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A pesar de todo, las primeras noticias de diciembre indicaban que había motivos para estar esperanzadas. Así como Marina hacía sus vaticinios terribles, Maruja empezó a inventar juegos de optimismo. Marina se agarró muy rápido: uno de los guardianes había levantado el pulgar en señal de aprobación, y eso quería decir que las cosas iban bien. Una vez Damaris no hizo el mercado, y eso lo interpretaron como una señal de que no lo necesitaban porque ya iban a ser liberadas. Jugaban a figurarse la manera como las iban a liberar y fijaban la fecha y el modo. Como vivían en las tinieblas se imaginaban que serían libres en un día de sol, y la fiesta la harían en la terraza del apartamento de Maruja. «¿Qué quieren comer?», preguntaba Beatriz. Marina, cocinera de buena mano, dictaba el menú de reinas. Empezaban en juego y terminaban de verdad, se arreglaban para salir, se pintaban unas a otras. El 9 de diciembre, que era una de las fechas anunciadas para la liberación con motivo de la elección de la Asamblea Constituyente, se quedaron listas, inclusive con la conferencia de prensa, en la que tenían preparadas cada una de las respuestas. El día pasó con ansiedad, pero terminó sin amargura, por la seguridad absoluta que tenía Maruja de que tarde o temprano, sin la mínima sombra de duda, serían liberadas por su marido.

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De modo que el secuestro de los periodistas fue una reacción a la idea que atormentaba al presidente César Gaviria desde que era ministro de Gobierno de Virgilio Barco: cómo crear una alternativa jurídica a la guerra contra el terrorismo. Había sido un tema central de su campaña para la presidencia. Lo había recalcado en su discurso de posesión, con la distinción importante de que el terrorismo de los traficantes era un problema nacional, y podía tener una solución nacional, mientras que el narcotráfico era internacional y sólo podía tener soluciones internacionales. La prioridad era contra el narcoterrorismo, pues con las primeras bombas la opinión pública pedía la cárcel para los narcoterroristas, con las siguientes pedía la extradición, pero a partir de la cuarta bomba empezaba a pedir que los indultaran. También en ese sentido la extradición debía ser un instrumento de emergencia para presionar la entrega de los delincuentes, y Gaviria estaba dispuesto a aplicarla sin contemplaciones.

En los primeros días después de su posesión apenas si tuvo tiempo de conversarlo con nadie, agobiado por la organización del gobierno y la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente que hiciera la primera reforma de fondo del Estado en los últimos cien años. Rafael Pardo compartía la inquietud sobre el terrorismo desde el asesinato de Luis Carlos Galán. Pero también él se encontraba arrastrado por los atafagos inaugurales. Su situación era peculiar. El nombramiento como consejero de Seguridad y Orden Público había sido uno de los primeros, en un palacio sacudido por los ímpetus renovadores de uno de los presidentes más jóvenes de este siglo, devorador de poesía y admirador de los Beatles, y con ideas de cambios de fondo a los que él mismo había bautizado con un nombre modesto: El Revolcón. Pero Pardo andaba en medio de aquella ventisca con un maletín de papeles que llevaba a todas partes, y se acomodaba para trabajar donde podía. Su hija Laura creía que él se había quedado sin empleo porque no tenía horas de salida ni llegada en la casa. La verdad es que aquella informalidad forzada por las circunstancias estaba muy de acuerdo con el modo de ser de Rafael Pardo, que parecía más de poeta lírico que de funcionario de Estado. Tenía treinta y ocho años. Su formación académica era evidente y bien sustentada: bachiller en el Gimnasio Moderno de Bogotá, economista en la Universidad de los Andes, donde además fue maestro de economía e investigador durante nueve años, y postgraduado en Planeación en el Instituto de Estudios Sociales de La Haya, Holanda. Además era un lector algo delirante de cuanto libro encontraba a su paso, y en especial de dos especialidades distantes: poesía y seguridad. En aquel tiempo sólo tenía cuatro corbatas que le habían regalado en las cuatro Navidades anteriores y no se las ponía por su gusto, sino que llevaba una en el bolsillo sólo para casos de emergencia. Combinaba pantalones con chaquetas sin tomar en cuenta pintas ni estilos, se ponía por distracción una media de un color y otra de otro, y siempre que podía andaba en mangas de camisa porque no hacía diferencia entre el frío y el calor. Sus orgías mayores eran partidas de póquer con su hija Laura hasta las dos de la madrugada, en silencio absoluto y con frijoles en vez de plata. Claudia, su bella y paciente esposa, se exasperaba porque andaba como sonámbulo por la casa, sin saber dónde estaban los vasos o cómo se cerraba una puerta o se sacaba el hielo de la nevera, y tenía la facultad casi mágica de no enterarse de las cosas que no soportaba. Con todo, su condición más rara era una impavidez de estatua que no dejaba ni el mínimo resquicio para imaginar lo que estaba pensando, y un talento inclemente para resolver una conversación con no más de cuatro palabras o ponerle término a una discusión frenética con un monosílabo lapidario.

Sin embargo, sus compañeros de estudio y de trabajo no entendían su desprestigio doméstico, pues lo conocían como un trabajador inteligente, ordenado y de una serenidad escalofriante, cuyo aire despistado les parecía más bien para despistar. Era irritable con los problemas fáciles y de una gran paciencia con las causas perdidas, y tenía un carácter firme apenas moderado por un sentido del humor imperturbable y socarrón. El presidente Virgilio Barco debió reconocer el lado útil de su hermetismo y su afición por los misterios, pues lo encargó de las negociaciones con la guerrilla y los programas de rehabilitación en zonas de conflicto, y con ese título logró los acuerdos de paz con el M-19. El presidente Gaviria, que competía con él en secretos de Estado y silencios insondables, le echó encima además los problemas de la seguridad y el orden público en uno de los países más inseguros y subvertidos del mundo. Pardo tomó posesión con toda su oficina en el maletín, y durante dos semanas más tenía que pedir permiso para usar el baño o el teléfono en oficinas ajenas. Pero el presidente lo consultaba a menudo sobre cualquier tema y lo escuchaba con una atención premonitoria en las reuniones difíciles. Una tarde se quedó solo con el presidente en su oficina, y éste le preguntó con su aire despistado:

– Dígame una cosa, Rafael, ¿a usted no le preocupa que uno de esos tipos se entregue de pronto a la justicia y no tengamos ningún cargo contra él para ponerlo preso?

Era la esencia del problema: los terroristas acosados por la policía no se decidían a entregarse porque no tenían garantías para su seguridad personal ni la de sus familias, y d Estado, por su parte, no tenía pruebas para condenarlos si los capturaban. La idea era encontrar una fórmula jurídica para que se decidieran a confesar sus delitos a cambio de que el Estado les diera la seguridad para ellos y sus familias. Rafael Pardo había pensado el problema para el gobierno anterior, y todavía llevaba unas notas traspapeladas en el maletín cuando Gaviria le hizo la pregunta. Eran, en efecto, un principio de solución: quien se entregara a la justicia tendría una rebaja de la pena si confesaba un delito que permitiera procesarlo, y otra rebaja suplementaria por la entrega de bienes y dineros al Estado. Eso era todo, pero el presidente la vislumbró completa, pues coincidía con su idea de una estrategia que no fuera de guerra ni de paz sino de justicia, y que le quitara argumentos al terrorismo sin renunciar a la amenaza indispensable de la extradición.