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El tal agente, hombre de cultura y habilidad notorias, parecía, aun sin desempeñar ningún cargo oficial, poseer una influencia extraordinaria en las más elevadas esferas gubernamentales. Ello es que pudo asegurar a Sir John la asistencia del Presidente-Dictador a la inauguración solemne de las obras. Añadió que, a pesar suyo, también se había empeñado en venir a la ceremonia el general Montero.

Este jefe militar era al principio de la última guerra un oscuro capitán de ejército, empleado en la frontera salvaje del oriente del Estado, y se había decidido a favor del partido de Rivera en circunstancias que dieron a su adhesión una importancia fortuita. Las vicisitudes de la lucha le favorecieron de un modo admirable; y la victoria de Río Seco (tras un día de pelea desesperada) consagró definitivamente su elevación. Al fin salió nombrado general ministro de la Guerra y jefe militar del partido blanco, aunque en su linaje no había nada de aristocrático. Al contrario, decíase que él y un hermano suyo, huérfanos de una familia del pueblo, habían sido criados y educados merced a la munificencia de un famoso viajero europeo, en cuyo servicio el padre de aquéllos había perdido la vida. Otra versión le daba por padre a un carbonero, que quemaba madera en el bosque, y por madre a una india bautizada, procedente de una región remota del interior.

Sea de ello lo que fuere, la prensa de Costaguana tenía la costumbre de designar la marcha de Montero por los bosques, desde su comandancia hasta unirse con las fuerzas del partido blanco, con el hiperbólico calificativo de "la hazaña militar mas heroica de los tiempos modernos". Por la misma época su hermano había regresado de Europa, adonde había ido, al parecer, como secretario de un consulado. Pero habiendo logrado reunir una pequeña banda de forajidos y dado pruebas de poseer cierto talento de guerrillero, se le premió al efectuarse la pacificación con el cargo de comandante militar de la capital.

El ministro de la Guerra acompañó, según queda indicado, al Dictador. El consejo de la Compañía O.S.N., trabajando de acuerdo con el personal del ferrocarril por el bien de la República, había mandado en esta ocasión solemne al capitán Mitchell poner a disposición de los elevados funcionarios y su acompañamiento el vapor correo Juno.

Don Vicente, viajando hacia el sur desde Santa Marta, había embarcado en Cayta, puerto principal de Costaguana, y llegado a Sulaco por mar. Pero el presidente de la compañía del ferrocarril hubo de resolverse a cruzar las montañas en una destartalada diligencia, con el principal propósito de hablar a su ingeniero jefe, ocupado en el trazado definitivo de la vía.

A pesar de la insensibilidad que los hombres de negocios suelen demostrar ante las magnificencias de la Naturaleza, sobre todo si tienen puesto el pensamiento en vencer su hostilidad con recursos financieros, no pudo sustraerse a la impresión causada por el paisaje que le rodeaba, durante el alto hecho en el campo de mediciones, establecido en el punto más alto de la futura línea. Pasó allí la noche, habiendo llegado con algunos instantes de retraso para contemplar los últimos esplendores tornasolados del sol poniente sobre el nevado flanco del Higuerota. Masas de pilares de negro basalto encuadraban, como un pórtico abierto, una parte de la blanca extensión, tendida en declive hacia el oeste. En el aire transparente de aquellas grandes alturas todo parecía muy cercano, flotando en una serena quietud, como en un líquido imponderable. El jefe del personal, encargado de las mediciones, a la puerta de una choza de toscas piedras, atento el oído a percibir el primer rumor de la esperada diligencia, había observado con mucha admiración los matices cambiantes de la enorme ladera de la montaña, antojándosele que en este espectáculo, como en inspirada pieza musical, podían combinarse la suprema delicadeza expresiva de sombras y matices con una estupenda magnificencia de efecto.

Sir John llegó demasiado tarde para saborear la grandiosa y callada sinfonía, ejecutada por el sol poniente entre los altos picos de la Sierra. Se había extinguido en la muda pausa de una profunda oscuridad, antes que aquél se apeara por la parte delantera de la diligencia, con los miembros entumecidos, y cambiara un apretón de manos con el ingeniero.

Sirviéronle la cena en una choza de piedra, que tenía la forma de un peñasco cúbico, sin puerta ni ventanas en sus dos aberturas; una brillante hoguera de palos secos (llevados a lomo de mulo desde el valle inferior inmediato) ardía fuera, despidiendo un resplandor ondulante; y dos velas en candeleros de hojalata -encendidas, según se le explicó a Sir John, en su honor- se erguían sobre una especie de tosca mesa de campo, a la que el presidente del ferrocarril se sentaba a la derecha del ingeniero jefe.

El gran financiero sabía allanarse a tratar a sus subordinados con sencilla cordialidad; y los jóvenes del cuerpo de ayudantes, para quienes los trabajos del trazado de la vía tenían el encanto de los primeros pasos dados en la senda de su carrera, permanecían sentados también, escuchando en postura modesta, con los lampiños rostros curtidos por la intemperie, muy complacidos de hallar tanta afabilidad en un hombre tan eminente.

Después, a hora avanzada de la noche, yendo y viniendo en el llano donde se alza la choza, tuvo una larga conversación con el ingeniero. Le conocía bien de muy atrás. No era la primera empresa en que sus talentos, tan substancialmente distintos como el fuego y el agua, habían colaborado en inteligente armonía. Del contacto de estas dos especialidades, que no tenían la misma visión del mundo, surgía un poder altamente beneficioso para el mundo -una fuerza sutil, capaz de poner en movimiento máquinas gigantes y músculos humanos, despertando además sentimientos de entusiasta adhesión a la empresa.

Algunos de los jóvenes, que en ella inauguraban su vida profesional, morirían antes de verla concluida. Pero la obra tenía que ser ejecutada: la fuerza motora poseía casi el impulso irresistible de la fe. No del todo, sin embargo. En el silencio del dormitorio vivaque, establecido sobre la meseta que formaba la cima del paso, semejante a un vasto circo, rodeado de escarpados muros de basalto, dos figuras que paseaban con lentitud a la luz de la luna, envueltas en gruesos abrigos rusos, se detuvieron un momento; y la voz del ingeniero pronunció distintamente la siguiente declaración:

– Nosotros no podemos trasladar las montañas.

Sir John, que había alzado la cabeza para seguir el gesto indicador, comprendió en toda su plenitud la fuerza de la frase. El nevado Higuerota resaltaba sobre la masa sombría de rocas y tierra, como una colosal burbuja helada, bruñida por la luz de la luna.

Todo yacía en silencio; y de pronto sonó un repetido choque de cascos. Era una de las acémilas, que había coceado dos veces contra las paredes del corral, destinado a las bestias de carga, toscamente construido con piedras sueltas en forma de círculo.

El ingeniero jefe había dicho las palabras anteriores respondiendo a una velada indicación del presidente sobre la probable posibilidad de alterar el trazado de la línea, defiriendo a los perjuicios de los grandes terratenientes de Sulaco. El primero creía que la obstinación de los hombres era el menor obstáculo. Además, para combatirla, contaban con la gran influencia de Carlos Gould, mientras que la perforación del Higuerota por un túnel era una empresa colosal.

– ¡Ah!, sí, Gould. ¿Qué clase de persona es?

Sir Jonh había oído hablar mucho de él en Santa Marta y deseaba ampliar sus noticias. El ingeniero jefe le aseguró que el administrador de la mina de plata de Santo Tomé gozaba de un ascendiente inmenso entre todos los Dones españoles. Poseía una de las mejores casas de Sulaco, y su hospitalidad superaba a todo encomio.