Marina, que había aprendido con su esposo a hacer masajes de deportistas, se empeñó a restaurarla con sus fuerzas exiguas. Aún le sobraban los buenos ánimos del Año Nuevo. Seguía optimista, contaba anécdotas: vivía. La aparición de su nombre y su fotografía en una campaña de televisión en favor de los secuestrados le devolvió las esperanzas y la alegría. Se sintió otra vez la que era, que ya existía, que allí estaba. Apareció siempre en la primera etapa de la campaña, hasta un día en que no estuvo más sin explicaciones. Ni Maruja ni Beatriz tuvieron corazón para decirle que tal vez la borraron de la lista porque nadie creía que estuviera viva.
Para Beatriz era importante el 31 de diciembre porque se lo había fijado como plazo máximo para ser libre. La desilusión la derrumbó hasta el punto de que sus compañeras de prisión no sabían qué hacer con ella. Llegó un momento en que Maruja no podía mirarla porque perdía el control, se echaba a llorar, y llegaron a ignorarse la una a la otra dentro de un espacio no mucho más grande que un cuarto de baño. La situación se hizo insostenible. La distracción más durable para las tres rehenes, durante las horas interminables después del baño, era darse masajes lentos en las piernas con la crema humectante que sus carceleros les suministraban en cantidades suficientes para que no enloquecieran. Un día Beatriz se dio cuenta de que estaba acabándose.
– Y cuando la crema se acabe -le preguntó a Maruja-, ¿qué vamos a hacer?
– Pues pediremos más -le respondió Maruja con un énfasis ácido. Y subrayó con más acidez aún-: O si no, ahí veremos. ¿Cierto?
– ¡No me conteste así! -le gritó Beatriz en una súbita explosión de rabia-. ¡A mí, que estoy aquí por culpa suya!
Fue el estallido inevitable. En un instante dijo cuanto se había guardado en tantos días de tensiones reprimidas y noches de horror. Lo sorprendente era que no hubiera ocurrido antes y con mayor encono. Beatriz se mantenía al margen de todo, vivía frenada, y se tragaba los rencores sin saborearlos. Lo menos grave que podía suceder, por supuesto, era que una simple frase dicha al descuido le revolviera tarde o temprano la agresividad reprimida por el terror. Sin embargo, el guardián de turno no pensaba lo mismo, y ante el temor de una reyerta grande amenazó con encerrar a Beatriz y a Maruja en cuartos separados. Ambas se alarmaron, pues el temor de las agresiones sexuales se mantenía vivo. Estaban convencidas de que mientras estuvieran juntas era difícil que los guardianes intentaran una violación, y por eso la idea de que las separaran fue siempre la más temible. Por otra parte, los guardianes estaban siempre en parejas, no eran afines, y parecían vigilarse los unos a los otros como una precaución de orden interno para evitar incidentes graves con las rehenes. Pero la represión de los guardianes creaba un ambiente malsano en el cuarto. Los de turno en diciembre habían llevado un betamax en el que pasaban películas de violencia con una fuerte carga erótica, y de vez en cuando algunas pornográficas. El cuarto se saturaba por momentos de una tensión insoportable. Además, cuando las rehenes iban al baño debían dejar la puerta entreabierta, y en más de una ocasión sorprendieron al guardián atisbando. Uno de ellos, empecinado en sostener la puerta con la mano para que no se cerrara mientras ellas usaban el baño, estuvo a punto de perder los dedos cuando Beatriz -adrede- la cerró de un golpe. Otro espectáculo incómodo fue una pareja de guardianes homosexuales que llegó en el segundo turno, y se mantenían en un estado perpetuo de excitación con toda clase de retozos perversos. La vigilancia excesiva de Lamparón al mínimo gesto de Beatriz, el regalo del perfume, la impertinencia del mayordomo en la Nochebuena eran factores de perturbación. Los cuentos que se intercambiaban entre ellos sobre violaciones a desconocidas, sus perversiones eróticas, sus placeres sádicos, terminaban por enrarecer el ambiente.
A petición de Maruja y Marina el mayordomo hizo venir a un médico para Beatriz, el 12 de enero, antes de la media noche. Era un hombre joven, bien vestido y mejor educado, y con una máscara de seda amarilla que hacía juego con su atuendo. Es difícil creer en la seriedad de un médico encapuchado, pero aquél demostró de entrada que conocía bien su oficio. Tenía una seguridad tranquilizante. Llevaba un estuche de cuero fino, grande como una maleta de viaje, con el fonendoscopio, el tensiómetro, un electrocardiógrafo de baterías, un laboratorio portátil para análisis a domicilio, y otros recursos para emergencias. Examinó a fondo a las tres rehenes, y les hizo análisis de orina y de sangre en el laboratorio portátil. Mientras la examinaba, el médico le dijo en secreto a Maruja: «Me siento la persona más avergonzada del mundo por tener que verla a usted en esta situación. Quiero decirle que estoy aquí por la fuerza. Fui muy amigo y partidario del doctor Luis Carlos Galán, y voté por él. Usted no se merece este sufrimiento, pero trate de sobrellevarlo. La serenidad es buena para su salud». Maruja apreció sus explicaciones, pero no pudo superar d asombro por su elasticidad moral. A Beatriz le repitió el discurso exacto.
El diagnóstico para ambas fue un estrés severo y un principio de desnutrición, para lo cual ordenó enriquecer y balancear la dieta. A Maruja le encontró problemas circulatorios y una infección vesical de cuidado, y le prescribió un tratamiento a base de Vasotón, diuréticos y pastillas calmantes. A Beatriz le recetó sedante para entretener la úlcera gástrica. A Marina -a quien ya había visto antes-, se limitó a darle consejos para que se preocupara más por su propia salud, pero no la encontró muy receptiva. A las tres les ordenó caminar a buen paso por lo menos una hora diaria…
A partir de entonces a cada una les dieron una caja de veinte pastillas de un tranquilizante para tomar una por la mañana, otra al mediodía y otra antes de dormir. En caso extremo podían cambiarlo por un barbitúrico fulminante que les permitió escapar a muchos horrores del encierro. Bastaba un cuarto de pastilla para quedar sin sentido antes de contar hasta cuatro.
Desde la una de aquella madrugada empezaron a caminar en el patio oscuro con los asustados guardianes que las mantenían bajo la mira de sus metralletas sin seguro. Se marearon a la primera vuelta, sobre todo Maruja, que debió sostenerse de las paredes para no caer. Con la ayuda de los guardianes, y a veces con Damaris, terminaron por acostumbrarse. Al cabo de dos semanas Maruja llegó a dar con paso rápido hasta mil vueltas contadas: dos kilómetros. El estado de ánimo de todas mejoró, y con él la concordia doméstica.
El patio fue el. único lugar de la casa que conocieron además del cuarto. Estaba en tinieblas mientras duraban los paseos, pero en las noches claras se alcanzaba a ver un lavadero grande y medio en ruinas, con ropa puesta a secar en alambres y un gran desorden de cajones rotos y trastos en desuso. Sobre la marquesina del lavadero había un segundo piso con una ventana clausurada y los vidrios polvorientos tapados con cortinas de periódicos. Las secuestradas pensaban que era allí donde dormían los guardianes que no estaban de turno. Había una puerta hacia la cocina, otra hacia el cuarto de las secuestradas, y un portón de tablas viejas que no llegaba hasta el suelo. Era el portón del mundo. Más tarde se darían cuenta de que daba a un potrero apacible donde pacían corderos pascuales y gallinas desperdigadas. Parecía muy fácil de abrirlo para evadirse, pero estaba guardado por un pastor alemán de aspecto insobornable. Sin embargo, Maruja se hizo amiga de él, hasta el punto de que no ladraba cuando se acercaba a acariciarlo.
Diana se quedó a solas consigo misma cuando liberaron a Azucena. Veía televisión, oía radio, a veces leía la prensa, y con más interés que nunca, pero conocer las noticias sin tener con quién comentarlas era lo único peor que no saberlas. El trato de sus guardianes le parecía bueno, y reconocía el esfuerzo que hacían para complacerla. «No quiero ni es fácil describir lo que siento cada minuto: el dolor, la angustia y los días de terror que he pasado», escribió en su diario. Temía por su vida, en efecto, sobre todo por el miedo inagotable de un rescate armado. La noticia de su liberación se redujo a una frase insidiosa: «Ya casi». La aterrorizaba la idea de que, aquélla fuera una táctica infinita en espera de que se instalara la Asamblea Constituyente y tomara determinaciones concretas sobre la extradición y el indulto. Don Pacho, que antes demoraba largas horas con ella, que discutía, que la informaba bien, se hizo cada vez más distante. Sin explicación alguna, no volvieron a llevarle los periódicos. Las noticias, y aun las telenovelas, adquirieron el ritmo del país paralizado por el éxodo del Año Nuevo.