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En la lejanía aparecieron unas manchas turbias; eran las tierras de más allá del Muro Verde. Luego noté un ligero mareo: descendíamos, bajando cada vez más, como en una aguda pendiente: aterrizamos delante de la Casa Antigua.

El edificio carcomido y sombrío estaba protegido totalmente por una gigantesca campana de cristal, pues de lo contrario se habría derrumbado tiempo atrás. Delante de la puerta de cristal se hallaba sentada una mujer decrépita, de avanzadísima edad, todo su rostro no era más que una serie de pliegues. Parecía solamente esbozada, y por lo tanto era increíble que pudiera despegar los labios. Pero nos dijo:

— Qué, hijitos, ¿queréis visitar mi casita? — Su rostro adquirió de pronto una expresión radiante.

— Sí, abuela, he vuelto a tener nostalgia y no podía dejar de venir — respondió.

Las arrugas se contrajeron en una nueva sonrisa:

— Sí, sí…, un encanto. ¡Chica del diablo, eso es lo que eres! Ya sé, ya sé. Bueno, entrad, me quedaré aquí tomando el sol…

Por lo visto, mi compañía debía de ser un huésped o visitante bastante frecuente de esta casa. Por mi parte, sentía la necesidad de sacudirme algo extraño de encima, probablemente se trataba de una impresión penosa…, la de aquella nube en el nítido cielo de mayólica.

— Quiero mucho a la anciana.

— ¿Por qué?

— Pues no lo sé. Tal vez por su boca. O por ningún motivo especial ni explicable. Sencillamente, la quiero.

Me encogí de hombros. Ella prosiguió, mientras una sonrisa bordeó sus labios.

— Me siento culpable. Claro que no debe existir ningún afecto sin un motivo, sólo un aprecio fundamentado en la razón. Todos los elementos primitivos deben…

— Claro — respondí, pero me callé súbitamente. al darme cuenta de haber dicho nuevamente la palabra claro. Miré de soslayo a I. ¿Lo había observado ella… o tal vez no?

I miraba al suelo y sus párpados caídos tenían cierto parecido con unos cortinajes corridos. Automáticamente se me ocurrió pensar: «Al andar a las veintidós horas por las calles, pueden observarse en las casas de cristal profusamente iluminadas y transparentes, aquí y allá, algunas habitaciones oscuras, con los cortinajes corridos y detrás… ¿Qué es lo que hará ella entonces? ¿Por qué me ha telefoneado hoy y qué significa todo esto?».

Abrió una puerta pesada, opaca y chirriante y penetramos en una habitación oscura (¡y a esto llamaban nuestros antepasados vivienda!) Un extraño instrumento musical apareció ante nuestros ojos, un piano de cola, y en toda la habitación reinaba el mismo desorden estructural y cromático que en las antiguas partituras musicales. Un techo blanco, las paredes pintadas de gris oscuro, viejos libros con rojas, verdes y anaranjadas encuadernaciones, unos bronces amarillentos (dos candelabros y una estatuilla de Buda), las líneas de los muebles eran de formas elípticas y confusas, sin que pudieran ser encasilladas en una ecuación cualquiera.

Este caos lo soportaba yo haciendo un gran esfuerzo. Mi compañera, en cambio, debía de tener una constitución más resistente.

— Esta vivienda es la que más me gusta de todas las que hay en la Casa Antigua — me dijo, y de pronto pareció recordar algo. Su sonrisa, parecía mordiente, y hacía brillar sus dientes blancos y agudos —. Es la más fea de todas las viviendas de antes.

— El más feo de todos los Estados de antes — rectifiqué yo —. De aquellos miles de Estados microscópicos, que constantemente estaban en beligerancia entre sí, crueles como…

— Sí, ya sé… — me interrumpió, con voz grave.

Atravesamos una de las habitaciones en la cual había unas camas para niños (entonces los hijos eran todavía propiedad privada). Y luego una estancia, y otra, y otra: espejos relucientes, armarios macizos y enormes, unos sofás de colores insoportables, una chimenea gigantesca y un lecho grande de madera de caoba. Nuestro cristal tan hermoso, transparente, existía sólo pobremente representado en los cristales de unas ventanas bastante opacas.

— ¡Que extraño: aquí las gentes amaban así, «simplemente»…, se enardecían, se torturaban!… — Nuevamente clavó la mirada en el suelo —. ¡Qué despilfarro tan irrazonable y antieconómico de energías humanas!…, ¿verdad?

Sus palabras venían a confirmar mis propias ideas, pero en su sonrisa descubrí durante todo el tiempo una continua incógnita. Detrás de sus párpados semicerrados pululaba algo que me sacaba de quicio. Quise contradecirla, sentía deseos de increparla violentamente, pero tenía que confirmar sus palabras, darle la razón.

Nos detuvimos delante de un espejo. En este instante sólo veía sus ojos. Fue cuando me asaltó una ocurrencia:

«El hombre es tan imperfecto como estas repugnantes viviendas, su cabeza es opaca y sólo dos ventanas diminutas permiten echar un vistazo a su interior: los ojos.» Por lo visto, ella había adivinado mi pensamiento, pues se volvió:

— Bueno, ¡qué!, éstos son mis ojos. — Claro que no lo dijo en voz alta, sino únicamente con la mirada.

Delante de mí, dos ventanas tristonas y oscuras, y detrás una vida ajena y desconocida. Tan sólo podía darme cuenta de que allí dentro ardía un fuego, una brasa, y había también unas siluetas, parecidas a…

Era completamente normal la cosa: veía mi propia imagen en sus ojos. Pero esta imagen reflejada no era nada natural y no se me parecía en nada (seguramente a causa del extraño ambiente que nos rodeaba). Experimenté un profundo horror, me sentí cautivo, encerrado como en una jaula y arrastrado por la violenta turbulencia de aquella existencia remota.

— ¡Oh, por favor! — dijo I —, vaya un instante a la habitación contigua.

Salí de la estancia y tomé asiento. Desde uno de los estantes de libros parecía sonreírme el rostro asimétrico, con nariz aplastada, de un antiguo poeta (me parece que era Pushkin). ¿Cómo es posible que yo esté sentado en este lugar y acepte con indiferencia esta sonrisa? Además, ¿por qué estoy aquí? ¿Y a qué se debe esta extraña circunstancia, este estado?

¿Esta mujer tan incitante, repelente… ese juego tan misterioso?

Oí cómo en la habitación contigua se cerró la puerta de un armario. También me di cuenta de un suave frufrú de seda y necesité toda mi fuerza de voluntad para no entrar, atizado por mis deseos de recriminarla duramente.

Pero ya venía. Llevaba un vestido anticuado, corto, un sombrero negro y medias negras. El vestido era de fina seda y no ofrecía obstáculo a la vista, era transparente, permitiéndome reconocer que las medias le llegaban encima de las rodillas. Su escote parecía desnudo y pude observar la sombra entre sus senos…

— Seguramente pretenderá que yo considere todo esto muy ingenioso, pero… ¿acaso cree realmente que yo?…

— Sí — me interrumpió I —. Ser ingenioso quiere decir ser personal, diferenciarse de los demás. De modo que lo ingenioso, lo original, destruye la igualdad… Lo que en el lenguaje idiota de nuestros antepasados se llamaba banal, lo llamamos nosotros en este caso cumplir con nuestro deber. Pues…

Ya no pude dominarme:

— No hace falta que me diga a mí esas cosas.

Entonces, ella se encaminó hacia el busto del poeta de nariz aplastada, clavó nuevamente la mirada en el suelo y dijo, al parecer muy seriamente (quizá para calmarme), algo inteligente:

— ¿No encuentra extraño que la gente haya tolerado en cierta época a tipos de esta clase? ¿Y no solamente tolerado, sino que los haya incluso venerado? ¡Qué espíritu tan servil!, ¿verdad?

— ¡Claro!… Es decir… yo quería… (¡Este maldito claro!)

— Bueno, bueno, ya entiendo. Y estos poetas eran más poderosos que los soberanos de corona y cetro de aquella época. ¿Por qué no se les aisló, o no se les exterminó? Nosotros, en cambio…