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Titubeante unas veces y atropellándome otras, le conté todo cuanto ha pasado y todo lo que he retenido en estas páginas. Le hablé de mi propio yo y de aquel otro. De lo que ella había dicho de mis manos durante el paseo (sí, con aquello había empezado todo). Y cómo había dejado de cumplir con mis obligaciones, cómo me engañé a mí mismo; y cómo ella me había procurado unos certificados y cada vez me enredaba más. Y, finalmente, ¡cómo llegué por los pasillos subterráneos, al país de más allá del Muro Verde!

Los labios levantados irónicamente como una S me iban proporcionando imperceptiblemente las palabras clave; sonreían... y yo le miraba con gratitud. Pero... ¿qué era aquello? De pronto estuvo hablando él... Ya no era yo quien relataba, yo no hacía más que escuchar. Parecía helárseme la sangre en las venas. Pregunté:

— ¿Cómo es que lo sabe? ¡Nadie se lo puede haber dicho!

No respondió, sólo se acentuará su sonrisa burlona. Después de un rato dijo:

— Quería silenciar algo. Ha ido mencionando a todos los que descubrió al otro lado del muro, pero se ha olvidado de cierto individuo. ¿Ya no recuerda que me vio allí? ¡Si, yo... me vio a mí!, ¿no es verdad?

¡Silencio y quietud!

De pronto me asaltó una idea vergonzosa: ¡también él pertenecía a los otros! Todo el martirio que había experimentado, todo cuanto con mis últimas fuerzas había sabido arrastrar heroicamente aquí, resultaba ahora tan ridículo como la antigua historia de Abraham e Isaac. Abraham, bañado de frío sudor, ya había llegado a alzar la mano con el cuchillo contra el hijo y contra sí mismo..., cuando una voz desde las alturas le dijo:

— Deja... no ha sido más que una broma.

Sin apartar mis ojos de la mirada irónica, apoyé ambas piernas contra el canto de la mesa, tirándome lentamente hacia atrás con el sillón. Luego me levanté de un salto y me precipité en dirección a la salida, cruzando entre la multitud vociferante.

No sé cómo llegué al lavabo de la estación del metropolitano. Arriba todo estaba destrozado, exterminada la más elevada y más racional de todas las civilizaciones, pero aquí, abajo, por alguna ironía del destino, todo seguía tan hermoso como antes. Pero también aquí llegaría la destrucción, también aquí vegetaría la hierba alta y espesa y los mephi reinarían funestamente.

¡Qué pensamiento tan horrible! Mi quejido provocó un sonoro eco. Y en este mismo instante, alguien me acarició cariñosamente el brazo. Era mi vecino, el de la habitación contigua a la mía, que se encontraba en el asiento de la izquierda. Su frente... una parábola amarilla, enorme, con unas líneas confusas que parecían relacionadas conmigo:

— Todo volverá — dijo —, pero, ante todo, el mundo ha de conocer mis descubrimientos. Usted es el primero a quien se lo comunico. He conseguido determinar que no existe el infinito.

Le miré consternado.

— ¡Sí, sí, no existe el infinito! Si el mundo fuese infinito, entonces la densidad media de su materia tendría que ser cero. Puesto que ésta no es cero, como sabemos, el Universo ha de ser finito, ya que tiene forma esférica y el cuadrado del radio universaclass="underline" y = densidad media, multiplicada por... Ahora ya solamente me falta calcular el coeficiente y luego... luego todo será más que fácil. Entonces obtendremos la victoria filosófica, ¿me comprende? ¡Pero oiga, querido amigo, está estorbando mis cálculos, no hace más que gritar!...

No sé lo que me conmovió más, si su descubrimiento o su serenidad en este momento apocalíptico. Llevaba en la mano un librito de notas con una tabla de logaritmos (solamente ahora me daba cuenta de este detalle). Pensé: «Antes de que todo quede destruido, acabaré mis memorias, pues se lo debo a mis lectores».

Rogué a mi vecino me diese papel y acabé por escribir estas líneas. Ya quería poner el punto final, del mismo modo que nuestros antepasados ponían una cruz sobre las tumbas de sus muertos, cuando de pronto el lápiz comenzó a temblar en mi mano y cayó al suelo.

— Oiga usted — dije agarrando a mi vecino por el brazo —, respóndame a una pregunta. ¡Me ha de contestar! ¿Qué hay allí donde acaba, donde termina su cosmos finito?... ¿Qué hay allí?

Ya no tuvo tiempo de contestarme, pues por la escalera descendían unos pasos pesados, sonoros...

Anotación número 40.

SÍNTESIS: Factores. La campana. Estoy convencido.

Es de día. Reina claridad. El barómetro marca 760.

¿Realmente yo, D-503, habré sido capaz de haber escrito todas estas páginas? ¿He sentido, experimentado, verdaderamente todo cuanto he anotado... o acaso solamente lo he soñado?

Sí, desde luego la escritura es de mi puño y letra. También es mía la caligrafía de esta página... Pero ahora ya no se habla de fantasías y sentimientos, sino únicamente de factores. Vuelvo a estar sano, totalmente curado. Inconscientemente una sonrisa ilumina mis facciones, y no puede ser de otro modo: me han sacado una partícula de la cabeza y experimento un gran vacío, un gran alivio. No, no se trata de ningún vacío: lo único que sucede es que ya no hay nada que me impida sonreír (la sonrisa es el estado normal de una persona normal).

Veamos los factores: anoche, tanto mi vecino que había descubierto lo finito del espacio como también yo y todos los demás números que no poseían el certificado de haber sido operados, fueron detenidos, y nos condujeron al auditorio más próximo. Allí nos ataron a las mesas y luego fuimos sometidos a la intervención quirúrgica: la extirpación de la fantasía.

Esta mañana fui, yo, D-503, al Protector y le conté todo cuanto sabía acerca de los enemigos de la felicidad. Ahora no comprendo por qué, antes, todo me había parecido tan difícil. Solamente puede haber una explicación: la de mi enfermedad, mi alma. Y por la noche, estuve sentado en la misma mesa del Protector, en la cámara del gas.

Trajeron a I-330. Había de hacer una detallada confesión en mi presencia. Pero ella calló tercamente. Lo único que hizo fue sonreír. ¡Observé sus dientes tan blancos y tan hermosos!

La hicieron sentar bajo la campana de cristal. Su rostro fue palideciendo, pero sus ojos grandes y oscuros relucieron aun más. Cuando extrajeron el aire de la campana, echó la cabeza hacia atrás, cerró los párpados y apretó los labios... Este detalle me recordó algo indefinido. Se agarraba violentamente a los brazales del sillón y me miró hasta que se le cerraron los ojos a la fuerza. Luego la sacaron de la campana de gas, y la hicieron volver en sí con una descarga eléctrica, para ponerla nuevamente debajo de la campana.

La escena se repitió tres veces, pero ella no dijo ni una sola palabra. Los otros, que habían sido traídos a la sala al mismo tiempo que ella, fueron menos reacios: la mayoría comenzó a confesar al primer intento. Mañana todos subirán los peldaños de la máquina del Protector.

Tenemos que obrar y activar el asunto, pues no admite dilación. En los distritos occidentales siguen imperando el caos, griterío, cadáveres, animales y desgraciadamente también un crecido contingente de números que han traicionado a la razón.

Pero nosotros hemos conseguido levantar en el Prospekt 40 un muro provisional de alta tensión. Tengo la esperanza de que la victoria será nuestra. Incluso estoy convencido de nuestra victoria. ¡La razón ha de vencer!

FIN