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Echó el cigarrillo al suelo y se subió en el sillón con los pies encima del respaldo (allá, en la pared estaba el botón, difícil de alcanzar) hasta el extremo, de que el sillón se balanceó sobre dos de sus patas solamente. Y se corrieron los cortinajes.

Luego se me acercó, acurrucándose en mi pecho, pegándose a mi cuerpo. El contacto de sus rodillas era como un dulce veneno que me hacía olvidar todo... Y de repente... Seguramente le habrá ocurrido también a usted algún día: sumido en profundo sueño, uno se sobresalta, se incorpora y está totalmente consciente de sí. Así me sucedía ahora: pensé en la letra F y en cierta cifra..., cualquiera... Todo esto se me acumuló ahora como una masa en el interior. Ni siquiera ahora puedo decir qué sensación era aquélla, pero de todos modos la apreté tanto contra mi pecho que exhaló un grito de dolor.

Un solo minuto después, su cabeza se encontraba encima de la almohada blanca... con sus ojos cerrados. Aquello me arrastraba a recordar todo el tiempo algo que bajo ningún concepto debía de afirmárseme claramente. La acariciaba cada vez con mayor vehemencia, cada vez con más pasión y cada vez se destacaban más claras y azules las marcas que dejaban mis dedos...

Sin abrir los ojos me dijo:

— He oído decir que has estado con el Protector. ¿Es cierto?

— ¡Sí, es cierto!

Abrió los ojos y observé con alegría que su rostro palidecía y se apagaba hasta desaparecer. Solamente los ojos seguían vivos. Se lo conté todo. No, algo le callé... No sé por qué. No, no es verdad, sí que sé... por qué le silencié lo que Él había dicho al final; que me necesitaban porque soy el constructor del Integral.

Muy lentamente, al igual que una placa fotográfica en el revelador, su rostro volvió a adquirir forma; sus mejillas, la estrecha y blanca franja de sus dientes, sus labios. Se levantó y fue hacia el armario de luna. Mi boca estaba reseca. Eché agua en el vaso, pero no me sentía capaz de beber un solo sorbo. Dejé el vaso encima de la mesa y pregunté:

— ¿Has venido solamente porque querías enterarte de todo?

A través del espejo pude observar sus cejas irónicamente enarcadas. Se volvió, quiso decir algo, pero lo pensó mejor. Aun así, me di cuenta.

¿Tenía que decirle adiós? Hice un gesto: las piernas no me obedecían, se me doblaban. Tropecé con la silla... ésta cayó y allí se quedó como si hubiera muerto. Sus labios estaban como el hielo... tan helado como había estado yo una vez sentado sobre el pavimento de mi habitación, aquí al lado de la cama.

Cuando se hubo marchado, me acurruqué en el suelo, inclinándome por encima de la colilla de aquel cigarrillo abandonado...

Anotación número 39.

SÍNTESIS: El fin.

Era como un grano de sal que se echa a una solución saturada: los cristales se juntan en agujas, se solidifican y se enfrían. Sí, todo estaba decidido: mañana por la mañana lo haría. Claro que equivalía a un suicidio, pero tal vez luego resucitaría. Porque solamente puede resucitar aquel que ha fenecido.

En Occidente, el cielo relampagueaba y se convulsionaba constantemente con un color azulado. Mi cabeza ardía y martilleaba. Así pasé toda la noche sentado y me dormí únicamente hacia las siete de la mañana, cuando la oscuridad adquirió un tinte verdoso y ya se distinguían los tejados saturados de pájaros oscuros.

Desperté hacia las diez (por lo visto hoy no había sonado la señal). Encima de la mesa seguía el vaso de agua de ayer. Lo vacié de un solo sorbo y salí precipitadamente: tenía que arreglarlo todo cuanto antes.

El cielo era azul, vacío, exprimido hasta la médula por la tormenta. Daba miedo cogerse a los agudos cantos de las sombras, que parecían perfiles recortados en el aire azul de otoño, pues seguramente se romperían al menor contacto hasta deshacerse en un polvo vidrioso. Dentro de mí había las mismas sombras frágiles. No, estaba absolutamente prohibido reflexionar, tenía que privarme de razonar, pues de lo contrario...

No pensé en nada, quizá ni siquiera veía con claridad y solamente registraba. Encima del adoquinado había ramas con verdes hojas, rojas y marrones. Por los aires volaban raudos como proyectiles unos pájaros, pero también las aeronaves. Por todas partes... cabezas, bocas muy abiertas, manos que se agitaban saludando con las ramas. Creo que todo el mundo chillaba, graznaba y zumbaba...

Luego unas calles desiertas y desoladas, como barridas por el azote de una peste. Recuerdo que tropecé con algo desagradablemente blando, y sin embargo, rígido y sólido. Me incliné: un cadáver. El muerto yacía sobre su espalda, las piernas muy separadas. Su rostro... Lo reconocí por sus labios gruesos y abultados. Me reí parpadeando los ojos. Salté por encima y seguí precipitadamente; ya no podía más, había de hacerlo todo de prisa, pues si no me arruinaría.

Por fortuna ya solamente me quedaban unos veinte metros de camino... y ya aparecía el dorado letrero del Departamento de Salud Pública. Antes de entrar, permanecí unos instantes en el umbral aspirando profundamente el aire, tanto como pude.

En el pasillo, una cola interminable de números con fajos de hojas y gruesos cuadernos debajo del brazo. Dieron un paso al frente y se detuvieron de nuevo.

Pasé de largo de la cola. Las cabezas se volvían iracundas hacia mí. Caí de rodillas e imploré como si estuviera agonizando que me dieran un remedio, cualquier medicamento capaz de poner fin a todo, aunque provocase un dolor terrible, que durase años enteros.

De una de las puertas salió una mujer, con el cinturón muy ceñido del uniforme; las dos mitades de sus nalgas se destacaban claramente, al moverse de un lado para otro. Era como si allí tuviera los ojos. Al verme exclamó:

— Tiene dolor de estómago. ¡Llevadle al retrete, allá, la segunda puerta a la derecha!

Todo el mundo se rió. Pero esta risa me saltaba como una fiera a la garganta, amenazando ahogarme; tenía que gritar o... Pero alguien, a mi espalda, me cogió por el codo. Me volví: unas orejas transparentes, gachas. Pero no eran de color rosa, sino de ardiente rojo; la nuez parecía saltar tendiendo a romper de un momento a otro la delicada piel de la garganta.

— ¿Por qué está usted aquí? — me preguntó inquisitivo, con una mirada penetrante. Me agarraba desesperadamente a su brazo.

— ¡De prisa, a su despacho! Tengo que contarle inmediatamente todo. Celebro haberle encontrado... Tal vez es lo peor: ¡haberle encontrado precisamente a usted... No cree que es mejor así!

También él la conocía y por ello mi martirio había de ser mayor, pero quizá se estremecería con tanto horror, al oír mi relato... Entonces seríamos dos para matar, y ya no estaría solo en mis últimos instantes...

La puerta se cerró; prodújose una extraña paz, un vacío, al igual que debajo de la campana de cristal. Si hubiese dicho una sola palabra, aunque fuese la más descabellada, se lo habría contado absolutamente todo sin dudar. Pero guardaba un silencio sepulcral.

Sin alzar la vista comencé por fin:

— Creo que siempre la he odiado, ya desde el principio. He luchado enconadamente conmigo mismo... No, no es verdad, no podía ni quería ser salvado, quería arruinarme, pues aquello tenía más valor para mí, más que todo lo demás..., es decir..., la quería solamente a ella... Y aun ahora, a pesar de que lo sé todo... ¿Se ha enterado de que el Protector me ha llamado?

— Sí.

— Pero lo que seguramente no sabrá es lo que me dijo el Protector... Era como si se me hundiera el suelo bajo los pies... Así, como si de pronto estuviese usted detrás de un escritorio, y el papel con la tinta desapareciesen... Como si la tinta se dispersara y todo se convirtiera en una sola y enorme mancha...

— Bien, siga, siga. ¡Apresúrese, afuera esperan muchos otros!