Intenté comer. Pero apenas llevaba un bocado a la boca, el tenedor en mi mano comenzaba a temblar para caer ruidoso sobre el plato. Una detonación monstruosa pareció remover la casa hasta sus más profundos cimientos, las paredes, los platos, las mesas, hasta el aire vibraban, temblaban y tintineaban. Caras alteradas y pálidas como la ceniza, bocas abiertas y tenedores que habían quedado en el aire, petrificados en su corta trayectoria.
Luego, todo se salió de los cauces establecidos: todos se levantaron violentamente de sus asientos (¡sin cantar el himno hasta el final!), masticando unos, dándose codazos otros, empujándose mutuamente: «¿Qué ha sido?» como los restos de una máquina reventada de golpe, que un instante antes aún ha funcionado a la perfección, todos se precipitaron en un terrible caos hacia el ascensor y las escaleras.
En los escalones se oían pasos rápidos y palabras sueltas.
En todas las casas vecinas el mismo panorama, la misma escena. Al cabo de un minuto, todo el Prospekt semejaba una gota de agua debajo del microscopio: una incontable cifra de infusorios corría locamente, sin orden ni concierto, de una parte a otra.
— ¡Ajá! — exclama una voz triunfante. Delante de mi cara apareció una mano y un dedo dirigido hacia el cielo... Todavía veo en la memoria la uña amarillenta rosácea con la semiluna blanca en la base... Ésta se me aparece claramente. Y aquel dedo fue como una brújula: todas las miradas se elevaron hacia el cielo. Arriba pasaban rápidas unas nubes, y a su lado se atropellan veloces los aviones, las aeronaves de los protectores con sus largos periscopios dirigidos hacia la tierra... Pero en Occidente, más arriba del cenit, había algo...
De momento nadie reconoció lo que era. Ni siquiera yo, que (por desgracia) sabía más que los otros. Se parecía a un enjambre enorme de aeronaves. Se acercaban rápidamente: eran unos pájaros que volaban con sordo graznido por encima de nuestras cabezas. La tormenta los azotaba empujándolos hacia el suelo. Se posaron en las cúpulas, en los tejados y los balcones.
— ¡Ajá! — El individuo que me enseñaba la nuca se volvió... y reconocí al hombre de las gruesas cejas. Pero su aspecto estaba cambiado, era como si hubiese salido de detrás de su abombada frente y en sus ojos e incluso en sus labios había un brillo claro: sonreía.
— ¡El Muro se ha derrumbado, está derruido! — me gritó en medio del silbar y aullar del viento y del aleteo de los pájaros.
Al final del Prospekt unas siluetas huían, corrían con las cabezas adelantadas para refugiarse en el interior de la casa. En el centro de la calle, la pesada avalancha de los recién operados: moviéndose hacia Occidente en dirección al Muro Verde.
— ¡Dígame!, ¿dónde está ella? ¿Detrás del Muro Verde o aquí? ¡Tengo que verla! ¿Me comprende? ¡Verla, en seguida!
Cogí al individuo por el brazo con intención de no soltarlo sin recibir respuesta.
— ¡Está en la ciudad, trabaja! — me respondió el hombre con expresión radiante —. ¡Sí, trabajamos... y de qué manera!
A su alrededor se agrupaban unos cincuenta individuos, parecidos a él (todos parecen haber salido de detrás de sus frentes abombadas, sus dientes blancos lucen ávidamente). Aspirando la brisa y haciendo señales con porras de carga eléctrica (¿de dónde las habrán conseguido?) marchan detrás de los operados hacia occidente, pero dando cierto rodeo...
Me voy corriendo a su casa. ¿Para qué? No lo sé. Calles desiertas, una ciudad extraña, salvaje, incesantes graznidos de pájaros, de tonadas victoriosas... Es el fin del mundo. En algunas casas, los números masculinos y femeninos se abrazan estrechamente sin correr siquiera los cortinajes, sin billete rosa, a pleno día...
Una casa... ¡Su casa! La puerta está abierta de par en par. En la mesa de control del vestíbulo no hay alma humana. El ascensor está suspendido a medio camino entre un piso y otro. Jadeante, voy recorriendo los incontables e interminables peldaños. Un nuevo pasillo, números 320, 326, 330... I-330.
En su, cuarto reina un terrible caos. La silla está derribada y alza sus cuatro patas como el cadáver de un animal muerto. La cama ha sido separada de la pared y está ahora en posición oblicua. El suelo aparece literalmente cubierto por billetes rosa. Me doblo y recojo un puñado. En todos aparece mi número: D-503... No, no deben seguir tirados por el suelo, nadie los ha de pisar. Los recojo, uno por uno, poniéndolos sobre la mesa, donde los voy alisando con cuidado... los contemplo y rompo a reír sonoramente.
Ahora sé algo que ignoraba hasta ahora: la risa puede tener dos bases fundamentalmente distintas. Puede ser el lejano eco de una explosión interior; como si hubieran estallado unos cohetes azules, rojos y dorados como en una traca divertida, o los jirones de un cuerpo humano destrozado hubieran sido lanzados al aire... En uno de los billetes leo un nombre totalmente desconocido. Ya no recuerdo la cifra, pero sí la letra: F. Con un gesto de ira tiro los billetes de la mesa, los piso locamente y salgo disparado.
En el pasillo me siento en una de las repisas de la ventana y espero. Por la izquierda se acercan unos pasos vacilantes. Es un individuo viejo: su rostro no es más que una burbuja reventada por un pinchazo; arrugada y vacía. De aquel agujero, como de una herida, gotea algo por encima de sus mejillas. Lenta y oscuramente voy comprendiendo: son lágrimas. únicamente cuando el viejo ya se ha alejado, me recupero para gritarle a pleno pulmón:
— ¡Oiga!... ¿Conoce a I-330?
Se vuelve, me dice que no con un gesto desesperado y cojeando sigue su camino... Al caer la noche vuelvo a mi casa. En occidente, el cielo parece contraerse en convulsiones azul pálido y a cada convulsión sigue un sordo tronar. Los tejados están literalmente cubiertos por un incendio negro, consumidos, convertidos en cenizas: los pájaros.
Me asusto... y el sueño me asalta como una bestia salvaje...
Anotación número 38.
Me despierto... Reina una luz cegadora en la habitación. Cierro nuevamente los ojos; en mi cabeza hay un humo asfixiante y ácido, como un vapor venenoso. Y a través de la niebla se abre paso una idea: «Pero si no he encendido la luz... ¿Por qué pues?...», y me incorporo sobresaltado. En la mesa veo a I, sentada, apoyando la barbilla en la mano, mirándome con la burla escrita en sus ojos...
Ahora estoy sentado en esta mesa y escribo. Los diez o quince minutos que ella estuvo aquí han transcurrido, han pasado desde ya hace mucho, pero aún me parece que ahora mismo se ha acabado de cerrar la puerta y que aún me sería posible darle alcance. La cogería de la mano... y... tal vez se pondría a reír, diciendo... pero...
l estaba sentada junto a la mesa, efectivamente. Me levanté de un salto:
— ¡Tú... tú! Fui a... ¡He visto tu habitación..., pensaba que estarías!...
A medio camino creía estrellarme contra sus pestañas puntiagudas e inmóviles. Me detuve. Me acordé de que en el Integral me había mirado del mismo modo. Por eso creí necesario tener que contárselo todo inmediatamente, pero de modo que me creyese.
— Escucha, I, quiero explicarte, contártelo todo. Pero déjame tomar antes un sorbo de agua.
Mi boca estaba tan reseca que parecía forrada con papel secante. La llené de agua pero no me pasaba por la garganta. Dejé el vaso encima de la mesa y agarré la garrafa con ambas manos.
Entonces me di cuenta de que el humo azulado provenía del cigarrillo que había entre sus dedos. Ella sorbió largamente y dijo:
— Dejémoslo. Calla. Además, ¿qué importa? Ya ves que, a pesar de todo, he venido. Abajo me están esperando, solamente disponemos de diez minutos.