Pacho recibió los periódicos puntuales desde el primer día. En general, los relatos sobre su secuestro en la prensa escrita eran tan desinformados y antojadizos que hicieron torcerse de risa a los secuestradores. Su horario estaba ya bien establecido cuando secuestraron a Maruja y Beatriz. Pasaba la noche en claro y se dormía como a las once de la mañana. Veía televisión, solo o con sus guardianes, o conversaba con ellos sobre las noticias del día y, en especial, sobre los partidos de fútbol. Leía hasta el cansancio y todavía le sobraban nervios para jugar a las barajas o al ajedrez. Su cama era confortable, y durmió bien desde la primera noche hasta que contrajo una sarna urticante y un ardor en los ojos, que desaparecieron con sólo lavar las cobijas de algodón y hacer en el cuarto una limpieza a fondo. Nunca se preocuparon de que alguien viera desde fuera la luz encendida, porque las ventanas estaban clausuradas con tablas.
En octubre surgió una ilusión imprevista: la orden de que se preparara para mandar a la familia una prueba de supervivencia. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para mantener el dominio. Pidió una jarra de café tinto y dos paquetes de cigarrillos, y empezó a redactar el mensaje como le saliera del alma sin corregir una coma. Lo grabó en una minicasete, que los estafetas preferían a las normales, porque eran más fáciles de esconder. Habló tan despacio como fue capaz y trató de afinar la dicción y asumir una actitud que no delatara las sombras de su ánimo. Por último grabó los titulares mayores de El Tiempo del día como prueba de la fecha en que hizo el mensaje. Quedó satisfecho, sobre todo de la primera frase: «Todas las personas que me conocen saben lo difícil que es este mensaje para mí». Sin embargo, cuando lo leyó publicado, ya en frío, tuvo la impresión de que se había echado la soga al cuello, por la frase final, en que pedía al presidente hacer lo que pudiera por la liberación de los periodistas. «Pero eso sí -le advertía-, sin pasar por encima de las leyes y los preceptos constitucionales, lo cual es benéfico no sólo para el país sino para la libertad de prensa que hoy está secuestrada». La depresión se agravó unos días después cuando secuestraron a Maruja y a Beatriz, porque lo entendió como una señal de que las cosas iban a ser largas y complicadas. Ése fue el primer embrión de un plan de fuga que se le iba a convertir en una obsesión irresistible.
Las condiciones de Diana y su equipo -quinientos kilómetros al norte de Bogotá y a tres meses del secuestro- eran diferentes de los otros rehenes, pues dos mujeres y cuatro hombres cautivos al mismo tiempo planteaban problemas muy complejos de logística y seguridad. En la cárcel de Maruja y Beatriz sorprendía la falta absoluta de indulgencia. En la de Pacho Santos sorprendían la familiaridad y el desenfado de los guardianes de su misma generación. En el grupo de Diana reinaba un ambiente de improvisación que mantenía a secuestrados y secuestradores en un estado de alarma e incertidumbre, con una inestabilidad que lo contaminaba todo y aumentaba el nerviosismo de todos. El secuestro de Diana se distinguió también por su signo errático. Durante el largo cautiverio los rehenes fueron mudados sin explicaciones no menos de veinte veces, cerca y dentro de Medellín, a casas de estilos y categorías diferentes y condiciones desiguales. Esta movilidad era posible tal vez porque sus secuestradores, a diferencia de los de Bogotá se movían en su medio natural, lo controlaban por completo, y mantenían contacto directo con sus superiores.
Los rehenes no estuvieron juntos en una misma casa sino en dos ocasiones y por pocas horas. Al principio fueron dos grupos: Richard, Orlando y Hero Buss en una casa, y Diana, Azucena y Juan Vitta en otra cercana. Algunas mudanzas habían sido atolondradas e imprevistas, a cualquier hora y sin tiempo para recoger sus cosas por el inminente asalto de la policía, y casi siempre a pie por pendientes escarpadas y chapaleando en el fango bajo aguaceros interminables. Diana era una mujer fuerte y resuelta, pero aquellas caminatas despiadadas y humillantes, en las condiciones físicas y morales del cautiverio, sobrepasaban por mucho su resistencia. Otras mudanzas fueron de una naturalidad pasmosa por las calles de Medellín, en taxis ordinarios y eludiendo retenes y patrullas callejeras. Lo más duro para todos en las primeras semanas era estar secuestrados sin que nadie lo supiera. Veían la televisión, escuchaban la radio y leían los periódicos, pero no hubo una noticia sobre su desaparición hasta el 14 de septiembre, cuando el noticiero Criptón informó sin citar la fuente que no estaban en misión periodística con las guerrillas sino secuestrados por los Extraditables. Habían de pasar todavía varias semanas antes de que éstos emitieran un reconocimiento formal del secuestro.
El responsable del equipo de Diana era un paisa inteligente y campechano a quien todos llamaban don Pacho, sin apellidos ni más señas, Tenía unos treinta años, pero con un aspecto reposado de hombre mayor. Su sola presencia tenía la virtud inmediata de resolver los problemas pendientes de la vida cotidiana y de sembrar esperanzas para el futuro. Les llevaba regalos a las rehenes, libros, caramelos, casetes de música y los ponía al corriente de la guerra y de la actualidad nacional.
Sin embargo, sus apariciones eran ocasionales y delegaba mal su autoridad. Los guardianes y estafetas eran más bien caóticos, no estuvieron nunca enmascarados, usaban sobrenombres de tiras cómicas y les llevaban a los rehenes -de una casa a otra- mensajes orales o escritos que al menos les servían de consuelo. Desde la primera semana les compraron las sudaderas de reglamento, los útiles de aseo y tocador y los periódicos locales. Diana y Azucena jugaban parches con ellos, y muchas veces ayudaron a hacer las listas del mercado. Uno dijo una frase que Azucena registró asombrada en sus notas: «Por plata no se preocupen, que eso es lo que sobra». Al principio los guardianes vivían en el desorden, escuchaban la música a todo volumen, comían sin horarios y andaban por la casa en calzoncillos. Pero Diana asumió un liderazgo que puso las cosas en su lugar. Los obligó a ponerse una ropa decente, a bajar el volumen de la música que les estorbaba el sueño e hizo salir del cuarto a uno que pretendió dormir, en un colchón tendido junto a su cama. Azucena, a sus veintiocho años, era tranquila y romántica, y no lograba vivir sin el esposo después de cuatro años aprendiendo a vivir con él. Sufría ráfagas de celos imaginarios y le escribía cartas de amor a sabiendas de que nunca las recibiría. Desde la primera semana del secuestro llevó notas diarias de una gran frescura y utilidad para escribir su libro. Trabajaba en el noticiero de Diana desde hacía años y su relación con ella no había sido más que laboral, pero se identificaron en el infortunio. Leían juntas los periódicos, conversaban hasta el amanecer y trataban de dormir hasta la hora del almuerzo. Diana era una conversadora compulsiva y Azucena aprendía de ella las lecciones de vida que nunca le habrían dado en la escuela.
Los miembros de su equipo recuerdan a Diana como una compañera inteligente, alegre y llena de vida, y una analista sagaz de la política. En sus horas de desaliento los hizo partícipes de su sentimiento de culpa por haberlos comprometido en aquella aventura impredecible. «No me importa lo que me pase a mí -les dijo- pero si a ustedes les pasa algo nunca más podré vivir en paz conmigo misma». Juan Vitta, con quien tenía una amistad antigua, la inquietaba por su mala salud. Era uno de los que se habían opuesto al viaje con más energía y mayores razones, y sin embargo la había acompañado apenas salido del hospital por un preinfarto serio. Diana no lo olvidó. El primer domingo del secuestro entró llorando en su cuarto y le preguntó si no la odiaba por no haberle hecho caso. Juan Vitta le contestó con toda franqueza. Sí: la había odiado de todo corazón cuando les comunicaron que estaban en manos de los Extraditables, pero había terminado por aceptar el secuestro como un destino ineludible. El rencor de los primeros días se le había convertido también a él en un sentimiento de culpa por no haber sido capaz de disuadirla.