Por lo que a sus historias se refiere, ora pertenezcan aquéllas a la aristocracia o al pueblo, sean hombres o mujeres, latinos o anglosajones, bandidos o políticos, he procurado trazarlas con la serena imparcialidad que me han permitido el calor e ímpetu de mis propias emociones puestas en verdadero conflicto. Al fin y al cabo este libro es también la historia de los conflictos de esas personas. Al lector corresponde decidir el grado de interés que merecen sus actos y los secretos designios de sus corazones, revelados en las duras necesidades de la época. Confieso que para mí esa época lo fue de amistades firmes y hospitalidades que perduran en mi memoria. Cumpliendo un deber de gratitud, debo mencionar aquí a la señora de Gould, "la primera señora de Sulaco", a quien sin riesgo alguno podemos dejar recibiendo los secretos homenajes del doctor Monygham, y a Carlos Gould, el creador idealista de intereses materiales, a quien dejaremos también entregado a su mina, de cuya fascinación no hay escape posible en lo humano.
Acerca de Nostromo, el segundo de los dos personajes, parangonados en un aspecto racial y de clase, uno y otro cautivados por la plata de la Mina de Santo Tomé, me creo obligado a decir algo más.
No he vacilado en hacer que esa figura central fuera un italiano. En primer lugar el supuesto es perfectamente creíble, ya que los italianos hormigueaban a la sazón en la Provincia Occidental, como podrá comprobar todo el que consulte la historia de la América Latina en ese periodo; y en segundo lugar no había otro tipo que pudiera figurar mejor al lado de Giorgio Viola, el garibaldino, el idealista de las viejas revoluciones humanitarias. Por mi parte necesitaba en ese punto un hombre del pueblo, tan despojado como fuera posible de sus convencionalismos de clase y de todos los modos rutinarios de pensar. Y conste que con esto no intento herir de soslayo esos convencionalismos; las razones que a ello me han movido no han sido morales, sino artísticas. Si el mencionado personaje hubiera sido anglosajón, se habría inmiscuido en la política local. Pero Nostromo no aspira a ser un leader en la lucha entablada entre personalidades que se disputan el predominio; no quiere elevarse sobre la masa; está contento con sentirse un poder dentro del pueblo.
Nostromo es principalmente lo que es, porque su carácter me fue sugerido en mi temprana juventud por un marinero mediterráneo. Los que hayan leído ciertas páginas de otra obra mía comprenderán al punto lo que quise significar al decir que Domingo, el padrone del Tremolino, pudo haber sido un Nostromo en determinadas circunstancias. Como quiera que sea, Domingo llegó a comprender a su camarada más joven de una manera perfecta -aun en medio de sus desahogos despectivos. Él y yo estuvimos comprometidos juntos en una aventura un tanto absurda, pero esta circunstancia importa poco. Para el autor de estas líneas es una verdadera satisfacción el pensar que, en los primeros días de su juventud, hubiera en él, a pesar de todo, algo digno de merecer la fidelidad semi-acre de aquel hombre y su adhesión semi-irónica. Muchas expresiones de Nostromo las oí por vez primera en boca de Domingo. Con la mano sobre la caña del timón, y la mirada intrépida registrando el horizonte al amparo de su capucha monacal que le sombreaba el rostro, solía proferir el exordio habitual de su impecable crítica: Vous autres gentilhommes! en un tono cáustico, que resuena todavía en mis oídos. De igual modo que Nostromo: " ¡Ustedes, los hombres finos!" Parecidísimo a Nostromo. Pero Domingo el corso alimentaba cierto orgullo de prosapia, del que Nostromo estaba exento, porque el linaje del último se remonta a un origen mucho más antiguo todavía: es un hombre que lleva tras sí el peso de incontables generaciones, sin parentesco de que ufanarse… Como el pueblo.
En la firmeza con que se adhiere a la tierra, considerada por él como propia herencia, en su imprevisión y generosidad, en la ilimitada largueza con que prodiga sus donativos, en su vanidad viril, en la obscura conciencia de su grandeza y en la fiel adhesión, que tiene en sus impulsos algo de desesperante y desesperado, Nostromo es un hombre del pueblo, la propia fuerza de éste, exenta de envidia; fuerza que, desdeñado el dirigir, gobierna, sin embargo, desde dentro. Años después, cuando se le conoció en su edad provecta como el famoso capitán Fidanza, con arraigo en el país, ocupándose en sus múltiples negocios, seguido de miradas respetuosas en las modernizadas calles de Sulaco, visitando a la viuda del cargador, prestando su asistencia en el pabellón, escuchando en silencio inmóvil los discursos anarquistas en el mitin, el protector enigmático de la nueva agitación revolucionaria, el hombre poseedor de la absoluta confianza de sus jefes, el acaudalado camarada Fidanza que guarda en su pecho el conocimiento de su ruin moral, sigue siendo esencialmente un hombre del pueblo. En su mezcla de amor y desprecio de la vida y en la frenética convicción de haber sido traicionado, de morir víctima de una traición, sin saber apenas por qué ni por parte de quién, continúa siendo del pueblo, su gran hombre indiscutible -con una historia secreta que le es propia y peculiar.
Pláceme citar otra figura de estos agitados tiempos, y es Antonia Avellanos: la "bella Antonia". Si es o no una probable variante de la juventud femenina latino-americana, me abstengo de darlo por indiscutible. Para mí lo es. Aunque colocada siempre un poco en el fondo, junto a su padre (mi venerado amigo), espero, sin embargo, que tenga relieve bastante para hacer comprensible lo que voy a decir. Entre todas las personas que han presenciado conmigo el nacimiento de la República Occidental, ella es la única que ha conservado en mi memoria el aspecto de una vida continuada. Antonia, la aristócrata, y Nostromo, el hombre del pueblo, son los artífices de la nueva era, los verdaderos creadores del nuevo Estado: él por su hazaña legendaria y audaz; ella, como mujer, sencillamente por la fuerza de lo que es, el único ser capaz de inspirar una pasión sincera en el corazón de un frívolo.
Si hay algo que pudiera inducirme a visitar de nuevo a Sulaco (me desagradaría ver todos estos cambios) sería Antonia. Y la verdadera razón de ello -¿por qué no decirlo con franqueza?-, la verdadera razón es que la he modelado sobre mi primer amor. ¡Con qué secreta admiración, nosotros, una banda de talludos escolares, compañeros de sus dos hermanos, con qué sentimiento de propia inferioridad solíamos mirar a esta muchacha, recién salida del colegio, como la portaestandarte de una fe, a la que todos habíamos nacido, pero que ella sola sabía mantener en alto con esperanza inquebrantable! La verdadera Antonia tenía quizás más vehemencia y menor serenidad de ánimo que la de mi relato, pero en materia de patriotismo era una puritana intransigente, sin el más leve tinte de mundanidad en sus ideas. No fui yo el único enamorado de la joven, pero sí el que más a menudo tuvo que oír sus ásperas censuras por mis ligerezas -casi exactamente como el pobre Decoud-,o sufrir el choque de sus austeras y contundentes invectivas. No me comprendía bien del todo…, pero no importa. La tarde que entré, con aire de delincuente entre encogido y provocador, a despedirme por última vez, recibí una sacudida en la mano que hizo dar un salto a mi corazón, y vi una lágrima que me dejó sin aliento. Se ablandó al fin, como si de pronto hubiera comprendido (¡éramos tan niños todavía!) que me ausentaba para no volver, yéndome muy lejos… a un punto tan distante como Sulaco, que yacía desconocido, oculto a nuestros ojos en el oscuro fondo del Golfo Plácido.