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Su situación de secuestrada era insoluble. Ella misma compartía la idea generalizada de que sólo la habían secuestrado para tener un rehén de peso al que pudieran asesinar sin frustrar las negociaciones de la entrega. Pero el hecho de que llevara sesenta días en capilla tal vez le permitía pensar que sus verdugos vislumbraban la posibilidad de obtener algún beneficio a cambio de su vida.

Llamaba la atención, sin embargo, que aun en sus peores momentos pasaba largas horas ensimismada en el cuidado meticuloso de las uñas de sus manos y sus pies. Las limaba, las pulía, las brillaba con esmalte de color natural, de modo que parecían ser de una mujer más joven. Igual atención ponía en depilarse las cejas y las piernas. Una vez superados los escollos iniciales, Maruja y Beatriz le ayudaban. Aprendieron a manejarla. Con Beatriz sostenía conversaciones interminables sobre gente bien y mal querida, en unos cuchicheos interminables que exasperaban hasta a los guardianes. Maruja trataba de consolarla. Ambas se dolían de ser las únicas que la sabían viva, aparte de sus carceleros, y no podían contárselo a nadie.

Uno de los pocos alivios de esos días fue el regreso sorpresivo del jefe enmascarado que las había visitado el primer día. Volvió alegre y optimista, con la noticia de que podían ser liberadas antes del 9 de diciembre, fecha prevista para la elección de la Asamblea Constituyente. La noticia tuvo un significado muy especial para Maruja, pues en esa fecha era su cumpleaños, y la idea de pasarla en familia le infundió un júbilo prematuro. Pero fue una ilusión efímera: una semana después, el mismo jefe les dijo que no sólo no serían liberadas el 9 de diciembre, sino que el secuestro iba para largo: ni en Navidad ni en Año Nuevo. Fue un golpe rudo para ambas. Maruja sufrió un principio de flebitis que le causaba fuertes dolores en las piernas. Beatriz tuvo una crisis de asfixia y le sangró la úlcera gástrica. Una noche, enloquecida por el dolor, le suplicó a Lamparón que hiciera una excepción en las reglas del cautiverio y le permitiera ir al baño a esa hora. Él la autorizó después de mucho pensarlo, con la advertencia de que corría un riesgo grave. Pero fue inútil. Beatriz prosiguió con un llantito de perro herido, sintiéndose morir, hasta que Lamparón se apiadó de ella y le consiguió con el mayordomo una dosis de buscapina. A pesar de los esfuerzos que habían hecho hasta entonces, las rehenes no tenían indicios confiables de dónde se encontraban. Por el temor de los guardianes a que los oyeran los vecinos, y por los ruidos y voces que llegaban del exterior, pensaban que era un sector urbano. El gallo loco que cantaba a cualquier hora del día o de la noche podía ser una confirmación, porque los gallos encerrados en pisos altos suelen perder el sentido del tiempo. Con frecuencia oían distintas voces que gritaban muy cerca un mismo nombre: «Rafael». Los aviones de corto vuelo pasaban rasantes y el helicóptero seguía llegando tan cerca que lo sentían encima de la casa. Marina insistía en la versión nunca probada del alto oficial del ejército que vigilaba la marcha del secuestro. Para Maruja y Beatriz era una fantasía mas, pero cada vez que llegaba el helicóptero las normas militares del cautiverio recuperaban su rigor: la casa en orden como un cuartel, la puerta cerrada por dentro con falleba y por fuera con candado; los susurros, las armas siempre listas, y la comida un poco menos infame.

Los cuatro guardianes que habían estado con ellas desde el primer día fueron reemplazados por otros cuatro a principios de diciembre. Entre ellos, uno distinto y extraño, que parecía sacado de una película truculenta. Lo llamaban el Gorila, y en verdad lo parecía: enorme, de una fortaleza de gladiador y con la piel negra retinta, cubierta de vellos rizados. Su voz era tan estentórea que no lograba dominarla para susurrar, y nadie se atrevió a exigírselo. Era patente el sentimiento de inferioridad de los otros frente a él. En vez de los pantalones cortos de todos usaba una trusa de gimnasta. Tenía el pasamontañas y una camiseta apretada que mostraba el torso perfecto con la medalla del Divino Niño en el cuello, unos brazos hermosos con un cintillo brasileño en el pulso para la buena suerte y las manos enormes con las líneas del destino como grabadas a fuego vivo en las palmas descoloridas. Apenas si cabía en el cuarto, y cada vez que se movía dejaba a su paso un rastro de desorden. Para las rehenes, que habían aprendido a manejar los anteriores, fue una mala visita. Sobre todo para Beatriz, que se ganó su odio de inmediato.

El signo común de los guardianes, como el de las rehenes, por aquellos días era el aburrimiento. Como preludio de los jolgorios de Navidad, los dueños de casa hicieron una novena con algún párroco amigo, inocente o cómplice. Rezaron, cantaron villancicos a coro, repartieron dulces a los niños y brindaron con el vino de manzana que era la bebida oficial de la familia. Al final exorcizaron la casa con aspersiones de agua bendita. Necesitaron tanta, que la llevaron en galones de petróleo. Cuando el sacerdote se fue, la mujer entró en el cuarto y roció el televisor, los colchones, las paredes. Las tres rehenes, tomadas de sorpresa, no supieron qué hacer. «Es agua bendita -decía la mujer mientras rociaba con la mano-. Ayuda a que no nos pase nada». Los guardianes se persignaron, cayeron de rodillas y recibieron el chaparrón purificador con una unción angelical. Ese ánimo de rezo y parranda, tan propio de los antioqueños, no decayó en ningún momento de diciembre. Tanto, que Maruja había tomado precauciones para que los secuestradores no supieran que el 9 era el día de su cumpleaños: cincuenta y tres del alma. Beatriz se había comprometido a guardar el secreto, pero los carceleros se enteraron por un programa especial de televisión que los hijos de Maruja le dedicaron la víspera. Los guardianes no ocultaban la emoción de sentirse de algún modo dentro de la intimidad del programa. «Doña Maruja -decía uno-, cómo es de joven el doctor Villamizar, cómo está de bien, cómo la quiere». Esperaban que Maruja les presentara a alguna de las hijas para salir con ellas. De todos modos, ver aquel programa en el cautiverio era como estar muertos y ver la vida desde el otro mundo sin participar en ella y sin que los vivos lo supieran. El día siguiente, a las once de la mañana y sin ningún anuncio, el mayordomo y su mujer entraron en el cuarto con una botella de champaña criolla, vasos para todos, y una tarta que parecía cubierta de pasta dentífrica. Felicitaron a Maruja con grandes manifestaciones de afecto y le cantaron el Happy birthday, a coro con los guardianes. Todos comieron y bebieron, y dejaron a Maruja con un conflicto de sentimientos cruzados. Juan Vitta despertó el 26 de noviembre con la noticia de que saldría libre por su mal estado de salud. Lo paralizó el terror, pues justo en esos días se sentía mejor que nunca, y pensó que el anuncio era una triquiñuela para entregarle el primer cadáver a la opinión pública. De modo que cuando el guardián le anunció, horas después, que se preparara para ser libre, sufrió un ataque de pánico. «A mí me hubiera gustado morirme por mi cuenta -ha dicho- pero si mi destino era ése yo tenía que asumirlo». Le ordenaron afeitarse y ponerse ropa limpia, y él lo hizo con, la certidumbre de que estaba vistiéndose para su funeral. Le dieron las instrucciones de lo que tenía que hacer una vez libre, y sobre todo de la forma en que debía embrollar las entrevistas de prensa de modo que la policía no dedujera pistas para intentar operativos de rescate. Poco después del mediodía le dieron unas vueltas en automóvil por sectores intrincados de Medellín, y lo soltaron sin ceremonias en una esquina.