Aquí y allá flotaban polvaredas que se disipaban lentamente. En un cielo límpido el sol campaneaba radiante y deslumbrador. Grupos de hombres corrían desenfrenadamente, mientras otros se estacionaban en diversos puntos; y el irregular repiqueteo de los disparos llegaba con intermitencias a sus oídos en el quieto y abrasado ambiente. Veíanse figuras aisladas que se perseguían con furia. Dos jinetes galopaban a veces uno hacía otro, giraban juntos al reunirse y se separaban a todo el correr de sus caballos.
Giorgio vio caer a uno: caballo y caballero desaparecieron de repente, como si se hubieran precipitado en un abismo; y los movimientos de la animada escena semejaban los incidentes de un drama violento representado en la llanura por enanos, a caballo y a pie, que lanzaban de sus diminutas gargantas chillidos, al abrigo de la enorme mole montañosa, encarnación colosal del silencio.
Nunca había visto tanta agitación y movimiento en aquel trozo de llano; al principio le fue imposible hacerse cargo de todos los pormenores, y prosiguió mirando, puesta la mano en la base de la frente a guisa de pantalla, hasta que de pronto le sobresaltó el atronador estruendo de cascos que hacían temblar el suelo.
Una tropa de caballos había escapado por una brecha abierta en la cerca de los terrenos de pasto pertenecientes a la Compañía del Ferrocarril. Venían desbocados como una tromba, y se lanzaron sobre la línea, entre resoplidos, coces y relinchos, con los cuellos tendidos, las fosas nasales rojas, las colas ondeando, en abigarrada masa movediza de lomos bayos, grises y pardos. No bien penetraron en el camino polvoriento, sus cascos levantaron una nube espesa y negruzca, a pocos metros de Giorgio, que ahora sólo pudo distinguir vagas formas de cuellos y grupas moviéndose como un torrente con fragor de terremoto.
El viejo tosió, apartó la cara del polvo, y murmuro cabeceando:
– Antes de anochecer tendrán que emprender la caza de esos caballos.
En el cuadro de luz que penetraba por la puerta, la signora Teresa, arrodillada delante de una silla, reposaba entre las palmas de las manos su cabeza, coronada por trenzada y opulenta mata de cabello de ébano, listado de plata. El negro cha de encaje que solía servirla de tocado se le había caído y yacía al lado en el suelo.
Las dos muchachas se habían levantado y aparecían una junto a otra, en falda corta, con el cabello suelto cayendo en desorden. La menor cruzó el brazo delante de los ojos, como si temiera mirar cara a cara a la luz. Linda, apoyando la mano en el hombro de su hermana, miraba de hito en hito, con expresión intrépida. Viola contempló a sus hijas.
El sol hacía resaltar las profundas líneas y enérgica expresión del rostro, que a la sazón presentaba la inmovilidad de un relieve. Era imposible descubrir lo que pensaba, oculta la sombría mirada por peludas cejas grises.
– ¡Bien! ¿Y vosotras no rezáis, como vuestra madre?
Linda hizo una mueca de disgusto, frunciendo sus labios de carmín, que eran demasiado rojos; pero tenía admirables ojos pardos con chispas de oro en el iris, llenos de inteligencia e intención, y tan claros, que parecían iluminar su rostro fino y pálido. Había reflejos cobrizos en las oscuras crenchas de su cabello; y las luengas pestañas negras como el azabache contribuían a realzar la palidez del cutis.
– Madre piensa ir a ofrecer una porción de candelas en la iglesia. Siempre lo hace cuando Nostromo anda metido en peleas. Yo tengo que llevar algunas a la capilla de la Madona en la Catedral.
Todo esto lo dijo de prisa, con gran firmeza, en tono animado y penetrante. Luego añadió, sacudiendo ligeramente el hombro de su hermana:
– Y a ésta se le hará llevar también una.
– ¿Cómo es eso de que se le hará llevar? -inquirió Giorgio gravemente-. ¿No quiere hacerlo?
– Es tímida -respondió Linda con una breve carcajada.
– A la gente le chocan sus cabellos rubios, cuando va por la ciudad con nosotros, y se vienen algunos detrás diciendo: " ¡Mira la rubia! ¡Mira la rubiecita! Eso le dicen en voz alta, y ella se acobarda.
– ¿Y tú? ¿Tú no te acobardas, eh? -interrogó el padre recalcando las palabras.
La muchacha se echó atrás la negra mata de pelo.
– A mí nadie me dice piropos.
El viejo Viola contempló a sus tiernos retoños con aire pensativo. Se llevaban dos años; y le habían nacido tarde, bastante después de haber muerto el primer hijo, que si viviera, sería casi de la edad de Gian Battista, a quien los ingleses llamaban Nostromo. Pero en cuanto a las hijas, la aspereza de su genio, lo avanzado de la edad, y la influencia absorbente que en él ejercían sus recuerdos le habían impedido cuidarse mucho de ellas. Y no es que dejara de amarlas, pero las muchachas pertenecen especialmente a la madre; y además una buena parte de su afecto se había empleado en el culto y servicio de la libertad.
Siendo todavía un mozalbete, había desertado de un barco que hacía el comercio en La Plata, para alistarse en la armada de Montevideo, mandada a la sazón por Garibaldi. Posteriormente en la legión italiana de la República, que luchaba contra la tiranía irritante de Rosas, le cupo la gloria de intervenir en los combates más encarnizados que acaso ha conocido el mundo, peleados en las grandes llanuras y junto a las márgenes de inmensos ríos.
Arrastrado por sus vehementes sentimientos liberales, hubo de pasar la mayor parte de su vida entre hombres que habían predicado la libertad, sufrido por la libertad, muerto por la libertad, con exaltación desesperada y con los ojos vueltos a una Italia oprimida. Su entusiasmo tuvo ocasión de nutrirse y fortalecerse en escenas de carnicería, con ejemplos de elevada adhesión, entre el tumulto de la lucha armada, en medio del inflamado lenguaje de las proclamas. Jamás había abandonado a su jefe predilecto -el bravo apóstol de la independencia-, permaneciendo constantemente a su lado, en América y en Italia, hasta después del día fatal de Aspromonte, en que se había revelado al mundo la traición de los reyes, emperadores y ministros en el encarcelamiento de su héroe, sin consideración ninguna a sus heridas -catástrofe que había suscitado en su espíritu la duda sombría de si alguna vez llegaría a comprender los caminos de la Justicia Divina.
Con todo eso, no la negaba. Había que tener paciencia, solía decir. Aunque no le gustaban los sacerdotes, y no ponía los pies en la iglesia por nada del mundo, creía en Dios. ¿Acaso las proclamas contra los tiranos no se dirigían a los pueblos en nombre de Dios y de la Libertad? "Dios para los hombres, las religiones para las mujeres" murmuraba a veces. En Sicilia, un inglés, que había vuelto a Palermo después de su evacuación por el ejército del rey, le había dado una Biblia en italiano -publicación de la British and Foreing Bible Society, encuadernada en piel oscura. Durante los períodos de adversidad política, en los intervalos de silencio, en que los revolucionarios no publicaban proclamas, Giorgio se ganaba la vida con el primer trabajo que se le presentaba -como marino, descargador en los muelles de Génova, cavador algún tiempo en una granja de las colinas que dominaban a Spezzia- y en los ratos libres leía y estudiaba el grueso volumen. Llevábalo consigo a las batallas. Al presente no leía otra cosa, y para no verse privado de este solaz, había consentido (por ser el tipo de letra tan menudo) en aceptar el regalo de un par de anteojos, con montura de plata, que le había hecho la señora Emilia Gould, esposa del inglés que dirigía la explotación de la mina de plata en las montañas a tres leguas de la ciudad. Esta señora era la única inglesa que había en Sulaco.