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Usted, en cambio, vive en la Luna, en Venus, en Marte o en Mercurio, y quien sabe qué personalidad tiene y dónde estará.

Para entenderme debe imaginarse un cuadrado, un cuadrado hermoso, lleno de vida. Y que éste le ha de contar algo de sí mismo, es decir, de su propia existencia. Mire, al cuadrado jamás se le ocurriría contarle algo acerca de sí mismo, ni que sus cuatro lados son exactamente iguales, puesto que de tanto saberlo ni siquiera se le haría evidente; lo consideraría una cosa demasiado lógica. Y yo me encuentro durante todo este tiempo en la misma situación. Hablemos, por ejemplo, de los billetes o talones rosas y de todo cuanto se relaciona con ellos: para mí, éstos resultan tan normales como los cuatro lados del cuadrado. En cambio, a ustedes les parecerá este asunto más complicado que el binomio de Newton.

Pues escúchenme. Cierto filósofo antiguo dijo (claro que por casualidad) una sentencia realmente inteligente: «El amor y el hambre rigen el mundo». Ergo: para dominar el mundo, el hombre ha de vencer a los dominadores del mundo. Nuestros antepasados han pagado un precio muy alto para acabar con el hambre, y con esto me refiero a la Guerra de los Doscientos Años, la guerra entre la ciudad y el campo.

Probablemente los salvajes debieron de aferrarse tercamente a su pan, tan sólo por unos prejuicios religiosos (esta palabra se utiliza hoy solamente como una metáfora, pues la composición química de esta materia no la hemos descubierto). Pero treinta y cinco años antes de la fundación del Estado único, se inventó nuestra actual alimentación a base de nafta. Claro que solamente había subsistido un 0,2% de toda la población de la Tierra. Pero para nosotros, los supervivientes de la faz de la tierra purificada y limpia del polvo milenario, irradiaba un resplandor nuevo e insospechado, y este 0,2% pudo gozar la dicha del paraíso del Estado único.

No es necesario dar explicaciones al respecto: ni decir que la dicha y la envidia sean el numerador y denominador de aquella fracción llamada felicidad. ¿Qué significado habrían tenido los incontables sacrificios de la Guerra de los Doscientos Años, si en nuestra existencia hubiese todavía motivos para sentir envidia?

Y, sin embargo, ésta aún existe, ya que siguen habiendo «narices botón» y «narices clásicas» (recuerdo ahora la conversación de nuestro paseo), y muchos luchan por el amor de una persona, en tanto que no se preocupan de la existencia de las demás.

Después de haber vencido el Estado único al hambre, comenzó una nueva guerra contra el segundo dominador del mundo. Por fin quedó vencido también este enemigo, es decir, se le dominó organizándole, al resolver esta incógnita matemáticamente, y hace aproximadamente unos trescientos años entró en vigor nuestra «Lex sexualis». Cada número tiene derecho a un número cualquiera como pareja sexual.

Todo lo restante ya sólo era cuestión de tecnicismo. En el laboratorio del Departamento Oficial para Cuestiones Sexuales, nos hacen un minucioso reconocimiento facultativo; se determinan exactamente los contenidos de hormonas sexuales, y luego cada uno recibe, según sus necesidades, la correspondiente tabla de los días sexuales y las instrucciones para servirse de ella en estos días con fulana o mengana; a este efecto se le entrega a cada individuo cierto cuadernillo de boletos, billetes o talones rosas, como quiera llamárseles.

De modo que ya no existe ninguna base para la envidia, pues el denominador de la fracción de la felicidad está reducido a cero, mientras la fracción se torna en infinita. Lo que en nuestros antepasados era motivo y fuente de incontables e injustificadas tragedias, lo hemos transformado en una función agradablemente placentera y armoniosa, así como lo hemos hecho también con el descanso nocturno, con el trabajo corporal, con la ingestión de materias nutritivas, con la digestión y todo lo demás. Esto demuestra que la gran energía de la lógica purifica todo cuanto toca. Ojalá también usted, lejano y desconocido lector, pueda reconocer esta fuerza sublime y aprender a seguir en todo momento sus directrices.

¡Qué extraño, hoy he escrito sobre los momentos cumbre de la historia de la humanidad! He respirado durante todo el día el aire más puro e intenso que puede regalarnos el espíritu y, en cambio, en mi interior todo es oscuro, lleno de negros nubarrones, todo está envuelto en espesas telarañas. Como la cruz de una X de cuatro extremidades. O eran mis extremidades, porque por largo rato habían estado frente a mis ojos, mis garras velludas. No me gusta hablar de ellas, las detesto, pues son un vestigio de aquella época hundida ya en lo remoto, la época incivilizada. Acaso es verdad que en mi interior aún…

En realidad quería tachar todas estas frases, puesto que nada tienen que ver con el tema, pero luego he decidido no borrarlas. Mis anotaciones, a semejanza de un sismógrafo, habrán de registrar hasta las más leves oscilaciones de mi mente, pues, de vez en cuando, tales oscilaciones son un aviso preventivo contra…

Pero no, todo, esto resulta absurdo; debería haberlas tachado: ¿no hemos dominado y subyugado todos los elementos?; así ya no puede sobrevenir ninguna catástrofe.

Ahora, por fin, lo veo todo con absoluta claridad: esta sensación tan extraña se debe únicamente a la especial manera en que me enfrento con ustedes. No hay ninguna X en mí (esto es imposible), simplemente tengo miedo de que quede una X en ustedes, mis desconocidos lectores. Pero creo también que, en caso de que la hubiera, por ella no sería ustedes capaz de condenarme. Comprenderán que el escribir es mucho más difícil para mí que para cualquiera de los escritores de la historia de la humanidad. Unos solían escribir para sus contemporáneos, otros para las generaciones futuras, pero hasta ahora nadie ha escrito para sus antepasados, es decir, para unos seres que se parecían a ancestrales salvajes de épocas muy remotas…

Anotación número 6.

SÍNTESIS: Una casualidad. El maldito «claro». 24 horas.

Repito: me he impuesto esta obligación, no silenciar el menor detalle en mis anotaciones. Por ello debo reseñar — aunque me pese — que incluso en nuestro propio Estado no ha terminado el proceso de endurecimiento, de cristalización vital. Todavía estamos algo alejados del ideal. El ideal se encuentra donde ya nada sucede (claro está), pero entre nosotros en cambio… ¿No le sorprendería saber lo siguiente?: hoy leí en el periódico estatal que pasado mañana se celebrará el día de la justicia en la Plaza del Cubo. Esto quiere decir que ha habido un cierto número de individuos que han inhibido de nuevo la marcha de la gran máquina estatal; otra vez ha sucedido algo imprevisto, algo que no entraba en los cálculos. También a mí me ha sucedido algo durante la hora de asueto, es decir, durante el lapso que está destinado a lo imprevisible y, sin embargo…

Volvía a casa a las dieciséis horas o, para ser más exacto, diez minutos antes de las dieciséis horas. De pronto sonó el teléfono.

— ¿D-503? — preguntó una voz femenina.

— Sí, yo soy.

— ¿Libre?

— Sí

— Soy I-330. Pasaré en seguida a buscarle; vamos a ir juntos a la Casa Antigua. ¿Conforme?

¡I-330!… Esta I tiene un algo tentador que me repele y casi me asusta. Mas por esta razón, precisamente, le dije que sí.

Cinco minutos después estábamos en el avión. El cielo era azul como la mayólica: cielo de mayo. El sol cálido nos seguía en su dorado aeroplano, sin alcanzamos pero también sin quedarse atrás. Allá, delante de nuestros ojos, pendía, sin embargo, una nube lechosa, fea y abombada, como las mejillas de un antiguo Cupido, que me molestaba. La ventanilla delantera del avión permanecía abierta, y fuertes ráfagas de viento nos azotaban, resecando mis labios. Inconscientemente los iba humedeciendo con la lengua durante todo el tiempo, sin distraerme en otras ideas.