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Martha Nieves sabía lo que era el secuestro. Ella misma había sido secuestrada por el M-19 en 1981 para pedir a su familia un rescate de muchos ceros. Escobar reaccionó con la creación de un grupo brutal -Muerte a Secuestradores (MAS)- que logró su liberación al cabo de tres meses en una guerra sangrienta contra el M-19. Su hermana Angelita también se consideraba víctima de la violencia policial, y entre las dos hicieron un recuento agotador de los atropellos de la policía, de violaciones de domicilio, de atentados incontables a los derechos humanos.

Nydia no perdió el ímpetu de seguir luchando. En última instancia, quiso que al menos le llevaran una carta suya a Escobar. Había mandado una primera a través de Guido Parra, pero no obtuvo respuesta. Las hermanas Ochoa se negaron a enviar otra por el riesgo de que Escobar pudiera acusarlas más tarde de haberle causado algún perjuicio. Sin embargo, al final de la visita se habían vuelto sensibles a la vehemencia de Nydia, quien regresó a Bogotá con la certeza de haber dejado una puerta entreabierta en dos sentidos: una hacia la liberación de su hija y otra hacia la entrega pacífica de los tres hermanos Ochoa. Por eso le pareció oportuno informar de su gestión al presidente en persona.

La recibió en el acto. Nydia fue directo al grano con las quejas de las hermanas Ochoa sobre el comportamiento de la policía. El presidente la dejó hablar, y apenas si le hacía preguntas sueltas pero muy pertinentes. Su propósito evidente era no darles a las acusaciones la trascendencia que Nydia les daba. En cuanto a su propio caso, Nydia quería tres cosas: que liberaran a los secuestrados, que el presidente tomara las riendas para impedir un rescate que podría resultar funesto, y que ampliara el plazo para la entrega de los Extraditables. La única seguridad que le dio el presidente fue que ni en el caso de Diana ni en el de ningún otro secuestrado se intentaría un rescate sin la autorización de las familias.

– Ésa es nuestra política -le dijo.

Aun así, Nydia se preguntaba si el presidente habría tomado suficientes seguridades para que nadie lo intentara sin su autorización.

Antes de un mes volvió Nydia a conversar con las hermanas Ochoa, en casa de una amiga común. Visitó asimismo a una cuñada de Pablo Escobar, que le habló en extenso de los atropellos de que eran víctimas ella y sus hermanos. Nydia le llevaba una carta para Escobar, en dos hojas y media de tamaño oficio, casi sin márgenes, con una caligrafía florida y un estilo justo y expresivo logrado al cabo de muchos borradores. Su propósito atinado era llegar al corazón de Escobar. Empezaba por decir que no se dirigía al combatiente capaz de cualquier cosa por conseguir sus fines, sino a Pablo el hombre, «ese ser sensitivo, que adora a su madre y daría por ella su propia vida, al que tiene esposa y pequeños hijos inocentes e indefensos a quienes desea proteger». Se daba cuenta de que Escobar había apelado al secuestro de los periodistas para llamar la atención de la opinión pública en favor de su causa, pero consideraba que ya lo había logrado de sobra. En consecuencia -concluía la carta- «muéstrese como el ser humano que es, y en un acto grande y humanitario que el mundo entenderá, devuélvanos a los secuestrados». La cuñada de Escobar parecía de verdad emocionada mientras leía. «Tenga la absoluta seguridad de que esta carta lo va a conmover muchísimo -dijo como para sí misma en una pausa-. Todo lo que usted está haciendo lo conmueve y eso redundará en favor de su hija. «Al final dobló otra vez la carta, la puso en el sobre y ella misma lo cerró.

– Váyase tranquila -le dijo a Nydia con una sinceridad que no dejaba dudas-. Pablo recibirá la carta hoy mismo.

Nydia regresó esa noche a Bogotá esperanzada con los resultados de la carta, y decidida a pedirle al presidente lo que el doctor Turbay no se había atrevido: una pausa en los operativos de la policía mientras se negociaba la liberación de los rehenes. Lo hizo, y Gaviria le dijo sin preámbulos que no podía dar esa orden. «Una cosa era que nosotros ofreciéramos una política de justicia como alternativa -dijo después-. Pero la suspensión de los operativos no habría servido para liberar a los secuestrados, sino para que no persiguiéramos a Escobar».

Nydia sintió que estaba en presencia de un hombre de piedra al que no le importaba la vida de su hija. Tuvo que reprimir una oleada de rabia mientras el presidente le explicaba que el tema de la fuerza pública no era negociable, que ésta no tenía que pedir permiso para actuar ni podía darle órdenes para que no actuara dentro de los límites de la ley. La visita fue un desastre.

Ante la inutilidad de sus gestiones con el presidente de la república, Turbay y Santos habían decidido llamar a otras puertas, y no se les ocurrió otra mejor que los Notables. Este grupo estaba formado por los ex presidentes Alfonso López Michelsen y Misael Pastrana; el parlamentario Diego Montaña Cuéllar y el cardenal Mario Revollo Bravo, arzobispo de Bogotá. En octubre, los familiares de los secuestrados se reunieron con ellos en casa de Hernando Santos. Empezaron por contar las entrevistas con el presidente Gaviria. Lo único que en realidad le interesó de ellas a López Michelsen fue la posibilidad de reformar el decreto con precisiones jurídicas para abrir nuevas puertas a la política de sometimiento. «Hay que meterle cabeza», dijo. Pastrana se mostró partidario de buscar fórmulas para presionar la entrega. ¿Pero con qué armas? Hernando Santos le recordó a Montaña Cuéllar que él podía movilizar a favor la fuerza de la guerrilla.

Al cabo de un intercambio largo y bien informado, López Michelsen hizo la primera conclusión. «Vamos a seguirles el juego a los Extraditables», dijo. Y propuso, en consecuencia, hacer una carta pública para que se supiera que los Notables habían tomado la vocería de las familias de los secuestrados. El acuerdo unánime fue que la redactara López Michelsen.

A los dos días estaba listo el primer borrador que fue leído en una nueva reunión a la que asistió Guido Parra con otro abogado de Escobar. En ese documento estaba expuesta por primera vez la tesis de que el narcotráfico podía considerarse un delito colectivo, de carácter sui generis, que señalaba un camino inédito a la negociación. Guido Parra dio un salto.

– Un delito sui generis -exclamó maravillado-. ¡Eso es genial!

A partir de allí elaboró el concepto a su manera como un privilegio celestial en la frontera nebulosa del delito común y el delito político, que hacía posible el sueño de que los Extraditables tuvieran el mismo tratamiento político que las guerrillas. En la primera lectura cada uno puso algo suyo. Al final, uno de los abogados de Escobar solicitó que los Notables consiguieran una carta de Gaviria que garantizara la vida de Escobar de un modo expreso e inequívoco.

– Lo lamento -dijo Hernando Santos, escandalizado de la petición-, pero yo no me meto en eso.

– Muchísimo menos yo -dijo Turbay.

López Michelsen se negó de un modo enérgico. El abogado pidió entonces que le consiguieran una entrevista con el presidente para que les diera de palabra la garantía para Escobar.

– Ese tema no se trata aquí -concluyó López.

Antes de que los Notables se reunieran para redactar el borrador de su declaración, Pablo Escobar estaba ya informado de sus intenciones más recónditas. Sólo así se explica que le hubiera impartido orientaciones extremas a Guido Parra en una carta apremiante. «Te doy autonomía para que busques la forma de que los Notables te inviten al intercambio de ideas», le había escrito.

Y enseguida enumeró una serie de decisiones ya tomadas por los Extraditables para anticiparse a cualquier iniciativa distinta.

La carta de los Notables estaba lista en veinticuatro horas, con una novedad importante con respecto a las gestiones anteriores: «Nuestros buenos oficios han adquirido una nueva dimensión que no se circunscribe a un rescate ocasional sino a la manera de alcanzar para todos los colombianos la paz global». Era una definición nueva que no podía menos que aumentar las esperanzas. Al presidente Gaviria le pareció bien, pero creyó pertinente establecer una separación de aguas para evitar cualquier equívoco sobre la posición oficial, e instruyó al ministro de Justicia para que emitiera una advertencia de que la política de sometimiento era la única del gobierno para la entrega de los terroristas.