Por la noche la mole de nubes, subiendo cada vez más hacia el cenit, sepulta la total extensión del inmóvil golfo en impenetrable oscuridad, pudiéndose oír dentro de ella, ya en una dirección, ya en otra, el comienzo y cese bruscos de recios chubascos. Esas noches encapotadas son famosas entre los marinos a lo largo de toda la costa occidental del gran continente. Cielo, tierra y mar desaparecen juntos del mundo, cuando el Plácido, según suele decirse, se retira a dormir envuelto en su negro poncho. Las pocas estrellas que quedan visibles por la parte del mar, cerca de la línea del horizonte, brillan con tenue resplandor, como dentro de la boca de tenebrosa caverna.
En su vasta lobreguez el marinero no ve el barco que flota debajo de sus pies, ni las velas que aletean sobre su cabeza. El ojo del mismo Dios -añade la gente de mar con irrespetuosidad que toca en sacrilegio- no puede averiguar qué labor ejecuta allí la mano del hombre; y es dable invocar impunemente la ayuda del diablo, porque hasta su malicia seria derrotada por una cerrazón tan impenetrable.
Las márgenes del golfo son escarpadas todo alrededor. Tres isletas inhabitadas, que se bañan en la luz del sol, fuera del velo de nubes, pero casi tocándole, frente a la entrada del puerto de Sulaco, llevan el nombre de "Las Isabelas". Son: la Gran Isabel; la Pequeña Isabel, que es redonda; y la Hermosa, la más pequeña de todas.
Esta última no tiene más que un pie de altura y unos siete pasos de anchura, consistiendo en la calva aplanada de una roca gris, que humea como la ceniza caliente cuando la moja la lluvia, y en la que no es posible fijar la planta desnuda, antes de ponerse el sol, sin abrasarse.
En la Pequeña Isabel, una vieja y astrosa palmera, de tronco grueso y deforme, verdadera bruja de las palmeras, restriega con seco rumor contra la áspera arena un lacio ramillete de hojas muertas. La Gran Isabel tiene una fuente de agua dulce que brota en el verdecido lado de una quebrada. Semejante a una cuña verde esmeralda, de una milla de largo, y tendida sobre el mar, tiene dos árboles frondosos que crecen juntos y proyectan anchurosa sombra al pie de sus lisos troncos. Una barraca, que hiende la isla en toda su longitud, está cubierta de arbustos; y después de presentar una profunda y enmarañada tajadura en el lado más alto, se ensancha en el otro hasta degenerar en una hondonada somera que termina en una pequeña faja de playa arenosa.
Desde ese extremo inferior de la Gran Isabel, el observador puede contemplar directamente el puerto de Sulaco, dirigiendo la mirada por una abertura, distante unas dos millas, tan neta como si la hubieran abierto con una hacha en la superficie regular de la costa.
El puerto es una masa oblonga de agua, que tiene forma de lago. En un lado los cortos espolones vestidos de boscaje y los valles de la Cordillera bajan en ángulo recto hasta la misma costa; y en el otro se abre a la vista la gran llanura de Sulaco, perdiéndose en el misterioso ópalo de las grandes distancias envueltas en árida bruma.
La ciudad misma de Sulaco -conjunto de remates de muros, una gran cúpula, centelleos de miradores blancos en un vasto boscaje de naranjos- yace entre las montañas y la llanura, a cierta distancia, no grande, de su puerto y fuera de la línea directa de la vista desde el mar.
Capítulo II
El único signo de actividad comercial en el interior del puerto, visible desde la playa de la Gran Isabel, era el extremo achatado y rectangular del muelle de madera que de la Compañía Oceánica de Navegación a Vapor (designada familiarmente por la O.S.N.) [3] había tendido sobre la parte menos profunda de la bahía poco después de haber resuelto hacer de Sulaco uno de sus puertos de reparación y aprovisionamiento para la República de Costaguana.
El Estado posee varios puertos en su largo litoral; pero excepto Cayta, que ocupa una posición importante, todos los demás o son obras pequeñas e incómodas en una costa cercada de rocas -como Esmeralda por ejemplo, sesenta millas al sur-, o son simples fondeaderos francos, expuestos a los vientos y agitados por la marejada.
Acaso las mismas condiciones atmosféricas que ahuyentaron de esta región las flotas mercantes de edades pretéritas indujeron a la Compañía O.S.N. a violar el santuario de paz que albergaba la tranquila existencia de Sulaco. Los vientos variables que juguetean con el vasto semicírculo de agua, delimitado por el arranque de la península de Azuera, eran impotentes para sobreponerse a la potente maquinaria de vapor que movía la flota magnífica de la O.S.N.
Año tras año, los negros cascos de sus barcos iban y venían por la costa, entrando y saliendo; pasaban Azuera, Las Isabelas, Punta Mala, y no se cuidaban de nada, fuera de la tiranía del tiempo. Los nombres de esos vapores, que formaban una mitología entera, llegaron a ser familiares en una costa donde jamás habían ejercido su dominio las divinidades del Olimpo. Al Juno se le conocía sobre todo por sus cómodos camarotes de entrepuentes; al Saturno por el genio afable de su capitán y las lujosas pinturas y dorados de su salón; mientras que el Ganímedes estaba habilitado para el transporte de reses, y no admitía pasaje ni para los puertos de la costa. No había en ésta ninguna aldea pobrísima de indios que no conociera familiarmente al Cerbero, vaporcito de poco calado, sin atractivos ni comodidades dignas de citarse, cuya misión era deslizarse por la línea costera, a lo largo de las playas frondosas, bordeando peñascos deformes, haciendo escala obligada ante cada grupo de chozas para recoger productos del país, hasta paquetes de tres libras de caucho, hechos con una envoltura de hierba seca.
Y como los barcos mencionados casi nunca dejaban de conducir a su destino hasta los menores bultos del cargamento, y rara vez perdían una res, y nunca habían ahogado a un sólo pasajero, el nombre de la O.S.N. gozaba de gran crédito y confianza. La gente declaró que sus vidas y haciendas estaban más seguras en el agua al cuidado de la Compañía, que en sus propias casas en tierra.
El superintendente en Sulaco para el servicio de la sección entera de Costaguana estaba muy orgulloso de la reputación que gozaba su Compañía, y solía decir muy a menudo: "Nosotros no cometemos nunca faltas". Esta frase, cuando el jefe hablaba con sus empleados de la Compañía, tomaba la forma de una severa recomendación: "Es preciso no cometer faltas. Aquí no las toleramos, haga Smith lo que quiera allá en su sección del otro extremo."
Smith, a quien en su vida había visto, era el otro superintendente del servicio, que tenía su oficina a mil quinientas millas de Sulaco. "A mí no me mienten ustedes para nada a su Smith."
Luego, calmándose de pronto, abandonaba el asunto con afectada negligencia. "Tanto entiende Smith de este continente como un niño de pecho."
"Nuestro excelente señor Mitchell" para la gente de negocios y el elemento oficial de Sulaco; "Chilindriner Joe" para los capitanes de los barcos de la Compañía; el capitán Mitchell, como nosotros le llamaremos, se jactaba de conocer a fondo a los hombres y las cosas de Costaguana. Entre estas últimas consideraba como la más desfavorable para la marcha regular y ordenada de los negocios de la compañía los frecuentes cambios de gobierno, producidos por revoluciones del tipo militar.