Lo más difícil para todos, sin duda, fue aprender a convivir con los guardianes. Los de Maruja y Beatriz eran cuatro jóvenes sin ninguna formación, brutales e inestables, que se turnaban de dos en dos cada doce horas, sentados en el piso y con las metralletas listas. Todos con camisetas de propaganda comercial, zapatos de tenis y pantalones cortos que a veces eran recortados por ellos mismos con tijeras de podar. Uno de los dos que entraban a las seis de la mañana seguía durmiendo hasta las nueve mientras el otro vigilaba, pero casi siempre se quedaban dormidos los dos al mismo tiempo. Maruja y Beatriz habían pensado que si un comando de la policía asaltaba la casa a esa hora, los guardianes no tendrían tiempo de despertar.
La condición común era el fatalismo absoluto. Sabían que iban a morir jóvenes, lo aceptaban, y sólo les importaba vivir el momento. Las disculpas que se daban a sí mismos por su oficio abominable era ayudar a su familia, comprar buena ropa, tener motocicletas, y velar por la felicidad de la madre, que adoraban por encima de todo y por la cual estaban dispuestos a morir. Vivían aferrados al mismo Divino Niño y la misma María Auxiliadora de sus secuestrados. Les rezaban a diario para implorar su protección y su misericordia, con una devoción pervertida, pues les ofrecían mandas y sacrificios para que los ayudaran en el éxito de sus crímenes.
Después de su devoción por los santos, tenían la del Rovignol, un tranquilizante que les permitía cometer en la vida real las proezas del cine. «Mezclado con una cerveza uno entra en onda enseguida -explicaba un guardián-. Entonces le prestan a uno un buen fierro y se roba un carro para pasear. El gusto es la cara de terror con que le entregan a uno las llaves». Todo lo demás lo odiaban: los políticos, el gobierno, el Estado, la justicia, la policía, la sociedad entera. La vida, decían, era una mierda.
Al principio fue imposible distinguirlos, porque lo único que veían de ellos era la máscara, y todos les parecían iguales. Es decir: uno solo. El tiempo les enseñó que la máscara esconde el rostro pero no el carácter. Así lograron individualizarlos. Cada máscara tenía una identidad diferente, un modo de ser propio, una voz irrenunciable. Y más aún: tenía un corazón. Aun sin desearlo terminaron compartiendo con ellos la soledad del encierro. Jugaban a las barajas y al dominó, y se ayudaban en la solución de los crucigramas y acertijos de las revistas viejas.
Marina era sumisa a las leyes de sus carceleros, pero no era imparcial. Quería a unos y detestaba a otros, llevaba y traía entre ellos comentarios maliciosos de pura estirpe maternal, y terminaba por armar unos enredos internos que ponían en peligro la armonía del cuarto. Pero a todos los obligaba a rezar el rosario, y todos lo rezaban.
Entre los guardianes del primer mes había uno que padecía de una demencia súbita y recurrente. Lo llamaban Barrabás. Adoraba a Marina y le hacía caricias y berrinches. En cambio, desde su primer día fue un enemigo encarnizado de Maruja. De repente enloquecía, le daba una patada al televisor y arremetía a cabezazos contra las paredes. El guardián más raro, sombrío y callado, era muy flaco y de casi dos metros de estatura, y se ponía encima de la máscara otra capucha de sudadera azul oscuro corno de fraile loco. Y así lo llamaban: el Monje. Permanecía largo rato agachado y en trance. Debía ser de los más antiguos, pues Marina lo conocía muy bien y lo distinguía con sus cuidados. Él le llevaba regalos al regreso de sus descansos, y entre ellos un crucifijo de plástico que Marina llevaba colgado del cuello con la misma cinta ordinaria con que lo recibió. Sólo ella le había visto la cara, pues antes de que llegaran Maruja y Beatriz todos los guardianes andaban descubiertos y no hacían nada por ocultar su identidad. Marina lo interpretaba como un indicio de que no saldría viva de aquel encierro. Decía que era un adolescente apuesto, con los ojos más bellos que había visto, y Beatriz lo creía, porque sus pestañas eran tan largas y rizadas que se le salían por los huecos de la máscara. Era capaz de lo mejor y lo peor. Fue él quien descubrió que Beatriz llevaba una cadena con la medalla de la Virgen Milagrosa.
– Aquí están prohibidas las cadenas -le dijo-. Tiene que darme ésa. Beatriz se defendió angustiada.
– Usted no puede quítamela -le dijo-. Eso sí sería de mal agüero, me pasará algo malo.
Él se contagió de su angustia. Le explicó que las medallas estaban prohibidas porque podían tener dentro mecanismos electrónicos para localizarlas a distancia. Pero encontró la solución:
– Hagamos una cosa -propuso-: quédese con la cadena, pero déme la medalla. Perdone usted, pero es k orden que me dieron.
Lamparón, por su lado, tenía la obsesión de que iban a matarlo, y sufría espasmos de terror.
Oía ruidos fantásticos, inventó que tenía en la cara una cicatriz tremenda, tal vez para confundir a quienes trataran de identificarlo. Limpiaba con alcohol las cosas que tocaba para no dejar huellas digitales. Marina se burlaba de él, pero no lograba moderar sus delirios. De pronto despertaba en mitad de la noche. «¡Oigan! -susurraba aterrado-. ¡Ya viene la policía! «Una noche apagó la veladora, y Maruja se dio un golpe brutal con la puerta del baño. Estuvo a punto de perder el sentido. Encima de todo, Lamparón la regañó por no saber moverse en la oscuridad.
– Ya no joda más -lo plantó ella-. Esto no es una película de detectives.
También los guardianes parecían secuestrados. No podían moverse en el resto de la casa, y las horas del descanso las dormían en otro cuarto cerrado con candado para que no escaparan. Todos eran antioqueños rasos, conocían mal a Bogotá, y alguno contó que cuando salían del servicio, cada veinte o treinta días, los llevaban vendados o en el baúl del automóvil para que no supieran dónde estaban. Otro temía que lo mataran cuando ya no fuera necesario, para que se llevara sus secretos a la tumba. Sin ninguna regularidad aparecían jefes encapuchados y mejor vestidos, que recibían informes e impartían instrucciones. Sus decisiones eran imprevisibles, y las secuestradas y los guardianes, por igual, estaban a merced de ellos.
El desayuno de las rehenes llegaba a la hora menos pensada: café con leche y una arepa con una salchicha encima. Almorzaban frijoles o lentejas en un agua gris; pedacitos de. carne en posos de grasa, una cucharada de arroz y una gaseosa. Tenían que comer sentadas en el colchón, pues no había una silla en d cuarto, y sólo con cuchara, pues cuchillos y tenedores estaban prohibidos por normas de seguridad. La cena se improvisaba con los frijoles recalentados y otras sobras del almuerzo.
Los guardianes decían que el dueño de casa, a quien llamaban el mayordomo, se quedaba con la mayor parte del presupuesto. Era un cuarentón robusto, de estatura media, cuya cara de fauno podía adivinarse por su dicción gangosa y los ojos inyectados y mal dormidos que se asomaban por los agujeros de la capucha. Vivía con una mujer chiquita, chillona, desarrapada y de dientes carcomidos. Se llamaba Damaris y cantaba salsa, vallenatos y bambucos durante todo el día con toda la voz y con un oído de artillero, pero con tanto entusiasmo, que era imposible no imaginarse que andaba bailando sola con su propia música por toda la casa.
Los platos, los vasos y las sábanas, seguían usándose sin lavar hasta que las rehenes protestaban. El inodoro sólo podía desocuparse cuatro veces al día y permanecía cerrado los domingos en que salía la familia para evitar que el desagüe alertara a los vecinos. Los guardianes orinaban en el lavamanos o en el sumidero de la ducha. Damaris trataba de tapar su negligencia sólo cuando se anunciaba el helicóptero de los jefes, y lo hacía a toda prisa, con técnicas de bomberos, y lavando pisos y paredes con el chorro de la manguera. Veía las telenovelas todos los días hasta la una de la tarde, y a esa hora echaba en la olla de presión lo que tuviera que cocinar para el almuerzo -la carne, las legumbres, las papas, los frijoles, todo junto y revuelto- y la ponía al mego hasta que sonaba el silbato.