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— ¡Oh, eso es magnífico! — me respondió —. Nos puede proporcionar material para unas deducciones verdaderamente instructivas.

— Pero no estuve allí completamente solo. Me acompañó el número I-330 y entonces…

— ¿I-330? Le felicito. Se trata de una mujer muy interesante, dotada de un gran talento. Tiene muchos admiradores.

Ahora me acordé. Él la había acompañado durante aquel paseo. A lo mejor estaba incluso abonado a ella. No, no me sentía capaz de contarle nada de aquello… Era imposible decírselo…, no me cabía la menor duda.

— Es cierto, muy interesante. — Sonreí con una expresión bobalicona, cada vez más acentuada, y me di cuenta también de que mi sonrisa fracasada me ponía al descubierto con toda mi desnudez… con toda mi necesidad.

Las barrenas parecían taladrar hasta lo más hondo de mi ser, luego rápidamente retrocedían. S también sonrió misteriosamente, pero fue hacia la puerta. Abrí el periódico (me parecía que todo el mundo me miraba). Una noticia llamó especialmente mi atención; me afecté tanto, que por su texto olvidé el par de pestañas, las barrenas y todo lo demás. Se trataba de una noticia breve.

«Como se ha sabido por fuentes bien informadas, se descubrieron los indicios de una organización que hasta ahora no se ha podido desmembrar, cuya finalidad es liberar a los números del benefactor yugo del Estado».

¿Liberación? Resulta sorprendente darse cuenta de lo intensos y poderosos que son los instintos delictivos de la humanidad. Y lo digo a plena conciencia: delictivos. Pues los conceptos de libertad y delito están tan estrechamente vinculados como… digamos, por ejemplo, como el movimiento de un avión con su velocidad: si la velocidad de un avión es cero, entonces éste no se mueve; lo cual es absolutamente cierto. Si la libertad del hombre es cero, entonces no comete delitos. El único medio de preservar al hombre del crimen es salvaguardarse de la libertad. Apenas lo hemos conseguido, ya vienen unos miserables tunantes y…

¡No, no lo comprendo! No concibo por qué no fui ayer mismo a ver a los protectores. Pero hoy lo haré, sin falta, tan pronto como hayan dado las 16 horas…

A las 16.10 me marché de casa y en la esquina más próxima encontré a O. Me alegra haber tropezado con ella; así podré consultarle el caso — pensé —, pues tiene un sano sentido común. Seguramente me comprenderá y podrá ayudarme.

¡Pero si no necesitaba ninguna ayuda: la cosa estaba firmemente decidida!

Las chimeneas de la fábrica de música entonaban con estruendo el himno del Estado único, la marcha cotidiana. ¡Cuán agradable y satisfactoria es esta marcha de cada día!

O me cogió del brazo.

— Vamos a dar un paseo.

Sus ojos redondos y azules miraban abiertos y despejados; parecían dos ventanales grandes y claros, y sin obstáculo alguno yo podía penetrar en ellos sin tropezar con nada enigmático. Nada se ocultaba detrás, nada ajeno ni superfluo, absolutamente nada.

— No, no tengo tiempo, tengo que… — le dije adónde pensaba ir.

Pero cuál no sería mi sorpresa al observar que la boca redonda y rosada se convirtió en una media luna, con los vértices señalando hacia abajo, como si hubiese ingerido ácido. No pude disimular mi indignación:

— Ustedes, los números femeninos, estáis por lo visto incurablemente taradas por prejuicios, no tenéis la menor capacidad para el pensar abstracto. Perdóname, lo considero una insensatez.

— ¡Usted va con la intención de codearse con espías… bah! En cambio, yo he estado en el museo botánico y le he traído un ramito de campánulas.

¿Pero por qué «en cambio, yo», por qué este «en cambio»? Sí, sí, es el eterno femenino.

Enfurecido (sí, lo confieso, estaba furioso), acepté las campánulas diciéndole:

— Tome, huela un poco estas flores. Tienen buen olor, ¿verdad? Menos mal que posee bastante sentido de la lógica como para darse cuenta de esto: las campánulas tienen un aroma agradable. ¿Pero acaso puede esto decir lo mismo del concepto olfato, de si éste es bueno o malo? ¿Verdad que no? Hay aromas de campánulas y existe también el desagradable olor del beleño: los dos son olores. El Estado de nuestros antepasados tenía espías… y nosotros también los tenemos. Sí, sí, espías. Yo no le temo a esta palabra, pues es evidente que el espía de entonces, en aquellas épocas era el beleño, y, en cambio, los nuestros son las campánulas. Sí, las campánulas.

La medialuna sonrosada se contrajo. Supuse que estaba sonriendo, aunque ahora sé que tan sólo fueron figuraciones mías. Por eso dije con voz más fuerte:

— Sí, campánulas. Nada hay de risible en ello, absolutamente nada.

Nos cruzábamos continuamente con unas cabezas calvas y redondas, todas se volvían sorprendidas. O me tomó del brazo cariñosamente:

— Está usted muy raro, hoy. ¿No estará enfermo?

El sueño, el vestido amarillo… El Buda… Claro, tenía que ir al Departamento de Salud.

— Sí, realmente estoy enfermo — afirmé con gran satisfacción (¡qué contradicción tan inexplicable!). ¿Por qué me alegraba?

— Pues entonces tendrá que ir cuanto antes al médico. Ya sabe que tiene la obligación de conservar la salud… Resultaría ridículo que precisamente yo se lo tuviera que aconsejar y recordar.

— Desde luego, tiene usted toda la razón, mi querida O, toda la razón.

Así es que no fui a ver a los Protectores. No había otro remedio que encaminarse al Departamento de Salud. Allí me retuvieron hasta las 17 horas.

Por la noche vino a visitarme O (además, los Protectores no están por la noche). No corrimos las cortinas verdes, en cambio nos pusimos a resolver los problemas de un antiguo libro de matemáticas, pues una ocupación de esta clase tranquiliza y purifica el espíritu. O-90 se inclinaba encima de su libro, mantenía la cabeza ligeramente ladeada y, de tanto esforzarse, su lengua parecía querer perforar la mejilla izquierda. ¡Qué rato tan encantador y colmado de sencillez! También en mi interior todo era tranquilidad, nada quedaba por resolver, todo era exacto y simple.

Ella se marchó y volví a estar solo. Respiré dos veces hondamente (esto es muy bueno, antes de ir a descansar) y de pronto me di cuenta de un extraño olor que me repugnaba.

Pronto averigüé de dónde provenía: en mi lecho descubrí escondido el tallo de una campánula. Se me crisparon todos los nervios. El detalle me sublevaba, y de pronto hubo un nuevo caos en mi interior. Realmente, había sido una grave falta de tacto, meter estas campánulas en mi cama…

Bueno, hoy tampoco he ido a los Protectores… Pero no tengo yo la culpa de estar enfermo.

Anotación número 8.

SÍNTESIS: La raíz irracional. R-13. El triángulo.

Hace muchos años, cuando todavía frecuentaba la escuela, tuve mi primer encuentro con (la raíz de -1) Recuerdo todavía con exactitud todos los detalles en el aula clara, en forma de campana, de la escuela, y me acuerdo también de los centenares de cabezas redondas de muchachos, y de Pliapa, nuestro profesor de matemáticas.

Le habían dado el apodo de Pliapa porque estaba ya bastante desgastado, y cuando el alumno de turno enchufaba el contacto en su espalda, el altavoz solía decir siempre Pliapa-pla-plach y a continuación comenzaba la clase de matemáticas. Cierto día, Pliapa nos contó algo acerca de los números irracionales y aún recuerdo que golpeé en la mesa, exclamando:

— No quiero la raíz de -1. ¡Quitádmela de encima, sacadme la raíz de -1!

Esta savia irracional crecía en mi interior como si se tratase de un cuerpo extraño, ajeno a mi naturaleza, era un producto terrible que me consumía, me devoraba. No se podía definir esta raíz ni tampoco combatir su nocividad, porque estaba más allá de lo racional.