La turba revolucionaria, arrojada de las inmediaciones de la Aduana, se había dividido en varios grupos, que se retiraban por la llanura en dirección a la ciudad. Al ahogado estruendo de descargas irregulares, hechas a distancia, respondían débiles y lejanos alaridos. En los intervalos sonaban disparos sueltos; y el largo y achatado edificio revocado de blanco, cerrado a piedra y lodo, parecía ser el centro de una estrepitosa barahúnda, que se ensanchaba en un amplio círculo alrededor de su confinado silencio.
De pronto los cautelosos movimientos y cuchicheos de una banda de fugitivos, que buscó refugio momentáneo detrás del muro, pobló la oscuridad de la habitación, franjeada por líneas de apacible luz solar, de rumores maléficos y furtivos. En los oídos de la familia Viola sonaron como si procedieran de fantasmas invisibles que revoloteaban en torno de las sillas, deliberadamente en voz baja sobre la conveniencia de pegar fuego a la casa de aquel extranjero.
Aquello atacaba los nervios. El viejo Viola se levantó despacio, empuñando la escopeta con aire irresoluto, no sabiendo cómo evitar la realización del criminal designio. Oíanse ya las voces de los incendiarios, que conversaban en la trasera de la casa. La signora Teresa se aterrorizó hasta ponerse como loca.
– ¡Ah! ¡El traidor! ¡El traidor! -exclamó con voz apenas perceptible-. Ahora vamos a perecer abrasados. Y eso que me puse de rodillas ante él… ¡No! Tenía que ir corriendo a servir a sus ingleses.
Sin duda creía la pobre señora que la mera presencia de Nostromo en la casa hubiera alejado de ella todo peligro. En este punto estaba dominada por el hechizo de la reputación que el capataz de cargadores había conquistado en el puerto y en toda la línea del ferrocarril, así entre los ingleses como entre la plebe de Sulaco. Sin embargo de eso, en las conversaciones íntimas afectaba invariablemente reírse y hacer chacota, aun contra el sentir de su marido, a veces sin mala intención, pero más a menudo con cierta actitud extraña. Pero, ya se ve, las mujeres son poco lógicas en sus opiniones, como solía advertir tranquilamente Giorgio en ocasiones oportunas. En la presente, con la escopeta preparada y en postura de hacer uso de ella, se inclinó sobre la cabeza de su esposa, y sin apartar los ojos de la puerta, obstruida por una especie de barricada, le susurró al oído que Nostromo no hubiera podido hacer nada en el trance. ¿Qué habían de valer dos hombres, encerrados en una casa, contra veinte o más resueltos a prenderla fuego hasta el tejado? Gian Battista no había dejado de pensar en la casa; él estaba seguro de ello.
– ¡Pensar en la casa! ¡Ya!, ¡ya! -barbotó la signora de Viola con frenética exaltación, golpeándose el pecho-. Le conozco. No piensa en nadie más que en sí mismo.
Una descarga de armas de fuego, que sonó cerca, la sobresaltó, y echando atrás la cabeza, cerró los ojos. El viejo Giorgio apretó los dientes bajo sus blancos bigotes, y dirigió feroces miradas hacia donde habían sonado las detonaciones. Varias balas penetraron en el extremo de la pared; oyóse el ruido de trozos de yeso que caían fuera; una voz gritó; "Que vienen!", y tras un instante de angustioso silencio, resonaron pisadas de gente que corría a lo largo de la fachada.
Entonces se calmó la excitación del viejo Giorgio, y en sus labios se dibujó una sonrisa desdeñosa, propia del soldado de la cabeza leonina, curtido en numerosos combates. Los revolucionarios no eran gente que luchaba por la justicia, sino ladrones. El mero hecho de defender la propia vida contra ellos constituía una especie de degradación para un hombre que se había contado entre los mil inmortales de Garibaldi en la conquista de Sicilia. Sentía un desprecio infinito contra aquella revuelta de pillos y leprosos, que desconocían el significado de la palabra "libertad".
Apoyó en tierra su vieja escopeta y volviendo el rostro, echó una mirada a la litografía de Garibaldi, que, encerrada en negro marco, pendía del blanqueado muro. Sus ojos, habituados a la penumbra lúcida, descubrieron el animado colorido de la cara, el tono rojo de la camisa, el perfil de los cuadrados hombros y la negra mancha del sombrero de bersagliere, coronado por un airón de rizadas plumas. ¡Oh, héroe inmortal! La libertad fue tu ídolo. ¡Ella te dio no sólo la vida, sino también una fama imperecedera!
Su fanatismo por aquel hombre incomparable no había sufrido disminución. No bien dejó de sentirse oprimido por la aprensión del mayor peligro, quizás, a que había estado expuesta su familia en todas sus idas y venidas por el mundo, el principal pensamiento que le asaltó fue volver los ojos al retrato del antiguo caudillo, objeto preferente y especial de su veneración. Tras este desahogo, puso la mano en el hombro de su esposa.
Las muchachas arrodilladas en el piso no se habían movido. La padrona entreabrió los ojos, como si saliera de un profundo sopor, sin ensueños; y antes que Giorgio tuviera tiempo de proferir una palabra de aliento, se levantó de repente, con las niñas asidas a su falda, una a cada lado, acezó anhelante y lanzó un grito estridente, que resonó al mismo tiempo que el ruido de un golpe violento, dado en la parte exterior de la ventana. Oyóse luego el resoplar de un caballo, el inquieto patuleo de cascos en el estrecho y endurecido camino fronterizo a la casa, el choque de la punta de una bota contra el postigo de la ventana; el retiñir de una espuela a cada golpe y una voz alterada que decía:
– ¡Hola! Hola! ¿Conque estamos aquí?
Cap ítulo IV
Durante la mañana entera Nostromo había vigilado sin cesar desde lejos la Casa Viola, aun en lo más recio y ardoroso de la refriega. "Si veo alguna humareda por aquella parte -había pensado para sí-, están perdidos." Apenas la chusma se dispersó, el intrépido capataz, seguido de unos cuantos obreros italianos, arremetió en aquella dirección, que era el camino más breve para la ciudad. La tropa de populacho, que huía ante ellos, pareció intentar hacerse fuerte al abrigo de la casa; pero una descarga, hecha por los hombres de Nostromo desde el resguardo de un seto de áloes, puso en fuga a la chusma. En un escampado, abierto para tender la línea secundaria del puerto, apareció el capataz, montado en su yegua, de piel gris plateado. Increpó con amenazadoras voces a los que huían, disparó contra ellos su revólver y galopó sin detenerse hasta la ventana del café. Tenía una vaga idea de que el viejo Giorgio debía de haber escogido por refugio aquella parte de la casa.
Su voz había llegado a la familia, sonando apresurada y anhelosa.
– ¡Hola, vecchio! ¡Oh! ¡Vecchio! ¿No hay novedad ahí dentro?
– Ya estás viendo… -murmuró el apostrofado al oído de su mujer.
La signora Teresa permanecía ahora callada. Fuera Nostromo se echó a reír.
– Me parece oír que la padrona vive aún.
– Pero tú has hecho todo lo posible por matarme de miedo -replicó en voz alta la aludida. Quiso decir algo más pero le faltó la voz.
Linda miró un instante el rostro de su madre, y Giorgio voceó en son de excusa:
– Está un poco trastornada.
Desde fuera Nostromo replicó, riendo de nuevo: