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— Sí, nosotros… — comencé, pero súbitamente ella prorrumpió en una irónica carcajada. Recuerdo, ahora, que todo yo temblaba. De buena gana la habría agarrado y ya no sé lo que… Tenía que hacer algo, cualquier cosa, pero algo. Con gestos casi automáticos, abrí mi insignia dorada y consulté el reloj. Faltaban diez minutos para las cinco.

— ¿No le parece que ya es tarde para nosotros? — le dije aparentando, en lo que cabía, la mayor indiferencia.

— ¿Y si le rogase que se quedase aquí, conmigo?

— ¿Pero no se da cuenta de lo que dice? Dentro de diez minutos tengo que estar en el Auditorio.

— Todos los números tienen la obligación de asistir al cursillo de arte y ciencia — dijo I, remedando mi propia voz. Luego alzó los ojos y me miró; detrás de aquellas oscuras ventanas, sus ojos ardían —. Conozco cierto médico del Departamento de Salud Pública; está abonado a mí. Si se lo pido, la extenderá un certificado de enfermedad. ¿Qué le parece?

Comprendí de pronto. Comprendí, por fin, adónde había de conducir todo este juego.

— ¡Sólo faltaba esto! Usted sabrá, lo mismo que yo, que si fuera un número honesto y cumplidor, como los demás, debería ir sin pérdida de tiempo a ver a los Protectores y…

— Realmente sí, pero irrealmente — sonrió con ironía — me gustaría, ¡no puede imaginarse cuánto!, saber si irá o no.

— ¿Se queda aquí? — Extendí mi mano hacia el pomo de la puerta. Éste era de metal y mi voz era tan metálica como aquél.

— Por favor, un instante, ¿me permite?

Se fue hacia el teléfono, marcó un número — yo estaba demasiado excitado para retenerla — y dijo:

— Le espero en la Casa Antigua. Sí…, estoy sola.

Giré el pomo metálico y frío:

— ¿Me permite utilizar su avión?

— Claro… cómo no…

Delante de la puerta de salida, la anciana vegetaba como una planta, bajo el sol. Nuevamente quedé maravillado de que aquella boca que parecía pegada para el resto de la eternidad se abriese, diciendo:

— ¿Y su amiga… está sola en la casa?

— Sí, está sola.

La anciana meneó la cabeza, sin decir una palabra. Incluso su ya debilitada mente parecía comprender cuánta locura y temeridad había en la actitud de aquella mujer.

A las cinco en punto me encontraba en el Auditorio. De pronto recordé que no había dicho la verdad a la vieja. I no estaba sola. Tal vez era esto lo que me martirizaba y me distraía: el hecho de haber engañado involuntariamente a la anciana. Sí…, desde luego, I no estaba sola.

Son las 21.30: tuve una hora de asueto. Habría podido ir aún a los Protectores para hacer la denuncia. Pero esta historia tan tonta me había fatigado. Además, el plazo legal para una denuncia es el de dos veces veinticuatro horas. De modo que hay tiempo hasta mañana.

Anotación número 7.

SÍNTESIS: La pestaña Taylor. El beleño y campánulas.

Es de noche. Verde, naranja, azul, un piano de cola de caoba, un vestido de color limón. Y un Buda de metal. De pronto éste levanta los metálicos párpados y por las cuencas sale jugo. También por el vestido amarillo corre jugo y en el espejo hay pequeñas gotas como perlas, la cama grande y las camitas de niños gotean y dentro de un instante también yo… Un sobresalto angustioso, dulce, me encoge…

Me desperté. Reinaba una luz azulada, uniforme, el vidrio de la pared relucía y también las sillas y la mesa de cristal. Esto me tranquilizó, y mi corazón ya no latió tan agitadamente. Jugo, Buda… ¡qué barbaridad, qué tontería! Tengo la sensación de estar enfermo. Antes jamás soñé. Sueños… algo que nuestros antepasados solían calificar como una cosa absolutamente normal y cotidiana. Claro, toda su existencia era un terrible y agitado tiovivo: verde, naranja, Buda, jugo. Pero, en cambio, nosotros sabemos que los sueños son una peligrosa enfermedad psíquica. Y yo también sé que hasta mi mente funcionaba cronométricamente. Era un mecanismo nítido y brillante en el que no existía ni un granito de polvo, pero ahora…

Sí, me estoy dando cuenta de que en mi cerebro existe un cuerpo extraño, como una fina pestaña en el ojo: uno se siente bastante bien, pero el pelito en el ojo… Ni siquiera por un segundo es posible olvidarlo. Dentro de mi almohada tintinea un sonido claro, cristalino: son las siete, hay que levantarse. A través de las paredes de cristal, a derecha e izquierda, como si fuese el reflejo de mí mismo: mi habitación, mi ropa, mis movimientos se multiplican hasta el infinito. Esta circunstancia me infunde valor, pues me siento como parte de un engranaje en un organismo gigantesco y uniforme. ¡Y hay que ver qué belleza tan completa; ni un gesto superfluo, ni una inclinación, ni un giro innecesario!

Desde luego, Taylor fue sin duda el hombre más genial de todos los tiempos. Claro que su método no llegó a fiscalizar toda la existencia, es decir, cualquier paso durante la totalidad de las veinticuatro horas del día; no fue capaz de integrar en su sistema cada instante del día y de la noche. Y, sin embargo…, ¿cómo pudieron ser capaces las gentes de entonces de escribir bibliotecas enteras sobre Kant, mientras que a Taylor, este profeta con facultades para prever el futuro de diez siglos más allá, apenas le mencionaron?

El desayuno había terminado. A los sones del himno del Estado único, marchábamos ahora en filas de a cuatro hacia el ascensor. Los motores producían un sordo zumbido y descendíamos rápidamente abajo, cada vez más abajo; sentí un ligero mareo…

Nuevamente me preocupó el descabellado sueño, e intenté achacarlo a alguna función oculta en la que aquél tenía su origen y causa. Ayer, al aterrizar el avión, tuve la misma sensación. Aunque sea como fuere, ahora todo aquello se acabó. ¡Basta!

Ha sido un gran acierto mi conducta tan decisiva y brusca frente a ella.

Con el metropolitano me desplacé a la factoría, donde el caparazón esbelto del Integral, aún no fulgurante por su aliento abrasador, permanece en la grada y reluce al sol. Cerré los ojos y soñé en ciertas fórmulas: así, a ojos cerrados, volví a calcular el índice que debía de tener la velocidad de despegue del Integral. Durante cada átomo de segundo ha de transformarse la masa del Integral (despidiendo calor explosivo). Así llegué a una ecuación en extremo complicada con magnitudes trascendentales.

Como en sueños, vi que alguien tomó asiento a mi lado, me dio un leve codazo y murmuró «perdón».

Abrí los ojos y al principio tuve la sensación de que volaba vertiginosamente por el espacio (en asociación con el Integral): era una cabeza que volaba, porque tenía unas orejas bajas, sonrosadas, que tenían apariencia de alas. Luego la curva del doblado cuello, la espalda. Era una figura doblada en dos sentidos, como una S…

Y entonces, a través de los muros de cristal de mi mundo algebraico, me volvió a herir un par de pestañas; ¡qué desagradable para mí, que hoy!…

— Oh, de nada, de nada. — Sonreí y me incliné ante mi vecino, esbozando un saludo. En su insignia brillaba el número S-4711 (seguro que por esta razón le había asociado siempre a la letra S). Se trataba, pues, de una impresión óptica, visual, no registrada por el consciente. Sus ojos relucían, eran dos barreras hirientes y afiladas que giraban cada vez más de prisa para penetrar poco a poco en lo más profundo de mi mente. Dentro de un momento darían contra el fondo y verían incluso lo que yo mismo me ocultaba…

De pronto comprendí lo que significaba el par de pestañas: era mi protector. Lo más sencillo sería confesárselo en seguida todo.

— ¿Sabe usted? Ayer estuve en la Casa Antigua… — Mi voz sonó ajada, como ajena a mí mismo: cascada y titubeante. Carraspeé…