y el rollo cayó al suelo. La risa es el arma más mortífera que existe. Con la risa se puede matar, asesinar a todo, incluso a la misma muerte. El reconocimiento de esta verdad fue para mí como un relámpago.
Sentado en la mesa, una risa violenta sacudía mi cuerpo. Era la risa de la desesperación. No sé lo que habría sucedido, si todo hubiese marchado por los cauces obligadamente normales. Pero en el mismo instante zumbó el teléfono. Todo podía esperarlo menos esto.
Cogí con rapidez el auricular... Tal vez fuese I. Y una voz conocida dijo:
— ¡Un instante!
Un zumbido agobiador, prácticamente interminable. Luego oí unos pasos ruidosos y lentos, cada vez más fuertes, que sonaron al final como unos martillazos sobre acero:
— ¿D-503? Aquí el Protector al habla. ¡Venga a verme inmediatamente!
U seguía echada encima de la cama con los ojos cerrados, las agallas transformadas por una grotesca sonrisa. Recogí de un manotazo sus ropas esparcidas por el suelo y echándoselas, musité:
— ¡Ande... lárguese!...
Se incorporó, expresando una muda sorpresa en su mirada:
— ¿Cómo?
— ¡Venga, vístase..., de prisa!
Se encogió como bajo un latigazo, cogió su vestido, mientras decía consternada:
— ¡Vuélvase!
Me volví de espaldas, apoyando la frente ardorosa en el muro cristalino y frío. En la superficie reflejante, negra y húmeda, pestañeaban unas lucecillas, siluetas, y chispas. ¡No!, pero si era yo, era lo que había en mi interior... ¿Por qué me había llamado? ¿Acaso ya lo sabía todo?
U, vestida ya, se dirigía hacia la puerta. Di dos pasos y apreté sus manos tan fuertemente, como si quisiera exprimirlas gota a gota todo aquello que quería y debía saber...:
— Escuche, usted ¿Ha dado su nombre..., el nombre de ella? Sabe a quién me refiero... ¿La ha delatado? Dígame la verdad, he de saberla en seguida... Todo lo demás no tiene la menor importancia...
— ¡No!...
— ¿No? ¿Y por qué no?... ¿Es que no ha hecho la denuncia?...
U tenía la boca desfigurada; el labio inferior le caía mientras por sus mejillas se deslizaban unas gruesas lágrimas:
— No... porque temía... que si la detenían a ella... tal vez usted ya no me amaría... No me amaría... ¡Oh..., no puedo, ya no puedo más!
Sin duda decía la verdad, una verdad estúpida, ridícula, pero humana. Abrí la puerta...
Anotación número 36.