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– A mí me recibieron como si me hubiesen conocido por largos años -añadió. La amita de la casa es la misma bondad personificada. Viví con ellos un mes; y Carlos Gould me ayudó a organizar las cuadrillas de ayudantes que habían de ejecutar las mediciones y demás trabajos del trazado. La circunstancia de ser prácticamente el amo de la mina de plata de Santo Tomé le granjea una consideración especialísima. Es evidente que todas las autoridades de la provincia le atienden; y, como he dicho, con el dedo meñique puede hacer bailar a todos los hidalgos de la comarca. Si usted sigue su consejo, las dificultades desaparecerán; él necesita el ferrocarril. Por supuesto, debe usted reparar bien en lo que dice, al hablar con él, porque es inglés e inmensamente rico además. La casa Holroyd entra a la parte con Gould en esa mina; de modo que ¡figúrese usted lo que con tan poderosa ayuda financiera…!

Interrumpióse, y en aquel momento, frente a una de las pequeñas hogueras que ardían junto a la baja pared del corral surgió la figura de un hombre, cubierto por un poncho hasta el cuello. La silla que le había servido de almohada formó una mancha negra en el suelo, que resaltaba al rojo resplandor de las ascuas.

– Pienso ver al mismo Holroyd al regresar por los Estados Unidos -manifestó Sir John-. He averiguado que también él necesita el ferrocarril.

El hombre, que, molestado tal vez en la proximidad de las voces, se había levantado, hizo arder un fósforo para encender un cigarrillo. La llama iluminó su rostro moreno con bigotes negros y un par de ojos, que miraban de frente; luego, volviendo a arreglar sus ropas, se tendió a la larga y apoyó su cabeza sobre la silla de montar.

– Es el mayoral de la impedimenta, a quien mandaremos volver a Sulaco, ahora que vamos a emprender nuestros trabajos en el valle de Santa Marta – dijo el Ingeniero-. Un sujeto utilísimo, que puso a mi disposición el capitán Mitchell, de la Compañía O.S.N. Ha sido un rasgo generosísimo de Mitchell. Carlos Gould me dijo que lo mejor que podía hacer era aprovechar el ofrecimiento. Parece poseer el secreto de gobernar a todos esos acemileros y peones. No hemos tenido el menor tropiezo con ellos. Escoltará la diligencia que le conduzca a usted hasta Sulaco, secundado por algunos obreros nuestros de la vía. El camino es malo; y la vigilancia de ese hombre puede evitarle a usted algunos vuelcos. Me ha prometido que cuidará de la persona de usted en todo el trayecto, como si se tratara de su propio padre.

El mayoral mencionado no era otro que el marinero italiano, a quien todos los europeos de Sulaco, sobre todo ingleses, siguiendo la defectuosa pronunciación del capitán Mitchell, tenían la costumbre de llamar Nostromo. Y, en efecto, taciturno y alerta, veló excelentemente por la vida del viajero en las partes peligrosas del camino, según el mismo presidente manifestó después agradecido a la señora de Gould.

Capítulo VI

Por entonces Nostromo llevaba ya bastante tiempo en el país para elevar al grado más alto la opinión del capitán Mitchell sobre el extraordinario valor de su hallazgo. A no dudarlo era uno de esos subordinados inapreciables, de los que sus jefes se ufanan con justicia. El capitán Mitchell blasonaba de tener buen ojo para conocer a los hombres; pero no era egoísta reservándose para sí los servicios del habilidoso y capaz italiano, y en la inocencia de su orgullo, iba cayendo en la manía de "ofrecer con frecuencia a su capataz de cargadores"; lo que, andando el tiempo, había de poner a Nostromo, como una especie de factótum universal -como un verdadero prodigio de eficiencia en su propia esfera de vida.

"Es un hombre que daría la vida por mí", solía afirmar el capitán Mitchell; y aunque tal vez nadie pudiera explicarse la razón de tal hecho, si se observaba atentamente las relaciones que entre ellos mediaban, no había modo de poner en tela de juicio aquel aserto, a no tener el genio agrio y estrafalario del doctor Monyghan, por ejemplo, cuya risa acre y escéptica expresaba de ordinario una inmensa desconfianza de los individuos todos del linaje humano. Y no es que el doctor fuera pródigo ni de risas ni de palabras, sino, al contrario, tétrico y taciturno, aun estando del mejor talante. Cuando le dominaba el mal humor, eran terribles los crudos sarcasmos de su lengua de hacha.

Únicamente la señora de Gould podía mantener dentro de los debidos límites la incredulidad del maldiciente en la nobleza de los móviles humanos; pero aun ella (en una ocasión no relacionada con Nostromo, y en un tono que a él le pareció afable) le había dicho también: "Realmente es absurdo exigir a un hombre que forme de los demás mejor concepto que el que tiene de sí mismo."

Y la señora de Gould había abandonado el tema sin dilación. Corrían extraños rumores sobre el doctor inglés. Años atrás, en tiempos de Guzmán Bento, anduvo mezclado, según se susurraba, en una conspiración, que fue denunciada por uno de sus miembros y, al decir de la gente, ahogada en sangre. El cabello se le había vuelto entrecano; su rostro barbilampiño y cruzado por costurones tenía color rojizo, y su costumbre de usar ancha camisa de franela, a cuadros de diversos colores, y panamá teñido era una provocación constante a los usos establecidos en Sulaco. A no ser por la inmaculada limpieza de su atavío, se le hubiera tomado por uno de esos europeos pendularios, que desacreditan a cualquier colonia de su patria en casi todos los países del mundo.

Las señoritas de Sulaco, que adornaban con grupos de lindas caras los balcones de la calle de la Constitución, cuando le veían pasar renqueando, cabizbajo, la corta chaqueta de hilo vestida con desgarbo sobre la abigarrada camisa de franela, se decían unas a otras: "Aquí tenemos al señor doctor que va a visitar a doña Emilia. Lleva puesta su chaquetita." El hecho era cierto, pero la significación más honda del mismo se ocultaba a sus sencillas inteligencias. Fuera de que tampoco pensaban mucho en el doctor. Era viejo, feo, instruido -y un poco loco-, teniendo además ciertos ribetes de hechicero, según sospechas del pueblo bajo. Hagamos constar que la chaquetita blanca era una concesión a la influencia humanizadora de la señora de Gould.

El doctor, hombre de lenguaje incorregiblemente mordaz y escéptico, no sabía expresar de otro modo el respeto profundo que le inspiraba la mujer conocida en el país con la denominación de "la señora inglesa". El cínico pesimista le rendía ese homenaje con entera sinceridad; lo cual no era poco para un tipo de su condición. La señora de Gould lo echaba de ver claramente; y por su parte nunca le hubiera pasado por las mientes obligarle a una prueba tan señalada de deferencia.

La esposa del administrador de la mina de Santo Tomé tenía su casa española (que era uno de los mejores ejemplares de Sulaco) abierta siempre para dispensar a sus visitantes las menudas finezas de la hospitalidad. Y lo hacía con llaneza y gracia especiales, guiándose por una atenta percepción de los distintos valores. Poseía en alto grado el don del trato social, que consiste en olvidarse de sí mismo en una infinidad de delicados pormenores y en adaptarse al genio de los demás. Carlos Gould no había reparado bastante en esa notable cualidad de su consorte. Siguiendo las tradiciones de su familia, que, aunque establecida en Costaguana por tres generaciones, acudía siempre a Inglaterra para efectuar allí los estudios y el casamiento, creía haberse enamorado de la joven que ahora era su mujer, en atención a la amable sensatez de que le había dado tantas pruebas; pero no era precisamente esa dote la que le granjeaba la estimación de cuantos visitaban la casa Gould; como había ocurrido, por ejemplo, con todo el cuerpo de ingenieros de la vía, desde el más joven hasta el veterano jefe, que no se cansaban de recordar los excelentes ratos pasados en casa de la señora Gould, mientras sufrían las inclemencias de la intemperie en los altos picos de la Sierra.