Con todo, ninguna noche le pareció a Maruja tan atroz como la primera. Fue interminable y helada. A la -una de la madrugada la temperatura en Bogotá -según el Instituto de Meteorología- había sido de entre 13 y 15 grados, y había lloviznado en el centro y por los lados del aeropuerto. A Maruja la había vencido el cansancio. Empezó a roncar tan pronto como se durmió, pero a cada instante la despertaba su tos de fumadora, persistente e indómita, y agravada por la humedad de las paredes que soltaban un relente de hielo al amanecer. Cada vez que tosía o roncaba, los guardianes le daban un talonazo en la cabeza. Marina los secundaba por un temor incontrolable, y amenazaba a Maruja con que iban a amarrarla en el colchón para que no se moviera tanto, o a amordazarla para que no roncara. Marina le hizo oír a Beatriz los noticieros de radio del amanecer. Fue un error. En la primera entrevista con Yamit Amat, de Radio Caracol, el doctor Pedro Guerrero soltó una andanada de denuestos y desafíos contra los secuestradores. Los conminó a que se portaran como hombres y pusieran la cara. Beatriz sufrió una crisis de pavor, convencida de que aquellos insultos recaerían sobre ellas.
Dos días después, un jefe bien vestido, con un corpachón empacado en un metro con noventa abrió la puerta de una patada y entró en el cuarto como un ventarrón. Su traje impecable de lana tropical, sus mocasines italianos y su corbata de seda amarilla iban en sentido contrario de sus modales rupestres. Les soltó dos o tres improperios a los guardianes, y se ensañó con el más tímido cuyos compañeros llamaban Lamparón. «Me dicen que usted es muy nervioso -le dijo-, pues le advierto que aquí los nerviosos se mueren». Y enseguida se dirigió a Maruja sin la menor consideración:
– Supe que anoche molestó mucho, que hace ruido, que tose.
Maruja le contestó con una calma ejemplar que bien podía confundirse con el desprecio.
– Ronco dormida y no me doy cuenta -le dijo-. No puedo impedir la tos porque el cuarto es helado y las paredes chorrean agua en la madrugada.
El hombre no estaba para quejas.
– ¿Y usted se cree que puede hacer lo que le da la gana? -gritó-. Pues si vuelve a roncar o a toser de noche le podemos volar la cabeza de un balazo.
Luego se dirigió también a Beatriz.
– Y si no a sus hijos o sus maridos. Los conocemos a todos y los tenemos bien localizados.
– Haga lo que quiera -dijo Maruja-. No puedo hacer nada para no roncar. Si quieren mátenme.
Era sincera, y con el tiempo había de darse cuenta de que hacía bien. El trato duro desde el primer día estaba en los métodos de los secuestradores para desmoralizar a los rehenes.
Beatriz, en cambio, todavía impresionada por la rabia del marido en la radio, fue menos altiva.
– ¿Por qué tiene que meter aquí a nuestros hijos, que no tienen nada que ver con esto? -dijo, al borde de las lágrimas-. ¿Usted no tiene hijos?
Él contestó que sí, tal vez enternecido, pero Beatriz había perdido la batalla: las lágrimas no la dejaron proseguir. Maruja, ya calmada, le dijo al jefe que si de veras querían llegar a un acuerdo hablaran con su marido.
Pensó que el encapuchado había seguido el consejo porque el domingo reapareció distinto. Llevó los periódicos del día con declaraciones de Alberto Villamizar para lograr un buen arreglo con los secuestradores. Éstos, al parecer, empezaban a actuar en consecuencia. El jefe, al menos, estaba tan complaciente que les pidió a las rehenes hacer una lista de las cosas indispensables: jabones, cepillos y pasta de dientes, cigarrillos, crema para la piel y algunos libros. Parte del pedido llegó el mismo día, pero algunos de los libros los recibieron cuatro meses después. Con el tiempo fueron acumulando toda clase de estampas y recuerdos del Divino Niño y de María Auxiliadora, que los distintos guardianes les llevaban o les dejaban de recuerdo cuando se despedían o cuando volvían de sus descansos. A los diez días tenían ya una rutina doméstica. Los zapatos los guardaban debajo de la cama, y era tanta la humedad del cuarto que debían sacarlos al patio de vez en cuando para que se secaran. Sólo podían caminar con unas medias de hombre que les habían dado el primer día, de lana gruesa y de colores distintos, y usaban dos pares a la vez para que no se oyeran los pasos. La ropa que llevaban la noche del secuestro se la habían decomisado, y les repartieron sudaderas deportivas -una gris y otra rosada a cada una-, con las cuales vivían y dormían, y dos juegos de ropa interior que lavaban en la ducha. Al principio dormían vestidas. Más tarde, cuando tuvieron una camisa de dormir, se la ponían encima de la sudadera en las noches muy frías. También les dieron un talego para guardar sus escasos bienes personales: la sudadera de repuesto y las medias limpias, las mudas de ropa interior, las toallas higiénicas, las medicinas, los útiles de tocador.
Había un solo baño para las tres y los cuatro guardianes. Ellas debían usarlo con la puerta ajustada pero sin cerrojo, y no podían demorar más de diez minutos en la ducha, aun cuando tuvieran que lavar la ropa. Les permitían fumar cuantos cigarrillos les daban, que para Maruja era más de una cajetilla al día, y más aún para Marina. En el cuarto había un televisor y un radio portátil de la casa para que las rehenes oyeran noticias o los guardianes oyeran música. Las informaciones de la mañana las escuchaban a volumen tenue, como a escondidas, y en cambio los guardianes escuchaban su música de parranda a un volumen tan alto como se lo dictaba el estado de humor.
La televisión la encendían a las nueve de la mañana para ver los programas educativos, después las telenovelas, y dos o tres programas más hasta los noticieros del mediodía. La tanda mayor era desde las cuatro de la tarde hasta las once de la noche. El televisor permanecía encendido, como en los dormitorios de los niños, aunque nadie lo viera. En cambio las rehenes escrutaban los noticieros con una atención milimétrica para tratar de descubrir mensajes cifrados de sus familias. Nunca supieron, por supuesto, cuántos se les escaparon, o cuántas frases inocentes confundieron con recados de esperanza. Alberto Villamizar apareció en los distintos noticieros de televisión ocho veces en los primeros dos días, con la certidumbre de que por alguno les llegaba su voz a las secuestradas. Casi todos los hijos de Maruja, además, eran gente de medios masivos. Algunos tenían programas de televisión con horarios fijos, y los utilizaron para mantener una comunicación que ellos suponían unilateral, y tal vez inútil, pero la sostuvieron. El primero que vieron el miércoles siguiente fue el que Alexandra hizo al regreso de la Guajira. El siquiatra Jaime Gaviria, colega del esposo de Beatriz y viejo amigo de la familia, impartió una serie de instrucciones sabias para mantener el ánimo en espacios cerrados. Maruja y Beatriz, que conocían al doctor Gaviria, comprendieron el sentido del programa y tomaron nota de sus enseñanzas.
Éste fue el primero de una serie de ocho programas que había preparado Alexandra con base en una larga conversación con el doctor Gaviria sobre la sicología de los secuestrados. Lo primero era escoger los temas que les gustaran a Maruja y Beatriz y envolver en ellos mensajes personales que sólo ellas pudieran descifrar. Alexandra decidió entonces llevar cada semana un personaje preparado para contestar preguntas intencionales que sin duda suscitarían en las rehenes asociaciones inmediatas. La sorpresa fue que muchos televidentes desprevenidos se dieron cuenta por lo menos de que algo iba envuelto en la inocencia de las preguntas.
No lejos de allí -dentro de la misma ciudad- las condiciones de Francisco Santos en su cuarto de cautivo eran tan abominables como las de Maruja y Beatriz, pero no tan severas. Una explicación es que hubiera contra ellas, además del utilitarismo político del secuestro, un propósito de venganza. Es casi seguro, además, que los guardianes de Maruja y los de Pacho eran dos equipos distintos. Aunque sólo fuera por motivos de seguridad, actuaban por separado y sin ninguna comunicación entre ellos. Pero aun en eso había diferencias incomprensibles. Los de Pacho eran más familiares, autónomos y complacientes, y menos cuidadosos de su identidad. La peor condición de Pacho era que dormía encadenado a los barrotes de la cama con una cadena metálica forrada de cinta aislante para evitar ulceraciones. La peor de Maruja y Beatriz era que ni siquiera tenían una cama donde ser amarradas.